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Homenaje a Cataluña

Yo no sé si se ha reparado suficientemente en el gravísimo daño que puede haberse inferido a la democracia española con el asunto de Banca Catalana y sus consecuencias para con el presidente de la Generalitat. Y la duda surge a la vista de la aparente indiferencia en que ha caído la cuestión -al menos en Madrid- en tan sólo unos días. Y, sin embargo, difícilmente podría haberse planteado conflicto más preocupante y de consecuencias potencialmente más peligrosas. Tanto, que hoy no se sabría decir qué puede ser peor: que el presidente catalán sea culpable o que no lo sea. En cualquiera de los dos casos, el resultado será, con toda probabilidad, el mismo: se habrá reabierto el problema catalán, habrán reaparecido, con mayor o menor intensidad, el distanciamiento y las tensiones entre Cataluña y Madrid. Lo grave está precisamente en que eso vaya a ocurrir justamente cuando el problema catalán parecía estar ya, después de más de un siglo de duración, definitivamente resuelto. Estaríamos ante una verdadera prueba de fuego para la nueva democracia española, porque está por ver si el nuevo sistema español, ya sometido al desgaste del problema vasco, puede soportar la tensión adicional de una segunda confrontación regional.Quede, por tanto, claro que probablemente estamos ante un conflicto que puede derivar en un hecho de verdadera trascendencia histórica: la reaparición del problema catalán en la política española. Nadie puede saber todavía si el presidente Pujol es o no culpable. Lo que, en cambio, es posible afirmar, y debe hacerse con toda rotundidad, es que Cataluña no lo es. Y añadir más: que a Cataluña no se le ha hecho justicia a lo largo de los años de la transición española. Creo que la argumentación que sigue exige aquí alguna aclaración. Por lo menos tres: primera, que quien esto escribe es decididamente antinacionalista; segunda, que, como historiador, no comparto casi ninguna de las tesis históricas de los nacionalismos catalán y vasco; tercera, que mi idea de España es que España es un Estado unitario y una unidad cultural en el que coexisten tres culturas particulares -vasca, catalana y gallega- y que, por tanto, aun en un régimen de autonomías, el Estado no puede hacer dejación de sus funciones en ninguno de los territorios que lo integran.

Y la aclaración era pertinente precisamente porque son esas razones las que parecen autorizarme a reafirmarme en lo que escribía líneas arriba: que a Cataluña no se le ha hecho justicia a lo largo de la transición. No se ha reconocido el comportamiento modélico que la clase política y la sociedad catalanas han tenido en todos estos años; desde 1975, Cataluña ha optado decidida y unánimemente por una política gradualista de entendimiento y colaboración con Madrid, por la vía de un catalanismo dialogante, plural y abierto, por la afirmación de una voluntad integradora y pactista, tanto más meritoria cuanto que, de seguro, implicaba el silenciamiento responsable y consciente de emociones y aspi-

Pasa a la página 12

Viene de la página 11raciones genuinamente exaltadas y percibidas como irrenunciables. El contraste con lo ocurrido en el País Vasco -o en la propia Cataluña antes de 1936 no puede ser más elocuente.

Eso bastaba para que el asunto de Banca Catalana -y, sobre todo, el caso del presidente Pujol- se hubiera llevado de otra manera, de forma que no se hubiera agraviado a la conciencia misma de la catalanidad, que es lo que ha sucedido por más que se pretenda creer otra cosa. Y los que nos movemos en los medios culturales e intelectuales aún tendríamos que decir más. Nuestra deuda con Cataluña es, en ese terreno, impagable. Fuese lo que fuese la cultura catalana antes de 1936 -Unamuno escribió en alguna ocasión que Barcelona le recordaba a Alcorcón, pero con una plaza algo más grande, y probablemente había mucho de provincianismo en la Barcelona y en la Cataluña de preguerra, y sin duda que lo sigue habiendo-, lo cierto es que desde 1939, y hasta entrados ya los años setenta, Cataluña ha sido la vanguardia de la modernización de la cultura en España. Asusta pensar lo que habría sido de este país sin los escritores, editores, artistas, historiadores, arquitectos, galerías de arte, médicos, urbanistas, economistas, críticos, ensayistas catalanes, sin la Universidad de Barcelona. Lo ocurrido en el campo de mi especialidad es paradigmático: la manera de hacer historia no ha sido ya la niÍsma tras la renovación metodológica y conceptual llevada a cabo por Vicens Vives y sus colaboradores y discípulos catalanes desde la década de 1950.

Una Cataluña así se había hecho acreedora al reconocimiento cordial y efusivo de toda España. Lejos de ello, se ve ahora salpicada por un asunto que amenaza a la respetabilidad de sus instituciones más representativas y que reabre recelos y prejuicios, en el orden cultural, por ejemplo, que parecían ya enterrados. Se diría y se dice que todos los ciudadanos, incluido Jordi Pujol, son iguales ante la ley, y eso no hay nadie que pueda discutirlo (como se dirá que la cuestión está siendo manipulada desde la propia Cataluña, lo que es obvio, pero ése no es el fondo del asunto). Lo que se duda es que lo ocurrido haya sido, como se pretende en la versión oficial, la consecuencia lógica de un proceso judicial independiente. Que exista tal duda, que no existan argumentos convincentes que la disipen es ya grave. Tanto más lo sería que resultara ser cierta esa sospecha que flota en el aire político de todo el país: que además del quehacer obligado de la ley, lo que ha habido es una reacción política intempestiva y airada, fruto del despecho provocado por una derrota electoral.

De ser eso así, al Gobierno González le cabría la insoportable responsabilidad de haber reabierto gratuitamente el problema catalán. Cuando menos, le toca ya tener que aiumir que es el Gobierno cuya gestión ha coincidido con la reaparición de ese problema (además de haber contribuido eficazmente a dinamitar al partido socialista en Cataluña, algo que no tendría demasiada importancia si no fuera cierto, como lo es, que la tarea de vertebrar un Estado de autonomías exige partidos de estructura e implantación en todo el Estado). Todo lo cual ya sería en sí enojosamente torpe. Para Cataluña se trata, además, de una provocación inmerecida e injusta. En fin, nadie quiere que la España política o la fin anciera sea un presidio abierto, bien al contrario. Pero ni Cataluña ni la democracia española están para torpezas o insensateces que se antojan tan formidables e irreparables.

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