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Losey, las servidumbres de una generación

Víctima patética de la que sería llamada la generación perdida del cine norteamericano (Robert Rossen, Elia Kazan, Edward Dmytryk, John Huston, Jules Dassin, Fred Zinnemann), Losey conocería en los ingratos años cincuenta -como Chaplin, Orson Welles, Rossen o Dassin- un difícil exilio político y cultural. Tan perdido estaba su nombre en la generación perdida del cine norteamericano, que cuando la revista Cahiers du Cinéma publicó, en septiembre de 1960, su número 111, dedicado monográficamente a este director clandestino que firmaba con seudónimo, un crítico madrileño de la revista Film Ideal sostuvo con firmeza que tal director no existía y que había sido una invención de los críticos franceses.Tres infortunios

A este director angloamericano que para algunos nunca existió le tocó en suerte (en mala suerte) sobrellevar tes pesadas cruces: la de la persecución maccarthysta, la de su prestigio a cuenta de la moda intelectual europea y la de la caída en desgracia final. De tantas amarguras extrajo Losey lo mejor de su inspiración, que a veces procedía del inframundo del hampa y otras veces de las cúspides de la pirámide social, hermanadas por Losey en sus ambiciones, bajezas y corrupciones. El mejor vehículo que este cineasta brechtiano encontró para expresar su pesimista visión de la condición humana fue a través del frío análisis de las relaciones humanas y de las relaciones de clase, explorando y desvelando las servidumbres sentimentales, traducidas como relaciones de poder. Este tema estalló con cegadora evidencia en Eva (1963) y El sirviente (1963), esta última con guión de Harold Pinter, en donde, en un elegante universo de claroscuros londineses, ofrecía una nueva versión de un tema clásico, el del sirviente que acaba por vampirizar y dominar a su amo. Pero el análisis de las relaciones de poder estaba ya presente en el den so universo carcelario de El criminal (1960), estructurado en clanes, a imagen y semejanza de la pirámide social del mundo exterior a sus muros. Y estaba también en La clave del enigma (1959), con la relación amorosa de la mujer rica y el artista pobre, en una historia policial que desembocaba en una sorprendente relación de complicidad de clase entre el inspector de policía y el artista. Esta atipicidad fue responsable de que La clave del enigma se convirtiese en pasto de los cineclubes españoles bajo el franquismo, cuando las buenas películas se reducían a guiños y claves resistencialistas para iniciados catacumbísticos.

A través del tema central del poder, Losey estudió con la atención de un entomólogo las conductas humanas, que se fueron tornando progresivamente perversas. Los retratos femeninos de Accidente (1967), La mujer maldita (1968) y Ceremonia secreta (1968), con Jacqueline Sassard, Elizabeth Taylor y Mía Farrow, pudieron inquietar a las primeras feministas que se alzaban en armas al final de una década de opulencia truncada por el mayo francés.

La heterodoxia sexual de Losey le llevaba a una particular lectura de las relaciones entre hombres y mujeres, que, como todo el mundo sabe, suelen ser también relaciones de poder, patente o latente. Y a pesar de su ironía de comic de evasión, Losey nos ofrecería su personal versión de la superhembra con una Monica Vitti rescatada de la estilizada incomunicación antonioniana en el festival de brutalidad que fue Modesty Blaise, superagente femenino (1965), que puede ser leído también como una réplica al machismo de James Bond. Es menester matizar este asunto, porque Losey tuvo luego un gesto feminista militante cuando en 1973 hizo que Jane Fonda interpretara a la emblemática Nora de Casa de muñecas, de Ibsen, pieza pionera en el discurso occidental sobre el feminismo.

Es de presumir que la fina sensibilidad homosexual de Losey se sintiera profundamente dolida por las dificultades insuperables que le impidieron llevar el universo de Proust a la pantalla. Acaso ésa fue la mayor frustración de su carrera.

Batallas perdidas

Después de El mensajero (1971), que seguía fiel a su universo y a su perspicacia, la obra de Losey se deslizó hacia el museo de figuras de cera, con la figura de Trotsky incluida. Nosotros debemos agradecerle que aportase a la causa antifranquista Las rutas del Sur (1978), aunque lo mejor sea olvidar apresuradamente sus buenas intenciones, archivándola junto a La guerre est finie. Losey había perdido por entonces su batalla ante el poder fáctico de la crítica, aunque todavía era respetado por el poder de la industria y por el del establishment cinematográfico. Desde el éxito mundano de La trucha (1982), seguramente este lúcido y amargo discípulo de Brecht tuvo ocasión de meditar acerca de los equívocos del poder en el mundo del arte.

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