La reforma del funcionario Moscoso
LA RUPTURA de las negociaciones secretas entre los grupos parlamentarios del PSOE y de Coalición Popular sobre la ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública ha dejado a la intemperie el primitivo proyecto del Gobierno, enviado al Congreso en noviembre de 1983. Tal vez el desarrollo de los debates de la Cámara baja permita averiguar con exactitud cuáles fueron los acuerdos inicialmente suscritos por ambos grupos y las razones de su posterior pelea. No es fácil adivinar, sin embargo, los perfeccionamientos que el alicorto proyecto del Gobierno hubiera recibido de esas frustradas negociaciones.El programa electoral del PSOE concedió una enorme trascendencia a la reforma de la Administración, que incluía una ley de bases de la función pública, el diseño de la nueva organización territorial del Estado de las autonomías y una política de gobierno para el régimen local. La importancia del objetivo justificó que una sección entera, de las cinco que formaban el programa, estuviera dedicada a ese proyecto. El Estado como instrumento del cambio social, la transformación de la Administración para ponerla al servicio de los ciudadanos, la democratización plena de las administraciones públicas y la eficiente gestión de sus servicios constituían las líneas maestras de esa propuesta para conseguir la modernización de los aparatos estatales.
El intervencionismo de la Administración en la vida social y la cuantiosa proporción de los recursos asignados al sector público han convertido al Estado en el principal agente de la vida económica de nuestro país. Resultaría lógico, en consecuencia, que los llamamientos dirigidos por el Gobierno a la sociedad para conseguir altos niveles de eficiencia, competitividad y racionalidad comenzasen, aunque sólo fuese por la cortesía de dar ejemplo, dentro de su propia casa, entre otras cosas porque la salida o el alivio de la crisis económica depende en buena medida de la capacidad operativa del principal patrono, fabricante y comprador del país, que no es otro que el propio Estado. La misma reflexión puede formularse acerca de las justificadas exhortaciones gubernamentales para que la sociedad española modere su consumo, a fin de ajustarlo a las posibilidades reales de nuestras capacidades productivas. Porque resultaría paradójico que los ciudadanos se apretasen el cinturón mientras los gastos corrientes de las administraciones públicas continuaran siendo despilfarrados -fenómeno característico de los países del Tercer Mundo- por gobernantes y funcionarios, como si el dinero público fuera de distinta naturaleza al que las empresas y los particulares utilizan en sus intercambios.
En este ambiente, el proyecto de ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública expresa el profundo desaliento y el resignado sentimiento de fracaso que animan su texto. Aunque el Gobierno cree que "el horizonte de todo cambio en la legislación funcionarial ha de venir establecido por las Bases del Régimen Estatutario de los Funcionarios Públicos", misteriosas circunstancias han impedido al ejecutivo enviar a las Cortes el proyecto de ley correspondiente. En su defecto, diputados y senadores son invitados a discutir "siquiera parcialmente" la reforma del régimen funcionarial, que hacen imprescindible "la construcción del Estado de las autonomías% por una parte, y "la propia obsolescencia" de normas dictadas hace cerca de 20 años, por otra. Casi sarcásticamente la exposición de motivos del proyecto señala que esos preceptos tienen "necesariamente carácter provisional hasta que se desarrolle en su integridad el mandato constitucional". El Gobierno se propone llevar a cabo "sin tardanza" la elaboración de la definitiva ley de Bases de Régimen de Funcionarios de todas las Administraciones Públicas. Desgraciadamente, no resulta fácil creer esa promesa cuando las medidas urgentes tardaron casi un año en llegar al Congreso, cuando no hay noticia de que el Ministerio de la Presidencia haya siquiera bosquejado ese nuevo diseño y cuando no se fija el plazo para el envío a las Cámaras del proyecto en cuestión.
El desarrollo de los debates parlamentarios permitirá comprobar la coherencia reformista del Gobierno y de su grupo parlamentario en el campo de la función pública. Parece conveniente recordar la hipoteca que significa para nuestra vida pública -desde el anterior régimen- la fluida intercomunicación, con caminos de ida y de regreso, entre los funcionarios del Estado (en especial los pertenecientes a los altos cuerpos) y la clase política. A diferencia de Cataluña y del País Vasco, donde los representantes de la sociedad proceden mayoritariamente de esa misma sociedad representada, los partidos integrados en Coalición Popular, y en menor medida el PSOE, han reclutado para sus estados mayores funcionarios de la Administración que mantienen una doble lealtad -casi irremediable- al mandato de los ciudadanos y a los intereses de sus propios cuerpos. Se diría, así, que muchos diputados y senadores representan menos a sus electores que a sus compañeros de escalafón, con la consecuencia de que la dirección del Estado no sea ocupada por la sociedad, sino por una burocracia que -al menos teóricamente- debería limitarse a instrumentar la política del Gobierno, deudora, a su vez, del mandato de los votantes. La derrota de UCD escenificó ya el espectáculo de esos políticos ex-funcionarios súbitamente transformados en funcionarios ex-políticos que volvían al seno materno de los cuerpos de la Administración y protestaban por recibir como burócratas las órdenes que antes daban como ministros o subsecretarios.
Así que mientras el presidente y el vicepresidente del actual Gobierno son políticos que proceden de la sociedad, otros departamentos ministeriales han sido confiados a esos híbridos de políticos y funcionarios a quienes aguarda, tras su estancia en el poder, el puerto seguro de sus escalafones administrativos. Los dos máximos responsables del Ministerio de la Presidencia, por ejemplo, pertenecen a cuerpos de funcionarios (Javier Moscoso es fiscal y letrado del Ministerio de Justicia, y Francisco Ramos pertenece al rampante Cuerpo de Técnicos de la Administración Civil) respecto a cuyos intereses, de forma más o menos consciente, difícilmente pueden ser ajenos sus integrantes. Nadie podría entender algunos estrafalarios nombramientos de embajadores del Gobierno socialista sin saber que el ministro del ramo pertenece también a la carrera.
Pese a la euforia del programa electoral del PSOE, con su insistencia en la reforma de las administraciones públicas, el año y medio transcurrido de gobierno socialista no ha dado a luz más que el modesto ratón de los controles de horario de los funcionarios modestos y el demorado envío a las Cortes de esas medidas urgentes que tratan inútilmente de ocupar el espacio de la ley de Bases del Régimen Estatutario de los Funcionarios de las Administraciones Públicas. La reforma de la Administración llega, si llega, una vez más, tarde y mal. Y a menos que el Gobierno, casi mediada ya la actual legislatura, se tomase en serio el cumplimiento de su programa electoral, hay razones para temer que no llegue nunca. El siglo XXI puede sorprender a España con una Administración plenamente identificada con las corruptelas, los privilegios y las ineficiencias de una burocracia pública que marcha cada día más a la deriva y se enquista en posociones de prvilegio y poder absolutamente miserables.
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