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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Desnudos y vestidos

LA BATALLA de los desnudistas se ha reanudado en Galicia. Los desnudistas (a los que se llama nudistas por galicismo) están sufriendo las agresiones de los más pudorosos o más ancestrales, a los que se unen algunas de las fuerzas que se llaman a sí mismas vivas con exceso de entusiasmo. Hay dos respetos que tener en esa ocasión: uno, a los que quieren recibir el sol, el agua y el aire íntegramente, y otro, a quienes no desean verlos porque ofende su inscrito sentido de la vergüenza. Hay, sin embargo, algunas razones más en cada caso. No parece que sea la levísima frontera de las piezas de baño lo que separe realmente a los desnudistas de su culto a la naturaleza, ni que ése sea el fondo de la cuestión que les mueve. En el desnudismo hay una filosofía de la vida que defienden y expanden sus adeptos -unos cuantos centenares de miles en el mundo: en aumento- en revistas especializadas y libros, a partir de la Nactkultur, producida en Alemania a principios de siglo, cuyas premisas esenciales son, además de la proximidad a la naturaleza, la idea de que es una educación que suprime tabúes represivos y dañinos, favorece la eugenesia, iguala los dos sexos surpimiendo barreras artificiales y borra complejos a los peor dotados desde el momento en que son considerados iguales. Algunos de sus sociólogos, principalmente libertarios -en Cataluña, antes de la guerra, hubo una importante rama de libertarios que practicaban el desnudismo, el vegetarianismo y el amor libre- relacionan el vestido con la propiedad individual y con el dominio e intercambio de mujeres, y creen que la desnudez universal es un paso para restablecer lo perdido. Todas estas cuestiones son tan rechazables o admisibles como cualquier otro principio de este mundo, pero no cabe duda de que forman la creencia básica de unas minorías que tienen derecho a ella.Tampoco es tan simple el móvil del "derecho a no ver" que esgrimen sus enemigos al mismo tiempo que los garrotes. El derecho a no ver suele resolverse con la decisión de no mirar y de no frecuentar los lugares ajenos. Este derecho al pudor está demasiado teñido de indignación, de agresividad, que puede llegar a confundirse con el no derecho de privar a los demás de su libertad, e incluso de un fondo freudiano de autorrepresión y de una confusión del desnudismo con la sexualidad. Si no se fuerza a nadie a desnudarse, parece que la reciprocidad civilizada está en no obligar a nadie a vestirse, sobre todo en una época en la que el desnudo es habitual y está siendo privado de su antigua condición de escándalo.

La solución no parece ser otra que la que se viene aplicando en todo el mundo -y, desde luego, en otros lugares de España- desde hace muchos años: las playas acotadas, separadas y respetadas. No parece que el ejercicio de la autoridad puede plantearse de otra manera que en la busca e imposición de estos acuerdos. En lo que con toda seguridad no está es en el uso de la estaca, que es de un primitivismo moral mucho más escandaloso y desordenado que cualquier desnudez.

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