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Sobre la esperanza

Puesto sobre el pavés por la crisis del mundo moderno, reactualizado más tarde por dos resonantes libros, el de un filósofo marxista, Ernst Bloch (Dans Prinzip Hoffnung, 1955-1959), y el de un teólogo cristiano, Jürgen Moltmann (Theologie der Hoffnung, 1964), el tema de la esperanza ha sido objeto de más o menos directa atención entre pensadores españoles todavía jóvenes: Muguerza, Gómez Caffarena, Ignacio Sotelo, Quintanilla, Sádaba, Subirats. Pienso, pues, que en estas prosas testamentarias no será impertinente una breve reflexión acerca de él.La esperanza -la más o menos firme confianza en que el futuro permitirá que sea real algo o mucho de lo que esperamos- es un ingrediente esencial de la vida humana. Vivir humanamente es, entre otras cosas, esperar; más precisamente, tener que esperar. Si no fuese así, el suicidio se constituiría a en regla. ¿Por qué, si no, los más lúcidamente desesperanzados -un Leopardi, un Goafried Benn, un Sartre- no se suicidaron? (Quede intacto el delicado problema de la esperanza de los suicidas.) Pero esta vital necesidad de la esperanza, ¿como se realiza en la concreta existencia del hombre? La respuesta exige distinguir metódicamente dos metas en la actividad de esperar: una intramundana (el esperar en este mundo y de este mundo) y otra transmundana (el esperar más allá del mundo; por tanto, más allá de la muerte).

Individualmente, todos esperamos en este mundo y de este mundo; hasta cuando más negro se nos presenta el futuro inmediato. "La esperanza es lo último que se pierde", dice -con sabiduría esta vez- nuestro pueblo; y así lo demuestra la experiencia de quienes, como la doctora Kübler-Ross, han explorado metódicamente la conducta de los enfermos en trance de muerte próxima. Sea cualquiera su personal actitud ante el problema de la existencia allende la muerte, ¿qué esperan en este mundo y de este mundo esos enfermos? ¿Qué esperan los más desesperados entre los que así se llaman a sí mismos? Esperan, por lo menos, seguir viviendo, porque el querer seguir viviendo pertenece esencialmente al humano vivir; esperan, en consecuencia, lo poco o lo mucho que ese seguir viviendo en el mundo pueda traerles.

Cuenta Ortega haber recibido de Paul Morand su biografía de Maupassant con esta dedicatoria: "Ahí va la vida de un hombre que no esperaba". Y Ortega se pregunta: "¿Es posible, literal y humanamente posible, un humano vivir que no sea un esperar. ¿No es la función primaria y más esencial de la vida la expectativa, y su más visceral órgano la esperanza?". Cierto: vivir es, entre otras cosas, tener que esperar. Aunque este esperar lleve inexorablemente en su seno la tácita pregunta por lo que será de uno -"¿qué va a ser de mí?"- en ese seguir viviendo que espera. O bien, en términos más radicales: aunque no pueda haber esperanza sin angustia.

Mi ya remota, casi juvenil, reflexión acerca de la esperanza tuvo como punto de partida una revisión del penetrante análisis de la pregunta, del hecho de preguntar, con que comienza el Sein und Zeit de Heidegger. Vivir filosóficamente es vivir conscientemente el hecho básico e ineludible de que vivir humanamente, ser hombre, es tener que preguntar. Todo humano avance hacia el futuro supone y exige la pregunta, aunque no lo viva así el que hacia su futuro se mueve. "El preguntar es la forma suprema del saber", "la pregunta es la devoción del pensamiento", dirá el filósofo español en años ulteriores. (Sin la menor pretensión filosófica, como simple y evasivo juego de ingenio eso venía a pensar , decenios antes, el abad benedictino Dom Guépin. "¿En qué consiste para usted la bienaventuranza eterna?", le preguntaron. "La bienaventuranza eterna... Dulces objeciones al Ser supremo", respondió, muy consciente de que objetar no es tanto negar como preguntar.) Ahora bien: puesto que la muerte es el irrebasable horizonte de la existencia humana, y puesto que el morir pone ante nosotros la posibilidad de la aniquilación -en términos heideggerianos: la posible nada de nuestras posibilidades de ser-, toda pregunta y, por consiguiente, todo lúcido enfrentamiento con el futuro, llevan inexorablemente consigo la angustia, porque ella es el sentimiento Correspondiente al hecho de existir ante la posibilidad de la nada. Existir auténticamente es existir en la angustia, aunque el aturdimiento de la vida cotidiana pueda tantas veces ocultárnoslo.

A mi modo de ver, todo esto es tan verdadero como incompleto. Es cierto: toda pregunta lleva implícitamente en su seno un %qué va a ser de mí?", y en el nervio de todo %qué va a ser de mí?" late la posibilidad de "no ser". Pero también es cierto que a la estructura de la pregunta pertenece -de otro modo no preguntaríamos y no nos preguntaríamos nada- cierta confianza en que tendrán respuesta, alguna respuesta, las preguntas que seriamente hacemos; o bien, en términos existenciales: que, siquiera sea parcial y provisionalmente, será satisfecha la indigencia vital que nos mueve a preguntar. Lo cual cobra especial patencia cuando la pregunta se la hace uno a sí mismo y la respuesta no puede ser otra cosa que un mínimo o un egregio acto de creación. Cuando es plenariamente humano el movimiento del hombre hacia el futuro, ese movimiento es a la vez expectación y creación, escribía yo hace 30 años. Y así tuvo que verlo, más allá de toda angustiosidad, si se me permite el vocablo, el Heidegger ulterior a Sein und Zeit. "La angustia del osado", dirá, "no tolera que se la contraponga a la alegría o al gozo apacible de un vivir afanoso y sosegado. Más allá de tales contraposiciones late una secreta alianza entre esa angustia y la serenidad y la dulzura del anhelo creador". Por esto Zubiri, dando un sentido formalmente metafísico y genéricamente humano al cristiano inquietum est cor meum de San Agustín, preferirá hablar de inquietud a hablar de angustia.

Todo lo cual quiere decir que

Pasa, a la página 12

Sobre la esperanza

Viene de la página 11en el avance del hombre hacia el futuro hay, a la vez, esencialmente fundidas entre sí, angustia y esperanza; por consiguiente, que no puede haber esperanza sin angustia, ni angustia sin esperanza; en definitiva, que en la realidad del hombre se funden unitariamente el "poder ser para la nada" y el "poder ser para el ser". Radical y filosóficamente expresada, tal es la situación de quien, al margen de toda filosofial se propone hacer algo con la incierta confianza de que eso que se propone le saldrá bien. (Entre paréntesis: ¿de dónde salen las cosas que salen bien o que salen mal?)

Pienso que esto es pura realidad, no cavilación artificiosa. A esto, en consecuencia, deberían atenerse todos cuantos reflexionan acerca de la vida del hombre, cualquiera que sea la particular actividad que de ella consideren, y a esto he procurado atenerme yo en mis modestas empresas intelectuales. Repetiré lo dicho: vivir humanamente es tener que esperar en el mundo y del mundo, y hacerlo con un estado de ánimo en cuya entraña se funden con variable predominio, según los casos, la esperanza y la angustia; la esperanza y el temor, en términos más psicológicos y más tradicionales. Esperando el avión en que ha de llegar su hijo, la madre espera (en actitud de simple espera) que el avión efectivamente llegue, y, espera (con más o menos consciente esperanza) que tendrá sentido real, que no será- ilusión vana el gozo de encontrase de nuevo con él. Doble confianza en la realidad de uno mismo y del mundo, nunca exenta de temor y de angustia ante la posibilidad de qué no llegue a acontecer eso que se aguarda y se espera. Pero el esperar en el mundo y del mundo no atañe sólo a la existencia individual del hombre; concierne también a su existencia colectiva, y por tanto, a la esencial condición histórica de su realidad. Y concierne del mismo dúplice modo, porque. ante el futuro de la humanidad no se puede no esperar, incluso en los momentos de más sombrío pesimismo histórico, y no puede esperarse sin cierto temor y -ahora en un sentido no estrictamente personal, sino cósmico- sin cierta angustia, hasta cuando más rosado parece mostrarse el porvenir de la humanidad. Sin esa esperanza todas las fábricas y todas las oficinas se paralizarían (lo cual, bromearán algunos, tal vez no fuese del todo malo); sin este temor, el planeta sería una inmensa Jauja (10 cual, añadirán otros, acaso fuera demasiado aburrido). Ante el creciente arsenal atómico, la crisis social permanente y la progresiva polución de la naturaleza hoy parece predominar el temor al futuro. Ayer, el ayer de las diversas fases del mundo moderno, fue la esperanza lo que prevalecía. Hable en representación de todos los optimistas de la historia Alexander Tille, autor del libro Darwin und Nietzsche (1895): "Hagamos una cultura higiénica, y ante nosotros, el Edén". Bonito lema para anunciar un establecimiento de saunas eróticas.

Con el vario temor que su esperanza lleve dentro de sí, el Edén es, en efecto, lo que revolucionaria o evolutivamente esperan del mundo los auténticos progresistas, la meta a que, para ellos, conduce el progreso; meta a la cual se llegará, piensan, mediante un tenaz ejercicio colectivo de la razón y el trabajo. Fe y esperanza ilimitadas en la razón humana, si rectamente se la ejercita. Salvo en los pocos doctrinarios del irracionalismo -el irracionalismo, herejía de la modernidad-, tal ha sido el dogma básico del hombre occidental, desde Galileo y Descartes hasta los últimos años del siglo XIX.

La radicalización del problema de la esperanza de cada hombre pone ante los ojos la inexorable realidad de la muerte personal, bien para angustiarse ante ella, bien para vivir "sin que la muerte al ojo estorbo sea", según el animoso endecasílabo de Francisco de Aldana. Tanto más la pone la consideración reflexiva de la esperanza histórica, porque sólo después de la muerte del esperante puede llegar -si llega- el cumplimiento de lo. que él históricamente espere. ¿Me tolerará el lector que pensemos juntos otro día acerca de la que antes llamé esperanza transmundana y ahora debemos llamar, más cautamente, esperanza transmortal?

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