La restauración
UNA METÁFORA fácil acerca de una gran parte de la oposición a la restauración de Las meninas es la del oscuro miedo que sienten muchas personas en España a que el pasado sea desvelado y aparezca con sus verdaderos colores. Sobre la historia se ha ido depositando una espesa polución de ocultamientos, tergiversaciones, supresiones e interpretaciones, y hay quien teme ver sus obras y sus personajes aparecer como modernos en su época, como vivos y frescos. Docenas de ensayos y teorías acerca de Velázquez, de su visión de la Corte, de su supuesta veladura de misterio y lejanía pueden caer cuando se descubra que pintó el cuadro con luz de día, que el espejo está limpio, que un traje tiene vivos reflejos de plata, que unas miradas no son opacas. Algún titulado ha dicho que un cuadro es la pintura más el tiempo, deslumbrante equívoco que fracasa al equiparar tiempo con mugre, solera con abandono, pátina con destrucción.Hay otras opiniones incluso más infelices, y que pertenecen al psicoanálisis nacional. Está la furia de los que no han sido llamados, consultados, solicitados: una confusión de nuestros días, de nuevos ricos de la democracia, que algunos creen que es el momento de su propia autocracia. Ciertos de entre ellos confunden su capacidad práctica e incluso artística, con una ciencia y una teoría que no tienen por qué poseer. Dentro de este nuevo vicio nacional está la hipercrítica para la persona que ocupa un puesto y se responsabiliza de él. Hace unos años que estamos destruyendo la autoridad por el hecho de ser autoridad, más que por sus actos, o que utilizamos sus actos para esbozar teorías negativas que destruyan la persona. Quizá el tiempo nos cure.
Hay otro componente, que es el del nacionalismo xenofóbico: ha venido un extranjero. Que Estados Unidos tenga a este inglés en el Metropolitan no implica nada: allá ellos si quieren buscar extranjeros... Todavía no ha penetrado suficientemente la idea de que se trata también de una autoridad, y mundial, y que el cuadro a tratar, español, es universal. Más interesante es a nuestro juicio saber por qué el restaurador Brealey, experto en Velázquez, tiene que venir a expensas de una millonaria particular y sin cobrar más que su estancia en Madrid, y no a cargo, de la Administración pública. Por qué Velázquez recibe este tacaño tratamiento cuando tan generoso se muestra el gobierno con pintores; músicos, cineastas, menores.
Hay, debajo de la cuestión, otras inquietudes. Por ejemplo, la de los cientos o miles de cuadros que se van a quedar en la oscuridad después de este acto único y fuera de cualquier política de restauración; por qué los museos están abandonados, y no ya la restauración, sino la conservación, se ha dejado perder; por qué muchos que aparecen como menores están absolutamente sucios, desprotegidos y son semiclandestinos; por qué en el propio Prado no se sabe dónde han ido a parar algunos de sus grandes cuadros, y qué sucede con sus reservas... Preguntas más reales, mucho más concretas y más dependientes de la responsabilidad estatal, presente y pasada.
Se levanta un velo impuro, y se ve un cuadro. Esta es una medida a aplaudir. Al menos en Las meninas han tirado de la manta.
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