Ni más educación, ni más desarrollo
La educación y el desarrollo económico. son dos vacas sagradas que, desde 1949, caminan enganchadas como animales de tiro del llamado progreso. Fue el presidente Truman quien bendijo su unión económicamente, asignándoles presupuestos comunes en el punto cuarto de su programa. El tema de este escrito no es tanto cada una de estas dos bestias individualmente como su yugo sagrado. Con frecuencia he pensado que su unión está más protegida por la inmunidad que los dos animales que une.A lo largo de los años, el significado de los dos términos haido cambiando, pero este cambio ha sido más profundo en el significado de su unión. Hace 40 años, educación significaba escolarización. La palabra evocaba aulas, aprendices con monos, estudiantes universitarios sentados a la sombra de las palmeras, lectores en todos los hogares. Cuando Kennedy llegó a la Casa Blanca se aumentaron los fondos; el orden del día lo formaban ahora aspectos de administración, diseño de programas de estudio, materiales audiovisuales, la radio y la ya cercana televisión por satélite. Durante los frustrantes años setenta los presupuestos ya no podían seguir aumentando; fue la esperanza la que experimentó un cierto cambio. Todas las esperanzas estaban puestas en la concienciación y en los ordenadores. A lo largo de todo este período la educación prometía un pueblo culto y productivo, y en realidad se limitó a repartir títulos.
El desarrollo económico experimentó una metamorfosis paralela. Al principio significaba suelos de cemento, manos limpias, electricidad, condones y espirales, cooperativas y urnas, que serían el resultado lógico de las fábricas, la reforma agrícola y la construcción de viviendas. En la primera mitad de su vida, la zanahoria fue la promesa de salarios para todos. Luego subió el precio del petróleo, llegó la contaminación, las tasas bancarias subieron, y cada vez se podía comprar menos con los salarios. Como resultado de la mayor dependencia del dinero, grandes grupos de población pudieron conocer, el sabor de la pobreza modernizada. El desarrollo económico había cambiado tanto el medio ambiente que los pobres habían perdido gran parte de sus posibilidades de sobrevivir por sus propios esfuerzos. Generalmente, los hombres fueron los primeros en perder sus posibilidades tradicionales y, sin empleo, vinieron a sumarse a la carga de las mujeres. Para apoyar la legitimidad del desarrollo económico durante la segunda mitad de su vida, la retórica se centró ahora en las sucursales locales, la producción a pequeña escala, la autodependencia, todo ello sobre un fondo de promesas de microprocesadores, ingeniería biológica y los efectos de hongo de unas fábricas monstruosas de capital intensivo.
Con la edad, las vacas sagradas perdieron su imagen, pero no su prestigio; siguen estando bien alimentadas. Los ojos azules siguen adorándolas. Los cínicos siguen invocándolas en sus discursos electorales. La casta de los profesionales, que han florecido en su honor, está principalmente dedicada a una investigación que puede emplearse como porra para golpear a todos los que menosprecian a los bueyes sagrados.
Señales ámbar, señales rojas
La pareja educación-desarrollo (ED), como términos, lleva junta desde hace más de cuatro décadas, pero a medida que fue envejeciendo, más discrepantes resultaban las acepciones que cubrían. Consecuentemente, resalta más difícil hablar de ellas en la actualidad. Para algunos de nosotros las dos palabras encienden una señal ámbar: sentimos el deseo irrefrenable de frenar. Para otros, la señal es roja. Lo que tengo que decir no va dirigido a quienes la ven verde; son ellos el tema de mi estudio.
Para quienes la señal es ámbar, el objetivo sigue siendo el desarrollo de la ED. Sin embargo, han aprendido, a través de años de frustración, que no hay que esperar el paraíso. Saben que tendrán que cambiar no sólo el sentido, sino también los métodos y las premisas. Una buena docena de indicadores están en ámbar: costes excesivos, abandono de los estudios, una mayor polarización social, una menor calidad y valor de un conocimiento posicional y unos productos de consumo cada vez más caros, una burocracia en rápida expansión, violencia corporal y mental, una neta transmisión de privilegio y una carga de signos extremos específicos de las clases. Cada una de estas palabras indica una categoría de mal queconocemos. Cuando a mediados de los cincuenta hablaban del desarrollo educativo, mis mejores colegas no eran mínimamente conscientes de estas cuestiones.
Para mi, quienes frenan hoy en la carrera de la ED buscan un cambio social que fomente un aprendizaje más informal y ofrezca más oportunidades para actividades no económicas orientadas a la subsistencia. Como resultado de las señales ámbar, la educación, copio objetivo, va acompañada de la búsqueda de oportunidades de aprendizaje no programadas. El crecimiento económico, como objetivo, va acompañado de actividades que disminuyan la necesidad de productos de consumo. El aprendizaje con la enseñanza y la satisfacción sin la producción y consumo se presentan como el resguardo deseable para la ED.
Asocio la educación con una especie de clase de natación, en la que se les enseña a los alumnos a mantenerse a flote en una marea siempre creciente de bits, en una corriente que hace ya mucho que les ha sacado del terreno de los significados personales. A medida que se enseña a los alumnos a manejar, con cada vez más destreza, el aluvión de información, se va limando hasta su deseo de recibir instrucción en un sistema con sentido. De manera similar, en el terreno del desarrollo y del crecimiento económico, asocio la contraproductividad: la capacidad frustrante de las instituciones para alejar a sus clientes, especialmente la mayoría de los menos privilegiados, precisamente del objetivo para el que fue creada la institución. Consecuentemente, veo la educación como la amenaza más directa a aquellas condiciones en las cuales se puede dar un aprendizaje significativo y veo el crecimiento económico como el reto más directo a los terrenos comunales y a las costumbres en las que se basa la subsistencia tradicional.
Los análisis de la señal ámbar y roja resultan, pues, complementarios. Con la señal ámbar se encienden los signos externos; la señal roja indica un prejuicio metódico que nos impulsa a una continua comparación del objetivo declarado de una institución y sus efectos, directamente contrarios a sus propósitos. Con la señal ámbar, las instituciones educativas son una fuente de desigualdad, de privilegio, de impuestos negativos y de ruptura del espacio urbano. Con la luz roja, la educación amenaza de forma directa el aprendizaje no formal legitimando la eliminación de las oportunidades de aprendizaje que ofrece el entorno y haciendo que los alumnos dependan de una información programada. Con la luz ámbar, el tráfico genera smog, accidentes, ruido y privilegio; con la luz roja, el crecimiento y la aceleración del tráfico se ven, esencialmente, como una forma de reducir el acceso mutuo.
La pérdida de la inocencia
En cada década cambió la perspectiva con que se contemplaba la complementariedad ED. Al comienzo, la retórica era política e idealista. Se hablaba del desarrollo como la construcción de un mundo adecuado para los graduados escolares democráticos o socialistas. En los años cincuenta ya se veía de forma diferente la relación recíproca de los dos espacios. Ahora se perseguía la coordinación del interior y del exterior para lograr el llamado progreso socioeconómico. Por primera vez se discutieron las compensaciones entre la inversión en material y en capital humano. Dicho de una forma un tanto cruda, había que dar a la gente las cualificaciones que les convertirían en valores de producción. La fuerza de trabajo se consideraba un recurso humano. La inversión educativa en capital humano, junto con las fábricas, las materias primas y el crédito, se reconocía como factor importante del crecimiento económico.
En los años setenta volvieron a cambiar el sentimiento y las formas de interpretación gracias a la ecología y a los microprocesadores, que menciono como símbolos. Por un lado, se entendía que, con una diferencia muy pequeña, el medio ambiente podría empleárse como mina o como basurero. Por otro lado, resultaba que la educación había aumentado las necesidades a un ritmo mayor que la productividad. La educación había contribuido a impulsar las demandas políticamente formuladas mucho más allá de lo que podía soportar el entorno, y todo ello, en un período en el que el microprocesador empezaba a reemplazar a la gente en el proceso de producción. Excepto en el caso de una minoría científica y profesional, la importancia de la educación está ahora más en convertir a la gente en consumidores disciplinados que en trabajadores productivos.
En estos dos pasos, la unión de la ED perdió su inocencia. La educación, como cualificación de los recursos humanos, es una empresa mediante la cual se disciplina a la gente para realizar competentemente un trabajo que sigue sin tener sentido para ellos. Más recientemente, la educación, como adiestramiento para el consumo en la industria de servicios, en el empleo de ordenadores y en el consumo de productos, es una empresa que enseña a la gente a contentarse con una vida sin sentido fuera de su trabajo. En ambos casos, la educación es un medio para convertir a la gente en apéndices del crecimiento económico. Pero este crecimiento económico no se va a producir, y si se produce será de una naturaleza enteramente limbólica. Para que sobreviva la palabra desarro
Ni más educación, ni más desarrollo
llo tiene actualmente que adquirir un nuevo significado. Hasta ahora ha significado más productos y más servicios profesionales. Estos dos tipos de crecimiento han llegado a su asíntota, no tanto porque sus signos externos son ya intolerables, sino porque se han vuelto contraproducentes. En este momento, el desarrollo sólo puede significar un cambio del crecimiento a un estado estable. Sin embargo, lo que vaya a significar estado estable depende totalmente de la forma en que interpretemos el presente.Podemos seguir manteniendo la ilusión de que nuestras premisas más básicas sobre la naturaleza humana y la sociedad son, en cierta forma, naturales, es decir, sin saberlo, todas las culturas las comparten con nosotros. Si lo hacemos, seguiremos asumiendo que todas las culturas, en cierta forma, ofrecen educación para sus jóvenes y que en todas partes la gente vive de recursos escasos. Según esta hipótesis, tanto la educación como la dependencia de productos de consumo han formado siempre parte de la condición del hombre y no tiene sentido trascenderlas.
Si seguimos siendo prisioneros de este esquema mental, la creación de una sociedad en estado estable exigirá una intensidad sin precedentes de educación y administración. Sólo un grado hasta ahora no imaginado de producción juiciosa, de esfuerzo en el consumo y de control mutuo hará posible la supervivencia. Sólo la enseñanza a lo largo de toda la vida, enmarcada en el entorno, puede posiblemente ofrecer tanta educación. La relectura de Skinner podría servirnos de preparación para este escenario de una dictadura ecopedagógica.
La subespecie del 'homo transportandus'
Pero no hay por qué seguir este camino. Ahora que el trabajo, la educación, el progreso, el transporte y el crecimiento han perdido su atractivo es el momento oportuno para descubrir públicamente los orígenes históricos de nuestras ideas. Tomemos la idea de escasez. La mayoría de las personas que viven actualmente han adquirido esta idea durante esta generación. Tomemos como ejemplo el transporte. Una gran parte de la población actual nació auto-móviles. Sólo tenían los pies para desplazarse de un lado a otro. La cultura definía sus límites de movimiento, pero dentro de estos límites tenían un acceso casi ilimitado a todas las personas de su entorno. Ir de un lado a otro no dependía, la mayor parte de las veces, de un recurso que escaseaba, que unos no podían obtener, aunque otros sí lo obtuvieran. Nuestra situación es totalmente diferente. Hemos creado un mundo en el que nos tienen que mover, en el que tenemos que consumir kilómetros como pasajeros. Y estos kilómetros son siempre escasos; competimos entre nosotros por una plaza en un transporte. Pertenecemos a la subespecie humana del homo transportandus. De igual forma, pertenecemos a la subespecie del homo educandus. Hubo una época en que, en todas partes, casi todo lo que necesitaba la gente para sus vidas diarias lo aprendían porque tenía sentido para ellos y les resultaba útil. Actualmente nos están enseñando constantemente lo que tiene sentido desde una perspectiva que no es todavía la nuestra, y nos enseñan cosas que, según nos dicen, serán un día útiles. Y únicamente nos enseñan aquello que podemos pagar, o que la sociedad, Por su riqueza, se puede permitir darnos. La educación, como consecuencia de la enseñanza, se convierte siempre en un artículo de consumo, en un servicio y, como tal, escaso.
A la luz de estos dos ejemplos podemos entender por qué es tan fácil emparejar la educación con el crecimiento económico; ambas empresas se basan en la idea de la escasez y ambas tienden a propagar la idea, experiencia y organización de la escasez.
Educación y desarrollo son dos empresas de construcción social. Cada una de ellas crea un nuevo tipo de espacio, que rellena más tarde. La educación crea el vacío psíquico interior que tiene que ser equipado, pero luego monopoliza la producción de sus escasos enseres. El desarrollo redefine el mundo exterior como el medio ambiente, término que se emplea en la actualidad para designar el contenedor de escasos recursos en que vivimos. Juntos, la educación y el desarrollo constituyen el catalizador que los sintetiza en esa realidad llena de productos de consumo en la cual pensamos y nos movemos.
Así, pues, la ED actúa como una profecía sobre el hombre que, por su propia naturaleza, tiende a cumplirse. Crean el sujeto, al que dotan de sus medios: el homo economicus. En ambos casos influyen sobre el medio ambiente. Creando un vacío interior, la educación priva a las costumbres de sentido y convierte al hombre en un homo educandus; para aprender necesita que le eduquen. La lengua materna enseñada devalúa el habla y el sentido vernáculos. El crecimiento industrial actúa de forma semejante. Conceptual y simbólicamente, transforma los terrenos comunales en un recurso para la extracción, producción y circulación de productos de consumo, destruyendo el entorno e imposibilitando los métodos de subsistencia tradicionales propios de su cultura. Los horarios y las distancias creadas por las autopistas le convierten en homo transportandus: en un bípedo inmóvil si no va sobre ruedas. El homo educandus y el homo transportandus no son seres ficticios; espero, no obstante, que no representen una mutación irreversible de nuestra especie.
Ciertos sectores comparten mi esperanza. Pero para la mayoría de mis colegas, esta esperanza no existe. No pueden ver más allá de la nariz de su profesión. Su preocupación actual se centra en una cuestión: cómo educar con menos dinero para una sociedad que requiere operadores mucho más cualificados de lo que creían hace una década. A pesar de que quieran ahora que sea más flexible, el homo economicus representa para ellos una mutación irreversible. Ésta es la causa por la que la transición del crecimiento positivo al crecimiento cero exige un nuevo tipo de cogestión, que he denominado ecopedagogía.
Tal como dije al comienzo, me interesa la ecopedagogía por dos razones: primero, porque la racionalidad industrial alcanza su punto más alto en la denominada cogestión posindustrial de los dos espacios y, segundo, porque mediante los intentos de cogestión se puede fácilmente denunciar a ambos espacios como recientes construcciones sociales que podrían pronto estar en decadencia.
Tanto el vacío interior que pide enseres educativos y el entorno escaso que hay que convertir, suavemente y con paso regular, en valores económicos constituyen dos ilusiones políticas homogéneas. Los dos espacios resultan coherentes con una fantasía ética que Louis Dumont denomina homo economicus, y que ha ido engordando entre Mandeville y Marx. Y lo que es más, ambas asumen que este nuevo ser vive en un entorno mundial por el que circulan la información y la energía, una ilusión que les permitió a nuestros barbudos antecesores reducir el lenguaje a comunicación, la costumbre al trabajo y el género al sexo. La ED es, sobre todo, un poderoso motor para crear escasez, divulgar la idea de escasez, intensificar su sentido y legitimizar instituciones levantadas en torno a esta idea. Exponer públicamente la historia de la escasez es mi tarea actual. Porque si la sensación de escasez frustrante que define nuestra cultura tiene un comienzo en la historia, también puede tener un final.
es autor, entre otros libros, de Némesis médica y La sociedad desescolarizada.
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