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El poder fiscal como amenaza

Se ha terminado el plazo de presentación de las declaraciones positivas del impuesto sobre la renta y con él la psicosis generalizada en amplios sectores de la sociedad española. Esta impresión ha estado reforzada por un aparato propagandístico basado principalmente -en mi opinión- en la fuerza disuasoria del miedo y, añadido, en el cierre del plazo de declaración el 10 de junio, a pesar del inexplicado retraso en la distribución de impresos. Sería de desear este mismo rigor del plazo para la devolución de retenciones.Simultáneamente se ha preparado una batería de disposiciones para la represión del fraude: las medidas anunciadas son, ciertamente, conocidas en otros países, aunque su difusión -al coincidir con la época de las declaraciones del impuesto sobre la renta y sobre las sociedadesparece destinada más a provocarmiedo que a otra cosa. Este recurso, conocido sobradamente en nuestra historia, resulta sospechoso, y quizás encubra algo más que la simple finalidad disuaroria, como podría ser la ineficacia en la utilización de los medios y datos disponibles.

Pues bien, el delito fiscal, el levantamiento del secreto bancario, la informática omnipresente, el estímulo a la delación, etcétera, son medidas que no impresionan realmente en una auténtica democracia, aunque en España hayan sobrecogido a numerosos ciudadanos, quizá por los términos de discrecionalidad e imprecisión con que se han configurado dichas medidas. Resulta paradójico observar que en nuestra anterior etapa política existían derechos fundamentales reconocidos a los ciudadanos, pero, de imposible ejercicio por falta de medios legales para hacerlos efectivos democráticamente; quizás hoy se arbitran medidas democráticas, en un marco constitucional, pero dictadas en unos términos de imprecisión jurídica que pueden conducir a la arbitrariedad; la obsesión por la eficacia normativa del actual equipo gobernante parece no cuidarse en exceso del indispensable rigor jurídico que toda normativa restrictiva de derechos requiere en una sociedad libre.

Una auténtica democracia no se asusta dé que el Gobierno ejerza el poder que el Parlamento le otorga, porque en una auténtica democracia se sabe que a la vez -si no antes que estos deberes- existe una inexorable responsabilidad del poder público, de sus funcionarios y de sus representantes, y que quien hoy acusa puede verse mañana procesado. También se sabe que un exceso de poder del servidor público es mucho más sancionado que el fraude del contribuyente, y que las garantías de libertad, defensa y respeto prevalecen sobre una despótica presunción de veracidad del servidor público. En los países libres, un error o una falta de pruebas en la imputación de responsabilidades al ciudadano permite una querella, incluso oficial, de quien se equivoca, aunque sea objetivamente, y quien abusa del poder queda descalificado política o funcionalmente. Es precisamente la responsabilidad objetiva de la Administración la que está prevista en las leyes de los países democráticos, y no la presunción objetiva de culpa del ciudadano.

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La reciente investidura de su majestad el Rey como doctor honoris causa por la facultad de Leyes de Harvard puede significar algo más que un reconocimiento académico de alto rango a sus, cualidades de estadista. Aquella facultad tiene una importante tradición democrática, y de ella salió el profesor Cox a convertirse en el fiscal del caso Watergate.

La primera lección que allí se recibe en el curso del impuesto federal sobre la renta es el caso de la inspección realizada al seflor Nixon siendo presidente. Nixon tenía dos residencias, en Ca

Pasa a la página 12

Viene de la página 11lifornia y en Florida. Muchos fines de semana el presidente tomaba el avión de su cargo y viajaba a descansar acompañado de amigos o parientes o de los prometidos de sus hijas; para hacer más presentables las medidas de seguridad de sus fincas empleó fondos estatales. La Inspección estimó que el presidente había abusado en ambos casos de su cargo, y le imputó a su renta el precio de los billetes de quienes no estaban facultados para viajar con Nixon y el exceso ornamental en el aparato de seguridad. En concreto, se decidió imputar a la renta del presidente el valor de mercado de las tarifas aéreas comerciales de primera clase por los viajes realizados con sus acompañantes, incluyendo en ocasiones a su esposa e hijas.

En relación con los gastos-residenciales, se imputaron a Nixon 62.441 dólares en 1969, 17.800 en 1970,8955 en 1971 y 3.101 en 1972, incluyendo gastos en acondicionamiento interior y exterior de sus residencias. La Inspección estaba dirigida por un ministro nombrado por el propio Nixon, y ni dimitió el ministro ni el Servicio de Inspección paralizó su actuación.

Las leyes fiscales son hoy complejas, y podríamos preguntarnos qué ocurriría si un ciudadano o un funcionario demanda cómo están las declaraciones de la renta de las altas jerarquías del Gobierno, o de la Administración, o parlamentarios, cargos autonómicos, sindicales, empleados de instituciones públicas, etcétera, para examinar si se ajustan a esa compleja normativa. ¿Declaran estos altos cargos las retribuciones en especie que representan palacios o edificios oficiales de su residencia? ¿Qué tratamiento dan a sus gastos de desplazamiento o diversos tan escrupulosamente examinados en las empresas y en los particulares? ¿Con qué facilidades y ventajas personales cuentan por razón de su cargo? ¿Dónde ponen el límite entre lo que es su función pública y su vida particular? Un verdadero ejercicio del poder democrático no desconoce los instrumentos legales para forzar el cumplimiento de las leyes, pero se cuida celosamente de sus propias responsabilidades, quizá más primarias que las del ciudadano ordinario. Poco habremos avanzado si la amenaza del poder fiscal no es más que un atávico impulso de convertir a nuestra sociedad en el patio de un colegio de severas monjas, chivatos incluidos, situación de la que creíamos haber salido hace unos años.

Juan Zurdo Ruiz-Ayúcar es asesor fiscal.

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