La nueva reforma fiscal
Desde que se aprobó la reforma fiscal del primer Gobierno de la UCD, cada año por estas fechas el Gobierno de turno se ha sentido en la necesidad de recordar a los ciudadanos sus deberes fiscales. No era una misión superflua. Los cuarenta años del régimen político anterior borraron lógicamente cualquier vestigio de conciencia fiscal en el español medio, convalidando el viejo aforismo anglosajón no taxation without representation, es decir, que sólo en un sistema democrático y representativo tienen derecho los gobernantes a exigir a los ciudadanos el pago de impuestos.Un principio tan sencillo como éste todavía no ha calado totalmente en nuestra sociedad. En un reciente programa de televisión sobre los impuestos, varios ciudadanos opinaron que la principal finalidad de los tributos era "que los políticos se ganaran la vida", una muestra más de lo alejado que ha llegado a estar el Estado de la vida del ciudadano medio.
Cualesquiera que sean las críticas -muchas de ellas plenamente justificadas- que se efectúen sobre la reforma fiscal de 1977, lo que no puede ponerse en tela de juicio es que ese conjunto de medidas modificó dramáticamente el comportamiento fiscal de los españoles. Fuera por solidaridad o -más probablemente- fuera por el temor a la represión del fraude fiscal, el caso es que, por primera vez en la historia tributaría del país, la recaudación derivada de los impuestos directos (fundamentalmente del impuesto sobre la renta de las personas físicas) superó a la de los indirectos, dando al Estado un carácter beligerante en la redistribución de la renta entre los españoles. En el plano personal, el cambio también fue espectacular; en menos de siete años se pasó de menos de un millón de declaraciones a los seis millones actuales. En fin, el ciudadano asalariado -la inmensa mayoría de los que conservan un puesto de trabajo- cobró conciencia del concepto de la retención, y los salarios anuales netos, con impuestos a cargo de la empresa, pasaron a la historia.
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