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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Justicia, independencia y memoria

Todo parece indicar, señala el autor de este trabajo, al ver las reacciones que se dan en torno al tema judicial, que los jueces españoles han gozado siempre, hasta ahora, de una envidiable pureza e independencia. Pero esto no es más que una falta de memoria perfectamente intencionada que contraviene la realidad de los hechos y de la historia. ¿Y quién puede afirmar sin rubor que lo que ahora se quiere son jueces en manos del Gobierno?. Para el poder judicial nunca ha sido fácil hallar su lugar justo en el entramado del Estado.

Érase una vez un país singular -éste-, al decir de sus más documentados cronistas, generosamente agraciado por la fortuna y por la historia en muchas cosas. Tantas que habría de resultar vano el esfuerzo de intentar una enumeración siquiera aproximativa. Tan variadas -de lo climatológico a lo institucional-que serían de muy difícil clasificación.Un curioso país y una feliz y dilatada coyuntura donde, además, la providencia, pero sobre todo la cirugía y la cosmética políticas, habían hecho posible el milagro de erradicar incluso cualquier asomo de mal de la libre circulación hasta no dejar ni rastro.

Como nada es eterno, ni en aquella España siquiera, hay que decir que al final de un largo período, hoy como un largo sueño (de la razón), vinieron malos tiempos. O tal vez, al principio y vistos desde aquí, tan sólo regulares. Pero se descuidaron la prevención y la asepsia, se hicieron ¡ay! más permeables los controles sanitarios, se bajó la guardia, en suma... Se fue de mal en peor, se fue a peor, se fue definitivamente a mal.

Hoy, al parecer, de bueno sólo queda lo que vive de entonces en la memoria de las gentes. De aquel singular estado (no modestamente de derecho, sino de bienaventuranza) permanece un recuerdo que se alimenta y venera con añorante complacencia, con nostalgia.

Independencia

Y de ese recuerdo hay algo en particular que últimamente renueva su actualidad cada mañana, se reactiva -se oficia- todos los días a eso de la hora del desayuno: es lo que se refiere en respetable y mesurada letra impresa a la independencia de los jueces. O mejor, a cuando los jueces eran seráficamente independientes y, además, no corrían el riesgo de dejar de serlo nunca. A cuando la prensa sana podía, desde esa evidencia confortable, dedicar sus columnas a temas más gratos, descansar confiada en éste como en tantos otros puntos. Y salir relajada y sonriente al encuentro del lector como si nada.

Ha cambiado mucho todo. Nada es lo que era y menos en torno al santuario judicial. Por eso es otro también el gesto del cronista concienciado: la sonrisa de ayer se ha helado en rictus, la calma distendida es tensa alerta, el discurso sosegado, el artículo amable, acre reconvención, apocalíptica denuncia. Hasta la tinta negra -se sospecha- es hoy más negra al escribir (llorar) sobre la justicia. Sobre lo que implacable y tristemente va ocupando su puesto.

Se entiende. Un pueblo tan sensible como el nuestro, sobre todo en algunas de sus capas superiores, al viejo misterio/ministerio de la vieja Témis, no podía dejar de suscitar una respuesta menos comprometida. No podía dejar de armar tan firmes plumas ni éstas faltar a semejante cita con la historia, sin ninguna pereza, con renovado entusiasmo. Por puro sentido de misión, y no por añoranza de los trienios de redil, de la literatura coral y floreada, del verbo complacido y complaciente, de cuando -cada cosa en su sitio- no había lugar para la crítica y nadie, y menos la justicia, tenía necesidad de valedores.

Resistencias

Y así, ahí están no sólo defendiendo, sino probablemente con toda la razón, reivindicando -como se haría con un predio- desde su tan profundo como evidente sentido patrimonial del cuerpo y sobre todo del alma de los jueces una justicia que siempre habían sentido como propia, y -debe quedar claro- no por comprada ni vendida, tiene razón Casamayor, sino por hecha a imagen y semejanza de quienes, acostumbrados a mirarse y a reconocerse en ella tanto tiempo temen -que es hoy mucho temer- dejar de ver su rostro en el espejo.

Mientras, tanto pobre lector sobresaltado ("¡No hay derecho a que quieran hacer ahora eso a los jueces!") y algún juez ("¡Perder la independencia, Dios me valga!") abrirá temeroso el matutino de turno (turno, no ¡por favor!, toca madera) para ver qué nueva cota de barbarie ensombrece nuestro horizonte judicial atormentado. Y vengan adjetivos, y dale al tremendismo visceral y a la fácil explotación de la noticia (por fortuna, los ministros de ahora tienen madre y algún mal gesto que llevarse a portada). En cualquier caso, no es imaginación precisamente lo que sobra. Ni voluntad de rigor en el tratamiento de los temas-pretexto, que así se toman con demasiada frecuencia.

En esta línea, no es extraño encontrar quienes sugieren que existe alguna perversión del aparato estatal que pueda hacer perder a la magistratura española su independencia acorazada que, sin embargo, dicen tranquilamente, ha podido llegar incólume hasta nosotros. Como tampoco a los que reconociendo a la función judicial un potencial carismático capaz de dar carácter, cuasi sacramental a un simple recitado memorístico de temas declaran urbi et orbi la total impermeabilidad a ese misterioso influjo de aquellos que lleguen a la toga por otra vía que no sea la del tradicional rito iniciático.

Francia, Italia

Por otra parte, páginas que hoy hacen del Consejo General del Poder Judicial un mito alado, apenas cuatro años ha veían en la sola amenaza de su proyectada implantación el principio del fin de la justicia.

Hallar por el poder judicial el puesto justo en la geografía estatal no ha sido asunto fácil en ninguna de las experiencias comparadas. Los miembros del primer conseil francés hubieron de celebrar sin quitarse el abrigo su primer año de sesiones porque la calefacción estaba bajo el control ministerial. El Consiglio y el Ejecutivo italianos han dado y siguen dando no poco trabajo a la Corte Costituzionale. No hay norma positiva, tampoco la fundamental de este país, que admita solamente una lectura. Todas son discutibles y, además, cualquiera de ellas, y la que se concrete en ley orgánica, verá pasar a más de un consejo general y un ministerio. En fin, todo es así de relativo.

Pero una cosa es cierta: ni en la reforma en proyecto -de la que no está locamente enamorado el que esto escribe- se ha expresado, ni nadie puede honestamente afirmar qué es lo que quieren sus autores, ni queriéndolo sería ya posible por fortuna imaginar en nuestro marco constitucional un juez monigote en manos de un Gobierno sin escrúpulos. No, para eso tendrían que cambiar -siempre hacia atrás- del texto y del contexto muchas cosas, y aun así tampoco sería mecánicamente seguro el resultado, como saben muy bien bastantes de los críticos de hoy.

Que ya sólo por eso, si no rigor, sí al menos podrían tener un poco de memoria.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado, miembro del Consejo General del Poder Judicial.

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