El legado de Berlinguer
LA QUE parece irremediable desaparición de Enrico Berlinguer viene a producirse en un momento de anticlímax para el Partido Comunista Italiano (PCI), que ha intentado reformular el principio del compromiso histórico sin haber establecido todavía un punto de recalada suficientemente definido como estrategia de sustitución. Los 12 años de permanencia del impenetrable y personal secretario general han sido los más fructíferos de la historia del PCI en el desarrollo de una vasta operación de aggiornamento, a la par que sus resultados electorales, con un pico del 34% en las legislativas de 1976 y una cota sostenida en torno al 30% desde esa fecha, le han convertido en la formación política comunista más importante de Occidente.En ese tiempo, Enrico Berlinguer no sólo ha sido el padre del nuevo comunismo de rostro italiano, bautizado para la exportación como eurocomunismo, sino que, de acuerdo con esa adaptación del marxismo escasamente leninista a las condiciones de la Europa de fines del siglo XX, ha promovido una gran apertura al mundo de la cultura, junto a una gran preocupación por acercar el partido a otras-fuerzas sociales o políticas, buscando las coincidencias antes que subrayando las incompatibilidades.
Esa marea de conjunciones que Berlinguer quería desencadenar para combatir la crisis, tanto económica como de extenuación política de la Italia de comienzos de los setenta, se planteó abiertamente desde 1973, con el choque del derrocamiento militar del presidente chileno Salvador Allende, y fue concretada en una propuesta de unión nacional, de colaboración con el poder, sobre la base de acuerdos de programa que llevaran al PCI al Gobierno, de siempre dominado por la Democracia Cristiana. Era la política bautizada como del compromiso histórico, que contaba con la figura angular de Aldo Moro en la DC para producir sus frutos, al tiempo que se apoyaba, posteriormente, en ese 34% de sufragios obtenidos en las elecciones de 1976. Pero la negativa de la vieja guardia de la DC a formalizar el pacto más allá de una colaboración externa, contenida en el llamado arco constitucional, bloqueaba las más caras ambiciones de Berlinguer, aunque, como consolación, daba al partido comunista la legitimidad democrática que buscaba.
El asesinato de Moro en 1978 y el resultado de las elecciones de 1979, con el descenso del PCI al 30% de sufragios, obligaban a replantear la estrategia nacional del comunismo italiano. En los años que siguieron hasta la celebración de las últimas legislativas, el año pasado, en las que el PCI quedaba a unas décimas de aquel 30%, se fue definiendo la operación recambio. Ante el convencimiento de que no era posible trabajar con la DC, Berlinguer lanzaba la idea de la colaboración con el partido socialista. La dirección, sumamente personal, del líder comunista permite sólo especular en qué medida había un componente táctico en ese acercamiento que le permitiera retener la idea de una cooperación más vasta hacia su derecha para hacer realidad el gran objetivo del compromiso histórico: una profunda transformación de la sociedad italiana, basada en la colaboración de todas las fuerzas progresistas del país. En cualquier caso, tampoco la apertura hacia un PSI que se hallaba entonces en el convencimiento de que sólo podía ir para arriba, encontraría eco suficiente, repitiéndose el acantonamiento comunista en sus eternos cuarteles de invierno.
A la desaparición de Berlinguer, ese anticlímax se concreta en, al menos, dos tendencias sucesorias. La que encabeza Giorgio Napolitano, que preconiza el entendimiento con la cúpula del partido socialista, cuyo líder es el jefe de Gobierno, Bettino Craxi, no sin admitir antes que son precisas considerables transformaciones en la misma para que ello sea posible; y la de los llamados berlinguerianos, como Chiaromonte, Reichlin y Occhetto, que, dentro de una continuidad, proponen una alternativa de izquierda al poder democristiano, basada en un gran acuerdo de las fuerzas laicas y progresistas, sin excluir al socialismo ni a una parte de la DC. Se trataría, por tanto, de un nuevo aggiornamento de algún tipo de compromiso histórico. Esa facilidad con que los políticos italianos ponen al día lo que parece inmutable y el dinamismo de su aparente inmovilidad es una virtud o un defecto -nada está menos claro en Italia que las caras de lo aparentemente contrapuesto-, que queda reflejado en el hormigueo de propuestas, a menudo sumamente intangibles, del propio PCI.
Si del compromiso histórico queda, aparentemente, tan sólo un tejer y destejer propuestas, siempre renovadas, cabe preguntarse qué suerte ha corrido la gran criatura internacional de Berlinguer, el eurocomunismo, atascado en una vagorosa definición de sus características; en la sucesión española de su gran propugnador Santiago Carrillo, con las conocidas divisiones en el PCE; y en la pronta espantada de Georges Marchais, más próximo a la ortodoxia moscovita que al ecumenismo romano. Si el gran diseño del nuevo comunismo sigue siendo hoy más una propuesta que un consenso de voluntades, no puede decirse lo mismo de uno de sus grandes corolarios: la cristalización de una autonomía en las relaciones con Moscú de los diversos comunismos nacionales. Esa parte del legado de Berlinguer sí que parece plenamente adquirida para el futuro.
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