Una curiosa manera de competir
La URSS practica la ley del Talión con EE UU, y con su decisión de no participar en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles repara el agravio sufrido hace cuatro años. Algunas voces anacrónicas, todavía comprometidas con el humanismo biempensante del siglo XIX, se rasgan las vestiduras, denuncian la inevitable fractura del ideal olímpico y condenan la intromisión de la política y las razones de la estrategia global en lo que consideran el recinto sagrado de las competiciones deportivas. Sin embargo, todos sabemos que esta decisión tomada por sorpresa tiene su lógica.El boicoteo ruso de estos días es tan válido -o ilegítimo- como el de cuatro años atrás, cuando una Administración norteamericana pusilánime, la de Carter, echaba mano del recurso cobarde de no asistir a Moscú como una manera de solventar a medias su incapacidad para contener el poderío estratégico de su adversario principal en otros campos de la política internacional.
La cuestión de fondo en este caso no es ésta. Condenar la decisión soviética por atentatoria contra el espíritu de ras olimpiadas es tan inconsistente como afirmar que en política no caben los insultos, como se dijo en las recientes elecciones autonómicas en Cataluña, o que en los debates se ha de respetar el turno para el uso de la palabra. No se es mejor político por demostrar habilidad con los eufemismos ni se es correcto por tener buenos modales. La decisión de los soviéticos de no asistir a la cita de Los Ángeles es lícita, aunque sea paradójica. Se invocan razones protocolarias y formales, y para resolverlas se reúne a un expediente semejante al zapato de Jruschov en la Asamblealde la ONU. Las razones invocadas y los juicios críticos que éstas suscitan suenan a patraña, igual que ese "espíritu de los Juegos Olímpicos", tan hollywoodiano.
¿Quién piensa que en tiempos de los antiguos, griegos las competiciones en honor de Zeus que se celebraban periódicamente en Olimpia estaban despojadas de contenidos políticos? Mucho antes de que el mundo quedara fraccionado en esferas de influencia y mercados, las ciudades griegas reconocian en sus lides deportivas medios para ganar prestigio en detrimento de sus adversarios, y ya entonces, aunque no se discutía acerca e las marcas de la indumentaria de los atletas -pues competían desnudos-, ni se daban concesiones a empresas multinacionales para cronometrar los tiempos, ni se elegían horribles mascotas, se manipulaban los resultados, había exclusiones y toda suerte de arbitrariedades, porque ya entonces los Juegos eran una escena a la que se concurría para brillar.
La, situación planteada por, la decisión de la URSS no cuestiona la continuidad del espíritu olímpico, sino que desvela la hipocresía de éste. Las ofimpiadas siempre han sido políticas, desde el mismo momento en que el desempeño en las competiciones se entendía tácitamente como un indicio del grado de salud de una nación y del régimen que la gobernaba. La suma de las medallas ganadas era un certificado sanitario, un signo que nos permitía establecer el grado de organización, civilización o desarrollo alcanzado por un país, y una muestra de la capacidad de trabajo, disciplina y moral de su pueblo. Cualquiera de estos valores, por falaces que parezcan, es capitalizable políticamente, como lo es en general toda actividad en la que participen las grandes masas.
Si hoy día no se compite en las olimpiadas en honor de un dios simplemente porque ese dios no existe, entonces ¿por qué se compite? Puesto que la competición está fuera de duda, porque para eso se concurre a los Juegos, su razón tiene que encontrarse en un dominio que no es el de la contienda en sí, o sea, que debe localizarse necesariamente en un objetivo extradeportivo.
Sería fácil declarar que el lugar de Zeus lo ocupa hoy la trama de intereses económicos que actúa detrás de la organización
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