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Crítica:Bob Dylan se despide de España
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El cantante al correr del n*empo

Ellas y ellos habían ido a ver a Bob Dylan. Casi no asomaban estrellas en la noche barcelonesa de San Pedro y la entrada valía 2.200 pesetas, pero ellas y ellos querían ver al hombre de Blowin' in the wind. Dylan actuaba en Barcelona el pasado jueves, en su segunda y última parte de la gira española. Como en Madrid, los parámetros de la actuación barcelonesa fueron similares.Ellas y ellos -los que podían pagar la entrada- habían llegado un poco de todas las galaxias de la progresía / contracultura catalana. Habían venido -muchos y muchas- con la vestimenta de tiempos heroicos, quizá menos opulentos y tal vez más intensos. Era enternecedor observar como los más maduros y acomodados se habían esforzado en no aparecer con americanas y corbatas, como algunas fans del recobrado traje-chaqueta se habían retrotraído a los vaqueros o la falda floreada con blusa a juego y aquel sin sostenismo que otrora fue contestatario.

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Estaban los pocos hippies que aún deben quedar en el área metropolitana barcelonesa, treintañeros y exóticos. Algunos, incluso se habían traído los niños. También estaban los profesionales ex marxistas o ex galácticos, los yumpies catalanes que constituyen el público natural de este Mr. Dylan de 43 años que apareció con levitón de hassidim y -a ratos- un sombrero de colono sudista. Eran ellas y ellos, los huérfanos sentimentales de Woodstock, de mayo del 68, de la contracultura.

Eran también los supervivientes del incierto trip hispánico y catalán hacia la normalidad de Occidente, los veteranos de la vieja guerra de la Amnistía-Libertad-Autonomía.

Ellas y ellos habían ido a ver a Dylan, aunque no lo confesaran, aunque dijeran que Santana también les gusta mucho, aunque pertenecieran a la minoría de público jovencísimo que acudió al miniestadio del Barça para comprobar la existencia de una leyenda. Por eso la actuación de la telonera argentina Celeste Carvallo pasó iadosamente inadvertida. Por eso a Santana se le escuchó con la relajada reserva de un aperitivo bueno, pero no esencial. Ellos y ellas aún se sentían en 1984, aún se preparaban para el viaje por el túnel del tiempo -vivido o imaginado- que representaría la aparición de Dylan. (Hubo quien se preparó como para un acto iniciático, como aquel joven extranjero que iba totalmente desnudo "porque me siento más puro". Los más, empero, le daban al canuto (o a la botella) para ponerse altos. Otras y otros se besaban como si fuera esa noche la última vez).

Decorado con el 'Titanic'

Y fue, sí, una aparición. Hubo un momento de desconcierto cuando se apagaron rapidísimamente las luces del miniestadio. Fue como el inicio de un seísmo o como el extraño viento que acompaña a los eclipses. Y Dylan estaba ahí, cantando Highwav 61 enmarcado en una escenografía pospsicodélica, con el Cervino pintado a un lado y el casco de un transatlántico al otro (el Titanic, sí; el Titanic navegando al alba, del que Dylan habla en Desolation Row). Y siguieron Joker man y All along the watchtower y Just like a woman... Una dama rubia vestida de negro que alguna vez había sido casi una mujer lloraba sin rebozo, con los ojos muy abiertos.

Y entonces todos se callaron. ¿No es así, Mr. Dylan? Usted cantaba A hard rain's gonna fall (sí, sí, esa cancioncilla adolescente y lúcida que usted compuso en 1962, después del susto de los misiles de Cuba). Un gran momento para pensar, Mr. Dylan, en sus pasadas vinculaciones financieras a esa firma norteamericano-israelí fabricante de bombas de canicas (esos ingeniosos artefactos que se lanzan desde un avión, explosionan a un metro del suelo y liberan gran cantidad de pequeños fragmentos de metal destinados a incrustarse en los cuerpos humanos más próximos). Lo dice la letra de la canción: "Las caras de los verdugos siempre están bien ocultas".

Pero ellas y ellos no habían ido a ejercitar su espíritu crítico, ni menos aún a desencantarse. Por lo demás, Dylan no decepciona (o lo que decepciona no es sólo Dylan). Los mismos rizos, la misma armónica montaraz, la misma manera de cantar The times, they are a changin' como si los tiempos no hubieran cambiado.

Había emoción contenida -y a veces reprimida- bajo la cálida noche barcelonesa. Ojos vidriosos, puños en alto, melenas al viento, mecheros encendidos y suspiros de emoción jalonaron Mr. Tambourine Man, Don`t think twice, it's all right y Like a rolling stone, en una poderosa versión que de alguna manera nos devolvió al presente. Sí, habían llegado hasta ahí. Todas y todos ellos, incluso Dylan. Un Dylan que tal vez llegó tarde, como tantas cosas. Un Dylan que, al correr del tiempo, ha perdido virulencia y credibilidad, pero conserva la magia de un tiempo que ya no existe.

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