Corazón de Israel
En el barrio de Mea Shearim, situado al norte de la ciudad de Jerusalén, habitan varias sectas de judíos ortodoxos, observantes de vía dura, que apedrean con fiereza talmúdica a las chicas en pantalones. Las calles tienen un encanto de principio de siglo. Hay casas turcas de madera mezcladas con otras viviendas de estilo centroeuropeo- con verjas en los jardincillos de la entrada, y allí se alternan pañerías de honda penumbra, fruterías que invaden con sandías abiertas la acera bajo las acacias, escaparates con libros sagrados, tiendas de antigüedades, verdulerías, sinagogas, puestos de refrescos naturales y despachos de pan ácimo dentro de un pequeño bullicio menestral, que cubre en apariencia los rigores de una fe aciaga. Los autobuses de turistas atraviesan esta reserva sin detenerse y los exploradores con gorrito de agencia contemplan desde la ventanilla algunos ejemplares raros en el asfalto con una curiosidad zoológica. Se ven niños adustos, vestidos de abuelito, con la testa rapada, casquete y dos bucles ya levíticos; señores de aspecto algo feroz, con levita polvorienta, sombrero negro de un número inferior sesgado en el denso cogote, la barba sudada, las lañas de los parietales trenzadas sobre las orejas; mujeres todavía adornadas con puntillas y encajes de entreguerras, la cara lavada con lejía y estropajo, la falda larga y botines acérrimos. Este núcleo de población, que no osa levantar la vista de la Tora o del Talmud, se ha tomado la vida muy en serio y no se permite ninguna alegría durante su tránsito por este jodido mundo, aunque con un poco de suerte se puede sorprender el espectáculo de un rabino de cejas concentradas jugando con una máquina de matar marcianos en un colmado de zumos. Si el viajero desea visitar a pie el barrio de Mea Shearim siempre hay al guien que le advierte de ciertos riesgos con una sonrisa irónica.-¿Qué puede pasar?
-Nada. Sólo es gente un poco susceptible.
-Entonces ¿qué hago?
-Cumpla las reglas. Cúbrase las carnes hasta la nuez, bájese las mangas y no se ría.
Reducto de santos
La conmemoración del sábado se inicia al caer el sol la tarde del viernes, y cuando a esa hora uno pasea por allí en medio del austero trajín, de pronto se encuentra envuelto sin darse cuenta en un silencio total. Los comercios han cerrado. Nadie circula por la calle y dentro de la soledad entonces comienza a oírse un rumor de salmos que sale de algunas ventanas iluminadas con el candelabro de los siete brazos. A través de los cristales aparecen siluetas barbadas en oración, familias reunidas en torno a una ensalada leyendo las Escrituras con las manos alzadas hacia el cielorraso por donde tal vez estos sujetos esperan que se desplome su Mesías. Se entiende que uno debe ahuecar el ala. Allí se está de sobra. Los frívolos de Jerusalén tampoco se atreven a cruzar en coche este reducto de santos un día de sábado. Jehová se halla muy espeso en semejante lugar y cualquiera queda expuesto al sacro alarido de algún fanático seguido de una nube de adoquines de otros energúmenos poseídos por la certeza. Resulta incómodo liarse a bofetadas con los profetas. Ellos poseen una fuerza insólita. En las fiestas señaladas por su religión les está vedado incluso el trabajo de dar la vuelta al interruptor de la luz, pero tienen manga ancha para aplastar la cabeza de los pecadores. Aunque entre ellos todavía existe una rama más estricta. Se trata de esos seres equipados con un babero y fajín a rayas, generalmente pelirrojos ensortijados, que ni siquiera reconocen el actual Estado de Israel puesto que Israel es el reino de Yahvé instalado en el futuro, y con esta excusa se niegan a hacer la mili o a pegar tiros en plan terrenal. Sólo apedrean a los infieles y a las chicas en pantalones vaqueros. En el judaísmo es imposible separar la raza de la religión, si bien únicamente una pequeña minoría observa las prácticas de la fe. Los ciudadanos de Mea Shearim aún permanecen envueltos en los sueños de Abraham y esperan a un guerrero flamígero, descendiente de David, que les lleve a una victoria demasiado celeste. Mientras tanto, el resto del pueblo ya sabe que el Mesías ha llegado. Vive en Washington, se llama Ronald Reagan y vende cohetes.
Racismo concentrado
Israel es ahora una gran máquina de guerra, una cabeza de puente occidental en Asia o un hueso atravesado en la garganta del Islam. También es la fascinante aventura de una raza que ha luchado agónicamente durante un par de milenios para no ser extinguida. Se ha salvado por los pelos, gracias a su racismo concentrado, el caso más espectacular de amor a los propios genes que se ha dado en este curioso planeta, sólo comparable al de los gitanos, aunque éstos han atravesado faraónicamente la historia sólo con un oso y un pandero y los judíos han inventado la letra de cambio, han descubierto el psicoanálisis, el alcohol de leña y la ley de la relatividad, aparte del pepino en vinagre. En la calle Ben Yehuda, centro comercial de Jerusalén, sentado en una terraza frente a un café capuchino, cualquiera puede tener una visión. Por allí se sucede una aglomeración abigarrada. Pasan negros del Yemen, rubios austriacos, polacos albinos, húngaros trigueños, cairotas oliváceos, pálidos neoyorquinos, cetrinos de Estambul, Salónica, Tánger, Buenos Aires, México, y todos llevan encima el signo común de la estirpe, la nuca alta ligeramente envarada, el ojo húmedo y una nariz de marca. En nombre de ella y de unos legajos escritos hace 3.000 años han tomado posesión de la tierra prometida al beduino señor Abraham que soñó a un Dios siempre victorioso a la sombra de una higuera en el valle de Hebrón. Aquí estaban unos palestinos, que no habían leído la Biblia, tirando de pollinos reacios. De pronto ha caído sobre ellos el aluvión de una raza singular que en este momento rebosa la calle y toma helados con una metralleta en brazos entre el orgullo y la paranoia. ¿Qué pinta en medio del desierto de Judea este alemán pelirrojo de mofletes rizados? Lleva bajo la crepitante sequía una levita negra con sombrero de ala dura y arrastra un maletín de ejecutivo cubierto de polvo. Camina con ciegos golpes de tacón aunque su mirada es melancólica. Se dirige con férrea entereza hacia el final del mundo. -¿Por qué será que en Jerusalén hay tantas mujeres embarazadas?
- Se debe a la fe.
-¿En los conejos?
-O en la consigna de los patriarcas. La fecundidad es otra forma de conquista. A todos los patriarcas Dios les concedió el premio a la natalidad.
El hecho es muy visible. Las chicas de Israel están totalmente entregadas a la guerra y al amor en un juego de biberones y metralletas. Las que no van vestidas de caqui, arrastran un cochecito de bebé y llevan además en el vientre con vanidad otro pequeño soldado de repuesto. Parece una orden del ministerio. En Jerusalén viven ahora 400.000 judíos y una actividad febril, tanto en el ramo de la construcción como en el trabajo de cama, está preparando la ciudad para acoger a 300.000 más en un par de años. El personal se friega entre sí a marchas forzadas dentro de una política de hechos consumados, al margen de las resoluciones de la ONU. El Estado de Israel tiene cuatro millones de habitantes, de los cuales sólo medio millón son palestinos o árabes metidos en el saco. Los carros de combate no cesan de dar dentelladas a las fronteras con la idea bíblica de ensanchar el solar hasta las divisorias del imperio de Salomón. Mientras tanto, sucesivos éxodos de judíos van arribando a este pedregal desde todos los confines de Occidente y en el interior se ejerce una reproducción a toque de corneta. Jehová lo quiere y el Pentágono también. No hay nada que hablar.
Vida muy espartana
La vida en Israel es muy espartana. El lujo no va más allá de la hamburguesa con pepinillo y el sonido del violín. Aquí hay mucho auditorium, mucho congreso, mucho museo, mucho simposio. La tecnología está a nivel de Zurich con un poco más de polvo y la fe llega hasta la cría de tomates en el desierto. Unos rezan, otros pegan tiros y el resto trabaja. La única diversión, consiste en hacer gimnasia. ¿Vale la pena abandonar Nueva York para reencarnarse en este arenal? Otros viajeros también han tenido esta alucinación. Una caravana de ejecutivos con maletín, levita negra, trenzas rubias y sombrero, subida en la chepa de 100 camellos, avanza por el valle de Hebrón en dirección a la tumba de los patriarcas. El valle arranca desde Jerusalén y discurre por sucesivas torrenteras donde crecen escuálidos bancales de trigo o algunos viñedos y extienden su sombra quemada unas higueras evangélicas. En un repecho se halla la ciudad de Belén, patria de David, pero la fila de ejecutivos hebreos no vuelve la cara. En la antigüedad pasaban por aquí formaciones de elefantes blancos cargados de joyas y por este cauce ascendió la reina de Saba arrastrando sus tesoros. Existen muchos historiadores que discuten la autenticidad de estos hechos. En cambio, la moderna caravana de ejecutivos vestidos oscuramente abordo de una reata de camellos es real. El cronista la ha visto con sus propios ojos, aunque parecía un ensueño de perfiles barbudos que sólo emergía del humo. La expedición tampoco se detuvo en el mausoleo de Raquel al borde del camino ni en el fresco manantial donde abrevaba un jumento árabe de tipo filosófico.
-¿A dónde irán estos chicos de Nueva York?
-A Beersheba.
-¿Qué hay allí?
-Algodón, tomates, berenjenas, patatas. Cosas de hoy.
-Nunca vuelven el rostro. ¿Te das cuenta?
Cruzaron impasiblemente la ciudad de Hebrón. Allí reposan los padres de Israel, el viejísimo Abraham, sus descendientes Isaac y Jacob con sus respectivas señoras. Aquello ahora compone una gran población de musulmanes y judíos conservadores, que vegetan al amor de las tumbas más sagradas y se disputan a punta de bayoneta el horario de rezos en la mezquita. Los camellos cargados de ejecutivos con el maletín atravesaron las calles, el perfumado bazar de las especias orientales, el zoco abigarrado de paños y cueros. Siguieron la ruta por el desierto y no se detenían jamás.
-¿Oyes?
-No.
-Han comenzado a cantar.
-Es el viento en los cipreses.
-No estoy seguro. Creo que el rumor sale de ellos.
Era un cántico de aleluya, que venía y se alejaba en los pliegues del siroco. Desde la altura de Hebrón se veía una campa ofuscada entre montañas resplandecientes y un hilo cárdeno de camellos cabalgados en la cúspide por ejecutivos con levita y maletín trenzaba un rosario de puntos negros en una ladera de yeso calcinado cada vez más lejana. Entonando salmos de Isaías, estos chicos de Nueva York se dirigían a plantar tomates a la zona de Gaza. Cuando el avión despegó del aeropuerto de Tel Aviv dio una pasada por el litoral de la tierra prometida. De repente, los pasajeros, todos a una, también comenzaron a entonar el himno idéntico de acción de gracias, acompañado por religiosas palmas de tango. Y en un momento las voces se unieron en un coro con los de abajo, mientras las azafatas repartían caramelos. Desde la ventanilla del aparato aún se divisaban otras caravanas neoyorquinas sobre el desierto. Pero el Mesías estaba en Washington.
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