Cuatro ciudades
Cuatro capitales en seis semanas: Buenos Aires, Managua, La Habana y México. Ninguna de ellas era un estreno para mí: en Managua sólo había estado una vez, pero en Buenos Aires y La Habana viví varios años, y a México voy con bastante frecuencia. Sin embargo, el cotejo de las cuatro ciudades me sirve para confirmar algunos tímidos pronósticos que años atrás se mezclaban con mis propias dudas, y también para reconocer ciertos rasgos en los que antes no había reparado. Ante cuatro ciudades tan distintas (en densidad demográfica, en paisaje urbano, en organización de vida), ¿dónde queda la tan proclamada unidad latinoamericana? ¿O tal vez la diversidad se basa en el rasgo más original de esa unidad, que es su mestizaje: de tradiciones, de influencias, de inmigraciones, de razas?Para México, DF, por ejemplo, el problema de la masificación es mucho más grave que para Buenos Aires, cuyo crecimiento no ha seguido el ritmo enloquecido de la metrópoli mexicana. "La masificación para las naciones pobres", ha escrito Fernando Benítez en La ciudad de México, "constituye un drama, una de las mayores catástrofes que registra el siglo XX, quizá superior en su costo de sufrimientos humanos, a las dos guerras mundiales ( ... ). Millones de millones padecen hambre y enfermedades, viven su infierno, en una época de bestial irracionalidad, cuando la mitad del dinero destinado a las armas podría remediar tantos desequilibrios y desigualdades".
Ni en La Habana, con sus 3 millones, ni en Managua, con sus 800.000 habitantes, se puede hablar de masificación. Nicaragua es todavía demasiado pobre como para que la capital, diezmada por seísmos y Somozas, pueda significar un foco de atracción para una población vocacionalmente campesina. La Habana, en cambio, constituyó desde siempre una tentación para los provincianos. Antes de la Revolución estaban allí, no las únicas, pero sí las mejores y más remunerativas posibilidades para estudiar y ejercer las profesiones liberales, para adquirir un aceptable nivel cultural y, sobre todo, para hacer dinero. El hecho de que La Habana fuera, en más de un sentido, el garito y el prostíbulo de la cercana Miami, alentaba una serie de oficios degenerativos que se transformaban en humillantes pero reales medios de vida. La zafra azucarera era fuente de recursos para pocos meses; en el resto del año, se dependía de la propina y la limosna del turista norteamericano que concurría a los grandes hoteles, donde el alto precio de la habitación incluía la exuberante mulata previamente elegida en el pertinente muestrario. Al espantar ideológicamente a los vicepresidentes de directorio, a los ejecutivos de cana al aire, a las ex puritanas que venían a abortar, la Revolución acaba con aquella enajenación colectiva. En los años que siguen se planifica, y se lleva a cabo, una descentralización de la industria, la enseñanza y la cultura nacionales, con todas sus consecuencias aledañas, y ello genera un estímulo real para que el provinciano permanezca en sus lares, y aun para que el capitalino se traslade a provincias. Hoy día, a 25 años del triunfo de la Revolución, el esfuerzo integrador se ve reflejado en resultados tangibles: la atención sanitaria, el nivel universitario, el desarrollo cultural, la actividad industrial y la construcción de viviendas de las provincias compite exitosamente con La Habana, y en algún rubro la supera. Gracias a ese plan, y sobre todo a su puesta en marcha, La Habana es hoy una capital con todas las letras, pero no un monstruo de masificación. Cualquier visitante sabe, y puede fácilmente comprobarlo, que para apreciar las verdaderas y más significativas conquistas sociales de la Revolución hay que recorrer minuciosamente la isla y no quedarse en Tropicana o la Bodeguita del Medio.
También Buenos Aires ha enfrentado el problema de la concentración urbana, pero aunque los resultados parezcan afines, la consecuencia social es harto diferente. Durante la dictadura, los militares argentinos modificaron sustancialmente el código municipal de edificación, con el aparente propósito de mejorar la ciudad. Establecieron, por ejemplo, que la altura de un edificio nuevo no podía ser mayor que el ancho de la calla, lo cual garantizaba sol y luz a todos los apartamentos. Ello redundó de inmediato en una impresionante alza del costo del metro cuadrado. La clase media, que normalmente conseguía, como máxima aspiración, adquirir un apartamento en una zona bien comunicada, se vio así automáticamente desplazada hacia la periferia. De mantenerse el código municipal concebido y aplicado por los militares, Buenos Aires se irá convirtiendo de a poco en una ciudad de elite.
Cuando los mexicanos visitan la capital argentina, se sorprenden de que una c1dad tan extendida y populosa, sea sin embargo tan vivible, tan habitable. A pesar de los índices de contaminación, que no son despreciables, en Buenos Aires puede verse casi a diario el cielo despejado, espectáculo que para el habitante del DF resulta algo inaudito: el smog permanente (ese terrible hongo que suele distinguirse desde el avión cuando éste inicia su descenso) sólo permite un cielo sofocante y gris. Buenos Aires tiene un centro bien definido, en el que confluye toda la actividad bancaria, comercial, burocrática y cultural. Los medios de transporte son particularmente funcionales y eficaces, y el coche propio no constituye, como en México, un instrumento de trabajo (para quien puede adquirirlo) imprescindible. Las distancias urbanas en Ciudad de México son inconmensurables. Un amigo mexicano, separado de su esposa, debe recoger diariamente a sus dos niñas (que viven con su madre en el Norte), llevarlas a un colegio equidistante, traerlas luego a su propia casa (que está en el Sur) y restituirlas más tarde al barrio en que viven. Al cabo de semejante periplo, que en otras ciudades sería un hecho normal, habrá recorrido nada menos que 100 kilómetros.
Debido probablemente a esa difícil comunicación, el chilango (o sea, el mexicano del DF) tiende, siempre que puede, a recluirse en su hogar. Esta tendencia es tanto más notable cuanto mejor sea la posición económica del sujeto. Las grandes y altas bardas (cercos de piedra) que protegen las casas de los pudientes tienen (según me explicó hace años un mexicano) una doble función: la primera, consciente, deliberada (que el mundo exterior no se inmiscuya ni curiosee en ese ámbi-
Pasa a la página 12
Cuatro ciudades
Viene de la página 11
to privado), y la segunda, no confesada pero real (que el mundo exterior, con todos sus problemas, sus miserias y su acusación implícita, no esté a la vista).
Las contradicciones en Ciudad de México son seguramente más visibles que en cualquier otra capital latinoamericana. Por una parte, existe ahí un sentimiento antinorteamericano constantemente refrendado y estimulado por los políticos, buena parte de la Prensa y (salvo alguna excepción) los intelectuales. El despojo sufrido por México en un pasado que parece anteayer no es fácil de olvidar. Sin embargo (y aquí la contradicción), México debe ser la ciudad más influida por los hábitos y modelos del vecino norteño, y en este aspecto cumplen un papel determinante los canales privados de televisión, que constantemente proponen (y no sólo en la publicidad comercial) unas pautas de consumo que de algún modo entran en conflicto con las raíces de la cultura mexicana y, sobre todo, con la aguda crisis económica que vive el país.
Un importante rasgo mexicano es que el 50% de la población tiene menos de 29 años, y esto se advierte en todas partes: en la calle, en los actos públicos, en el cine, en las actividades culturales. Son los jóvenes quienes constituyen el más estimulante rostro de la ciudad. Y aquí hay que señalar algo que seguramente está en las motivaciones de esa presencia: la cultura es muy barata en México. Los libros de texto, a nivel de primaria, son gratuitos; los centros culturales, abundantes y eficaces. Si por un lado existe Perisur (gran conglomerado comercial, de construcción funcional, donde están presentes los grandes almacenes y las más refinadas boutiques) como un monumento al dinero, por otro está el nuevo edificio de la Cineteca, igualmente funcional y confortable, que (con sus cuatro salas de exhibición y su biblioteca pública especializada) es un monumento a la cultura cinematográfica.
El mexicano del DF tiene un modo muy particular de expresarse. Creo que no hay otro latinoamericano que emplee tantas afirmaciones para decir que no. La ambigüedad es casi un rasgo nacional. Es difícil para el no mexicano habituarse a ese estilo, y casi siempre queda fuera del juego cuando la gente de pueblo disfruta con su ejercicio del albur, algo -así como un lenguaje cifrado (casi siempre con un trasfondo sexual), cuya característica más singular es que no tiene un código fijo sino que es constantemente enriquecido y reinventado. Todo ello se inscribe en una singular creatividad del mexicano (en especial el de las capas económicamente menos favorecidas), en la espontánea metaforización de lo cotidiano. Siempre recuerdo que, hace algunos años, un chófer de Bellas Artes esperaba junto a mí que un alto funcionario de ese organismo llegara por fin para que almorzáramos juntos, y ya se estaba haciendo tarde. Entonces aquel hombre de pueblo me dijo, sonriendo: "¿No tiene ganas de mover el bigote?". Lamentablemente, ese estupendo sinónimo de comer no figura en ningún diccionario.
Buenos Aires, Managua, La Habana, Ciudad de México. Cuatro escalas en la América nuestra. Pese a sus claras diferencias, tienen un denominador común: la presencia de Estados Unidos. En Buenos Aires, ahorcando al Gobierno de Alfonsín, a través del Fondo Monetario Internacional; en Managua, agrediendo al Gobierno revolucionario con la colocación de minas en puertos nicaragüenses y armando a los contrarrevolucionarios y ex guardias de Somoza; en La Habana, bloqueando, amenazando, obligando a que la economía cubana invierta en la defensa recursos que podrían mejorar considerablemente el nivel de vida; en México, presionando económicamente al Gobierno (todo el producto petrolero del país no alcanza para pagar los intereses de la deuda externa) para que abandone su digna actitud en relación con América Central. En las cuatro ciudades hay carencias, dificultades, frustraciones, pero también, aun que en distintos grados, hay una clara conciencia de formar parte de América la pobre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.