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Un olímpico desdén

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La abrupta declaración de los soviéticos anunciando su no participación en los Juegos de Los Angeles ha desencadenado, a nivel internacional, una serie de reacciones que no constituyen precisamente un ejemplo de probidad. El presidente Reagan, por ejemplo, se mostró "profundamente desilusionado", y el mundo ha comprendido su desilusión, ya que, existiendo tantos y tan concretos motivos (digamos la invasión a Granada, la desembozada intervención en El Salvador, el minado de los puertos nicaragüenses, etcétera) para fundamentar la no participación, los soviéticos han preferido invocar la falta de seguridad y el clima hostil, cuidadosamente planificados por el país anfitrión. (El jefe de Policía de Los Ángeles ha exculpado a la URSS del boicoteo y ha llegado a manifestar: "Si yo fuera un experto soviético en seguridad y leyera en la Prensa que la policía de Los Ángeles y el FBI tenían problemas para ponerse de acuerdo, sería el primero en preocuparme".) Quizá los soviéticos le han dado ese carácter para que no pareciera rencor. El alma rusa, que le dicen. Pero el rencor es como la burocracia: no tiene fronteras.Como era previsible, varios Gobiernos occidentales se han apresurado a denunciar el talante antideportivo y antiolímpico de la decisión de Moscú. Ante la resonante ausencia, hasta el Vaticano (en un tic casi profesional) se ha hecho cruces. Reagan ha llegado a decir que a él le gustaría retomar el espíritu olímpico de la antigua Grecia, cuando las guerras se suspendían para asistir a los Juegos. También es posible que algo así le gustara a Nicaragua, claro; pero el discurso pronunciado por Reagan el 9 de mayo, carente por completo de espíritu helénico, debe haber sido el más agresivo de toda la trayectoria presidencial.

En rigor, la idea del boicoteo a Los Ángeles no tuvo su origen en las altas esferas de la URSS, sino en el Parlamento británico; allí, el 8 de noviembre de 1983, un diputado laborista lo reclamó como sanción a la invasión de Granada por tropas norteamericanas. Siempre es lamentable que un país renuncie, por motivos no deportivos, a participar en los Juegos de la Olimpiada, acontecimiento que debería ser una de las pocas ocasiones que le van quedando a la humanidad para que los distintos pueblos confraternicen y compitan lealmente. No obstante, los quejosos de hoy parecen haber olvidado que en los Juegos siempre ha habido intromisiones políticas. Para sólo mencionar algunas, recordemos que en 1924 (París), Alemania fue excluida; que en 1948 (Londres) no concurrieron Alemania, ni Japón, ni la Unión Soviética; que en 1952 (Helsinki), China Popular no compitió porque asistía Taiwan; que en 1956 (Melbourne), España, Holanda y Suiza no concurrieron en protesta por la invasión soviética de Hungría; que en 1968 (México), los Juegos estuvieron precedidos por la masacre de Tlatelolco, pero sólo los atletas negros (no así los blancos) norteamericanos asumieron una actitud concreta de repudio; que en 1972 (Munich) fue la intervención del comando palestino que causó ocho muertes; que en 1976 (Montreal), con motivo de la actuación en Nueva Zelanda de un equipo surafricano de rugby, 25 países de África se borraron de la competencia.

Sin embargo, el primer boicoteo realmente masivo (58 países) fue el desencadenado por Estados Unidos, en 1980, como protesta por la ocupación soviética de Afganistán. Estados Unidos, que no había considerado oportuno boicotear los Juegos de Berlín en 1936, pese a que se llevaron a cabo en plena euforia nazi, ni renunció a los de México, pese a la matanza del 3 de octubre de 1968, se mostró, en cambio, extraordinariamente sensible con el problema de Afganistán. La verdad es que este país sigue ocupado por los soviéticos. Qué mal, ¿verdad? No obstante, la minúscula Granada sigue ocupada por los norteamericanos, y si alguien piensa inadvertida y temerariamente que esa acción fue un abuso, debe ser porque no está suficientemente empapado de democracia. Nicaragua es asediada con verdadero sadismo, y el Departamento de Estado desprecia (olímpicamente, ya que en eso estamos) los esfuer zos del grupo de Contadora, de la Internacional Socialista y de todos cuantos tratan de llevar el conflicto a la mesa de negociaciones. Qué bien, ¿verdad? Estados Unidos, o la impunidad. La CIA se disculpa ante los congresistas norteamericanos no exactamente por haber minado los puertos nicaragüenses, sino por haberlo ocultado a sus señorías. Nicaragua,en cambio, no merece disculpas. Reagan decretó que ese país es comunista, y no hay apelación. Nicaragua no sabía que era comunista, y Reagan tuvo la gentileza de revelárselo. Al presidente no se le escapa nada.

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De todos modos, la mayor sanción que la actitud de la URSS representa para Estados Unidos tiene escasa, relación con el tan mentado espíritu olímpico. Al día siguiente de anunciarse la no asistencia de los soviéticos, las acciones de la American Broadcasting Company (ABC), que tiene los derechos exclusivos de la transmisión televisiva, sufrieron un importante descenso, y desde ya se estima que la ausencia de los países socialistas ha de representar una pérdida de 500 millones de dólares. Y eso sí que duele.

Es cierto que en el ancho mundo ha dejado virtualmente de existir un sentido estrictamente olímpico del deporte. Además de los visibles condicionantes ideologicos, es obvio que existen cuantiosos intereses que corren al compás de los atletas y hasta los superan en reflejos. Estimulantes de todo tipo (desde drogas hasta dinero) desvirtúan desde hace años el carácter amateur de las competencias deportivas. La frontera entre el profesional y el aficionado es cada vez más tenue. Transgresiones que años atrás eran duramente castigadas hoy son moneda corriente y también moneda extraordinaria. ¿Será todo ello el resultado de un olímpico desdén hacia lo olímpico? Después de todo, la víctima propiciatoria es, por lo común, el atleta. Ensalzado como un mito cuando establece nuevas e increíbles marcas, más tarde, cuando Gobiernos y/o burocracias deportivas y/o empresas bien montadas le extraen hasta el penúltimo aliento, tras haber usado ese descomunal esfuerzo en beneficio de su propia imagen, el deportista es abandonado a la buena (y más frecuentemente, a la mala) de Dios. Varios lustros después, no es improbable que aparezca un periodista inquieto y hurgador que lo coloque por última vez en los titulares para narrar pormenorizadamente la patética historia de sus frustraciones, lesiones y miserias. Y nadie podrá adivinar en aquel rostro ajado, en aquella venerable calvicie, en aquellos hombros vencidos, al triunfador que hizo vibrar a estadios desbordantes y colmó con creces el pretexto chovinista de quienes planifican el dividendo propio a partir del músculo ajeno.

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