Casa de labranza, buena es de guardar
Cuando por la calle pasaba una motocicleta con estruendo de guerra mundial, el hidalgo miraba el aparador tembloroso y antiguo y se sentía inmensamente feliz, casi como en la infancia
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre, El Pontorrón, habremos de acordarnos, vino a parar uno de esos. hidalgos del consumo con rocín metalizado de Almusafes, harto de cemento y de playas nudistas. Sólo quería ver mujeres vestidas de negro, moscas verdes grandes como águilas y clérigos con la cruz alzada.Así que este hidalgo entraba ahora en Albacete y, luego de rodear el nuevo monumento a la extinta especie del labrador, fue a pedir consejo al señor delegado del Turismo.
El delegado se llamaba don Joaquín y en ese momento leía las caras de la noticia en el Abc, espantaba una mosquita, y le dijo que enfilara por la calle del Rosario: "Vaya usted unos. 60 kilómetros hacia la sierra y allí encontrará el pueblo de Ayna y sus aldeas, que son, como es bien sabido, la Suiza de la Mancha".
El hidalgo no perdió un segundo. Dijo adiós a don Joaquín y se montó en el Ford dispuesto a la fiesta ecológica. La calle del Rosario tenía pocos misterios: las navajas se derretían al sol en los escaparates y las moscardas vivarachas de la capital revoloteaban sobre los vestidos todavía blancos de novias en espera de marido.
Al hidalgo se le hicieron cortas las leguas del camino, que, a medida que avanzaba, era más hermoso. Soplaba el viento en el silencio de los campos con la mies afeitada. No había tráfico. Su criatura metalizada de Almusafes podía circular por la izquierda sin ningún peligro. Y aunque molinos ya no abundaban en esta planicie el paisaje conservaba aún su belleza cervantina.
Pasó de largo las señales que indicaban los Pocicos y Pozohondo. Luego de tres curvas muy pronunciadas se olía a tomillo, espliego y romero; y más allá de los pinares, con sus chicharras rabiosas por el sol del mediodía, divisó -pasado el cambio de rasante- los caseríos de Villarejo y Moriscote.
Entre un valle y la sierra estaba el pueblo de Ayna desafiando el vértigo y las leyes de la superpoblación de Malthus: para 1.933 vecinos sobraban casas, quesos y cosas. No muchas, pero sobraban.
El aviso de llegada era alentador: Visitante, estás en la Suiza manchega, vista panorámica y horario de misas. También se anunciaban pensiones y casas de labranza Había, incluso, hotel para veraneantes de pantalón largo y una fábrica de pantalones al lado de la piscina municipal, donde por 75 pesetas era posible ponerse a remojo todo el día.
Ayna aparecía, pues, como un refugio antiatómico bajo un sol de justicia, sin problemas de agua y limpio como una patena Aunque con menos bancos, esto era Suiza Una Suiza católica agraria.
En su pensión, y desde la penumbra, doña Dulce Alcaraz, hermana del alcalde, regentaba un negocio de cama y mantel. Tenía doña Dulce una buena aunque escasa clientela que comía con las persianas bajas y el volumen de la televisión alto. La tele sigue siendo en bares y pensiones ibéricas un aparato que fabrica decibelios gratis con el dinero de todos los españoles, amantes de ruido o enemigos de él.
"Aquí me vienen mayormente españoles de Cartagena, como ese matrimonio, y parejas de París o de Murcia", dijo la señora Dulce. También venían de Madrid y de Albacete, la capital. El matrimonio de Cartagena era fijo. Y la pareja de París ya se marchaba porque a monsieur, que tenía cara de Robespierre, le faltaban unas pastillas y las pastillas francesas son, igual que la lechuga de allí, distintas a las de aquí. Pero doña Dulce estaba segura de que este turismo iba a volver. ¿Por qué?
"Ese huevecito frito es fresco de la aldea El Jinete; la chuletilla de cordero es de la Iluminada, que tiene carnicería en el pueblo, y los rollitos de anís y aguardiente, así como los suspiros, son dulces que hago yo, doña Dulce. ¿Volverán o no volverán?".
El matrimonio de Cartagena gritó como los legionarios: "¡Volverán, y si no vuelven se lo perderán!". Y ambos a dúo se arrearon un par de suspiros más.
Para el hidalgo, harto del consumo de hamburguesas de plástico, el yantar fue una ventura. Y cuando, por la calle pasaba una motocicleta con estruendo de guerra mundial, miraba el aparador tembloroso y antiguo y se sentía inmensamente feliz, casi como en la infancia.
Otros pedían gazpachos mientras por la pantalla de la televisión mostraban a las despechugadas del litoral exponiéndose al cáncer de mama y a otros castigos de Dios. Dijo doña Dulce: "Muy mucho se cuidarán aquí, las de aquí, de quitarse el sostén en la balsa; tenemos, además, un cura famoso que se llama el padre Josico, que como nació el día de Santa Lucía, patrona de los músicos, es un genio de la música".
Cuando el pueblo despertó de la siesta, el cura Josico oyó el timbre de su puerta y abrió al hidalgo. Le llevó, pasillo adelante hasta una habitación donde estaban emitiendo la vuelta ciclista a Francia por otra gigantesca pantalla, y además el cura montaba él mismo en una bicicleta sin ruedas pero con mucho pedal: "Tengo que rehabilitarme luego del accidente de la ermita. Estaba yo tocando la campana para llamar a confesiones en la ermita de Moriscote cuando, ¡plaf!, el techo se me vino abajo, ¡plof!, y me pilló allí, dándole al badajo".
Se había roto el menisco y Josico aprovechaba la vuelta ciclista a Francia para volver a la normalidad con su rodilla. Era muy sonriente el cura cantautor. Su último disco llevaba la canción Dejadnos vivir, que había organizado un auténtico pisto manchego entre las autoridades manchegas: "No es contra el aborto, sino en defensa de la vida, ¿entiende?; pero estos socialistas patrocinan campañas marxistas y dijeron que comprarían mi disco y no lo compran".
Sonaba ahora el disco a todo trapo, entre un piano, un órgano y un matamoscas colgado del balcón que proyectaba sombras en el lomo de las obras del teólogo Kung. Josico, reverendo José Sánchez Rodríguez, nacido en Elche de la Sierra hace 46 años y con 15 de servicio aquí, se puso en jarras y bailó al ritmo de la seguidilla: "Yo soy una rara avis, me encanta ser de pueblo y ser cura de pueblo".
Ya se levantaban de la siesta los veraneantes y los que no lo eran. Unos acudían a la piscina al chapoteo, casi tan cubiertos de colgaduras como en la calle, y otros paseaban, con el bastón hacia la sierra para ver el curso del río Mundo. Quienes no podían hacer nada de esto eran las obreras de la cooperativa dedicada a la confección de pantalones a destajo, muchachas que sólo aspiraban a escapar de la forzada emigración para la vendimia en Francia. Por eso formaron la cooperativa: "Somos 17 chicas y hace un año pedimos el local al ayuntamiento, y compramos máquinas de coser, y sin contar las horas que echamos aquí, nos pusimos a trabajar esperando la ayuda de esas 300.000 pesetas que el Gobierno pro metía por cada puesto de trabajo. Nada de nada. Y ahora, si esto fracasa, habremos perdido el tiempo y la ilusión, y tendremos que volver a la vendimia", explicaba la en cargada Angelita Trujillo. Otra añadió: "No tenemos sueldo porque hemos de amortizar la maquinaria, mientras ahí, en la piscina, se refrescan y lo oímos todo".
Los turistas que no vinieron
Al hidalgo, estas injusticias le afligían Montó en su rocín de la casa Ford y enfiló hacia Lietor para ver el doble espectáculo de mujeres sentadas en sillas bajas, en la calle, y del río Mundo, hundido al fondo de los peñascos. Saludó a Juan Diego que regresaba de los campos con su mulo Voluntario. Era un buen mulo: "Y caga muchísimo, tiene esta fuerza porque caga mucho", le dijo el amo.
Sentía calor y sed. Pero al pasar por Pon tarrón divisó un rótulo que le hizo detenerse. Decía: "¡Alto! ¡De aquí no paso sin beber un vaso!". Y no iba a pasar sin bebérselo porqueFelisa, la mujer del Basilio, ya lo llevaba en la mano.
El Basilio olía a vino agrio y a una jornada de labranza agotadora. Se ayudaban dando cama a esos turistas que tantas veces le dijeron que vendrían y no vienen. "Cobramos barato, a 250 pesetas por noche, con retrete y todo".
No vienen. Unos tanto y otros tan poco. No vienen a ver lostoros con el Basilio (por televisión) ni a ayudarle a sacar al macho de la cuadra. Nada. Que no vienen como se esperaba. "Y les puedo poner patatas fritas y chorizo de la tinaja, con aceite puro de oliva, ¿sabe usted?".
El Pontarrón trepaba en la montaña sobre humildes huertas y ahora recogían las patatas y se las subían en sacos por la senda: "Estamos abandonados, si uno muere le ponemos dos balas de paja al burro y lo bajamos en el burro, el coche aquí no puede subir". Y aunque habían hecho reparaciones eléctricas llevaban varias noches sin luz. Como siempre.
Todo el pueblo hacía cuerda de esparto: "Una madeja de 24 vueltas me lleva una hora de hacer, y pagan 12 pesetas, ¿qué le parece nuestro veraneo?", dijo Ana Ortega, de 62 años, mientras su marido sollozaba tapado con una manta, a la puerta de la casa. "Aún no me quiero morir, pero tengo artrosis y el cuerpo me duele mucho".
Eran sólo 50 vecinos. Los chavales dijeron que aquí arriba se respiraba muy bien: "¡Qué airecillo! ¡La tarde es fresca y se van las moscas!".
Otro acompañaba al hidalgo como si quisiera irse con él. Y se le oyó comentarle esto: "Nos tienen abandonados los de Ayna porque por lo visto nosotros, que somos de izquierdas, no somos suizos de la Suiza manchega, y ellos son de derechas, los que mandan son de derechas y no dan nada".
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