Entre la propaganda y la guerra sucia
LOS LLAMAMIENTOS del presidente González para la celebración de una conferencia internacional, destinada a concertar las acciones de los países democráticos frente a las amenazas terroristas, tuvieron la motivación inmediata de conseguir mayor solidaridad en la lucha contra las bandas armadas de ETA, toleradas o sólo laxamente perseguidas más allá de nuestras fronteras. Sin embargo, el Gobierno español también parece ser consciente de la posibilidad de que las complejas interconexiones de las tramas terroristas utilicen nuestro suelo, aprovechando las ventajas de la hospitalidad o los beneficios del derecho de asilo, para operaciones que apuntan contra terceros paises, o que realicen sangrientos ajustes de cuentas en nuestro territorio.La reciente detención de varios ciudadanos iraníes, llevada a cabo por funcionarios de la Comisaría General de Información y de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, aporta inquietantes datos, pendientes de confirmación, acerca de los movimientos de comandos terroristas dentro de nuestro territorio.
No puede por menos de suscitar inquietud la posibilidad de que España, cuya diplomacia ha elevado desde hace décadas a nivel de principios la amistad con los países árabes o de cultura islámica, sirva de escenario al despliegue logístico de organizaciones terroristas que tratan de extender su área de operaciones al teatro europeo para llevar a cabo represalias contra desviacionistas o contra las representaciones diplomáticas de otras naciones. A este respecto, parece necesario, ante todo, trazar un cuadro lo más claro posible de las relaciones de fuerza que enfrentan hoy, en el Oriente Próximo, a países, regímenes y sectas religiosas. Y recordar también que la política exterior de los sucesivos Gobiernos de la España democrática, orientada a aplazar indefinidamente el establecimiento de relaciones con Israel, no es una póliza de seguro para impedir las actuaciones de los extremistas.
Fuentes informativas internacionales, en las que se mezclan datos fidedignos, conjeturas razonables e intoxicaciones, apuntan a la posibilidad de un relanzamiento de la ofensiva terrorista en Occidente durante los próximos meses. El siniestro recuerdo de los Juegos Olímpicos de Munich y la serie de atentados producidos durante la pasada década en diversas naciones europeas impiden relegar tales suposiciones a la condición de materia novelable digna de John le Carré. Según esas hipótesis, el desenlace de la guera de Líbano obligaría a una redistribución de la infraestructura organizativa terrorista, apoyada por algunos países -Irán entre ellos-, y a la creación de nuevas bases operativas en Grecia, Chipre o en aquellas naciones europeas donde una débil vigilancia de los servicios informativos lo permitiera.
Puede que esas predicciones pertenezcan sólo al reino de la fantasía, de los temores o de la manipulación propagandística. Hay que ser conscientes de los peligros que suponen para las libertades y los derechos -entre ellos, el de asilo- las paranoias conscientemente azuzadas por algunos servicios y el antidemocrático clima de desconfianza artificialmente suscitado por amenazas tan terribles como inconcretas, fruto de una auténtica guerra psicológica, con el único objetivo de identificar inequívoca y simplistamente al enemigo. Pero es tarea del Gobierno plantearse cuando menos la eventual verosimilitud de esos malos presagios y estudiar las ramificaciones en España de lo que se anuncia como nueva oleada terrorista antioccidental. La detención ayer de lo que parece un comando iraní en nuestro suelo es desde luego una señal de alarma.
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