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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Ante todo, imparcialidad

Una prueba de que el progreso de la especie humana puede afectar también a la especie humana española es el creciente desinterés con el que se debaten cuestiones indecorosas, como ¿qué es España?, ¿dónde se habla mejor el castellano? o ¿necesitan los andaluces comer tanto como los norteños? Un prototipo de estos debates, en los que jamás debe intervenir quien pretenda conservar su propia estimación, ha recaído en el último siglo sobre el asunto taurino y, aunque también aquí la vesania parece remitir, parece también conveniente, por si rebrota, que se oiga la voz de la imparcialidad.Nada más imparcial que la ignorancia. Habiendo asistido sólo a tres corridas de toros en mi vida y no habiendo entendido absolutamente nada sobre el funcionamiento de esa caza computerizada y con arma blanca, puedo asegurar que, en comparación con el arte del toreo, soy un experto en aminoácidos. Es más: en esas tres ocasiones no logré hacer coincidir nunca mi apreciación del fenómeno con la realidad, de forma tal que siempre que creía que el maestro lo estaba haciendo de olé, el maestro era abroncado por mastuerzo, y viceversa. Queda, pues, probada, sobre mi ignorancia, mi incapacidad y, en consecuencia, la imparcialidad de mis impresiones, dejando aparte el atroz aburrimiento que el festejo genera y al que, únicamente por la sensación de frío que produce, supera el agónico tedio que provoca el patinaje artístico sobre hielo.

Por lo pronto, los edificios destinados a estos menesteres de la tauromaquia pertenecen a unos estilos arquitectónicos que sugieren de inmediato esa estética del tapetito de punto y del florero de bronce con rosas de trapo encima del televisor. No hay hierba, igual que en los campos de Tercera División. El árbitro del espectáculo se sitúa entre el público, como a la altura del primer anfiteatro, lo que no deja de ser una innovación inteligente. La música, ejecutada por un reducido grupo de metal y percusión, suele ser de lo más bonito, cuando se oye. El comportamiento de los aficionados no difiere en esencia del comportamiento de otras forofadas. Las mujeres, bien (como siempre), y normalmente sin peineta (como en el boxeo). Las únicas lenguas que se hablan en los tendidos son japonés, inglés y argentino. Al ser redondo el ruedo, no, hay que sortear quién elige campo. Con el desfile de los diestros, sus cuadrillas, las comparsas y los caballos, todos ellos hechos unos figurines, irremediablemente la fiesta empieza a recordar a la ópera.

Luego todo se complica, porque es igual que si, a los cinco minutos del primer tiempo, el balón empezase a sangrar., A pesar de la repugnancia por todo otro animal que despiertan los ancestros, el ignorante, suponiendo por lo que ve que la bestia sufre, se pone de parte de la res hasta que la rematan a puntillazos, salvo que a la res se le ponga el santo de cara y enganche a uno de los figurines, o a un caballo, con lo que la solidaridad humana, o la equina, determina un brusco e incomodísimo cambio de equipo. A todo esto, se comprende que ningún hombre se viste de esa manera ni arriesga el pellejo por amor al arte de Cúchares, y, naturalmente, la cosa pierde ese altruismo, bobote pero locuelo, de los que suben a las montañas por donde no se debe.

La repetición por seis veces (cuando no por ocho) de la matanza en una sola tarde acaba por igualar a esta mileniaria costumbre con la tres veces secular afición a ese complejo vitamínico de las artes que se llama ópera, invención que se sustenta en la tautología. No cabe duda de que la persistencia en la morbosidad dota al individuo de unas riquezas emocionales que el canto individual, el teatro, la música y la muerte instantánea en el matadero municipal, por separado, no son susceptibles de proporcionar. Siempre en la lírica de un análisis imparcial, es evidente que en ambas tramoyas la puesta en escena exige la fastuosidad, elemento muy fácil de transformarse en ramplonería, con la cual los malos tragos (le la muerte y del drama resultan menos verosímiles y, por tanto, más digeribles.

La objetividad, cuando es producto de la ignorancia y de la impasibilidad, permite reconocer cuánto pierde de excitación vital una juventud como la actual, tan poco adicta a la barrera y a la platea, no obstante los denodados esfuerzos de nuestras autoridades culturales por popularizar esos dos asientos melodramáticos. Los placeres sofisticados no están hechos para las masas, pero da lástima que se vaya extinguiendo el culto por la incongruencia y que llegue el día en que nuestros hijos crean que la mezzosoprano era el banderillero. Mientras cada tarde de sol y claveles el reglamento no obligue a que le partan la femoral a tres diestros, mientras Plácido Domingo no se ponga de audición obligatoria en las escuelas, la verdad es que la única perversión que en el invento de las artes ha logrado el hombre sigue siendo la ópera china.

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