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FERIA DE SAN ISIDRO

¿Qué les harán?

JOAQUÍN VIDAL Salen los toros dormidos o tullidos. Cuando hay figuras en el cartel, hechos bicarbonato salen. Qué les harán. Nadie afirma que les droguen, ni que les apaleen, ni que les estrujen sus atributos, como el que escurre el trapo de fregar. Lo que se afirma es que algo han de hacerles, aparte la consabida barrabasada del afeitado, para que salgan tan derrengados. Los de ayer, parecía que les había atropellado el tren.

El público sé pregunta qué tecla toca, a todo esto, la autoridad competente; qué hace para defender los derechos de quienes pagan la entrada y acuden a la plaza con la esperanza de ver el espectáculo que se les ha anunciado. No basta que el presidente devuelva toros al corral, como hizo José Luis del Río, a quien la afición agradece esta actitud, por cierto. No es función única del presidente sufrir en el palco todas las tensiones del mundo, aguantar broncas e insultos, como tampoco tienen los espectadores por qué verse obligados a gritar y correr riesgo de infarto, para que el festejo se desarrolle de acuerdo con lo que prescribe el regalmento taurino.

La vigilancia de la corrida por parte de los agentes de la autoridad debe producirse antes de que suene el clarín, desde que la desembarcan, hasta que salen los toros por chiqueros y les prenden la divisa. Si además la ciencia investiga y hace análisis de laboratorio, mejor; así sabremos de qué química está hecha la sangre brava. Y si se demostrara que de la decrepitud de las reses son culpables los ganaderos, por incompetencia, por mezquindad o por engaño, que se les denuncie e inhabilite.

Pero el público sospecha que no es por ahí. El público sospecha que hay fraude y, para el fraude, una banda que maneja los entrebastidores del espectáculo, con todos los siniestros recursos propios del delito organizado.

Los sucesos de ayer en Las Ventas constituyeron una provocación que pudo ocasionar un serio conflicto de orden público. Todo lo que salía por chiqueros estaba dormido o tullido. Los tres primeros toros parecían colgados, .en el sentido exacto que la jerga pasota da al cuelgue. No tenían ninguna de las reacciones características del toro de lidia, y ni si quiera las tenían propias del organismo vivo, entero y con reflejos. A esos toros les daba igual puya zo que derechazo, y lo mismo podrían haberles corrido a tortas, pues ni se inmutaban.

Los tres restantes eran absolutamente inválidos; y los tres sobreros, más inválidos aún. Boqueaban como si les diera un pasmo, y se ponían a morir. El berrendo que apareció en quinto lugar (sumados sobreros, octavo) se pegaba tremendas costaladas, y sonaba al caer como saco de patatas tirado desde un segundo piso. Sólo el sexto aguantó medio vivo, quizá porque atesoraba casta verdadera, e incluso bravura, que exhibió recargando en varas y arrancándose con alegría en banderillas; o quizá porque no lo tocaron.

El Soro le hizo a ese toro -un ejemplar cornalón tremendamente -astifino- la faena que gusta en Valencia, y el tercio de banderillas al estilo valenciano hizo también. Merced a este alboroto, remendó un poco los negros agujeros de la fiesta. Porque la gente, a aquellas alturas de la anochecida (la corrida duró cerca de tres horas) estaba en ese inquietante equilibrio inestable que igual puede producir juerga general o la quema de la plaza. Y como el histrionismo de El Soro le pareció divertido, optó por la primera postura.

Manzanares hacía el ridículo cuando se tumbaba, fuera de cacho, para pegar malos derechazos con el pico a la basura que abrió plaza. El sobrero lidiado en cuarto lugar tenía otra viveza. Aunque daba destartalado el tranco, se le advertía manejable, y un torero con decisión seguramente le habría hecho faena. Manzanares, en cambio, lo llevó en procesión por la plaza, pegando pases inconexos. La procesión recorrió el siguiente itinerario: unas bendiciones con hisopo en el tercio del tendido 10, disciplinas con la izquierda en el 1, vigoroso flamear de franela en los medios del 2, parada con saeta en el tercio del 3, letanías de derechazos en el 4 y en el 5; y en el 6, holocausto fulminante de la fiera, mediante infernal bajonazo, hemorragia horrísona y oficio de tinieblas a cargo del coro.

El Soro en su otro inválido y Yiyo en los dos suyos, salmodiaban los dos pases de siempre y la plaza toda era un inmenso bostezo. Habia en el tendido quienes juraban que, ni de balde, volverían a los toros nunca jamás.

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