Después de la mordaza
Escribo estas notas en un vuelo de Eastern que me lleva de Buenos Aires a Panamá. Han sido dos semanas tan conmovidas por el reencuentro, tan llenas de acontecimientos y sentimientos, que no he tenido tiempo de aquilatar cuánto han significado para mí. Ahora, en esta soledad climatizada de la clase turista, me atrevo a hacer un borrador de balance. En realidad, se han juntado muchas cosas, quizá demasiadas para alguien que quiere creer que está volviendo a su región.El público rioplatense puede ser muy agresivo y también muy cálido, pero no se le puede tildar de frívolo. En general, es muy consciente de por qué aprueba y por qué rechaza. Creo, sin embargo, que, al menos en lo que personalmente me atañe, la diferencia esencial entre este público y los de otras latitudes es que nos conocemos. Sabemos nuestras respectivas historias e historietas, con todo lo estimulante y lo deprimente que ellas puedan incluir. O sea, que un abrazo aquí, y en este tiempo, no es mera expresión de cordialidad o de afecto: es también, y sobre todo, una conexión con años que fueron muy duros y que a todos nos dejaron huellas profundas, heridas no cicatrizadas.
En sólo 15 días no tengo derecho a emitir un juicio tajante y abarcador. Así que pido disculpas por lo que mi testimonio puede tener de subjetivo. Pero esta vez no tengo otro recurso ni otra alternativa. Por ejemplo: Daniel Viglietti y yo hemos estructurado (y así lo presentamos en varios países) un recital de poemas y canciones sobre 12 temas que, sin concertación previa, habíamos trabajado individualmente, pero la comunicación que establecimos con las 3.000 personas que colmaron el estadio de Obras Sanitarias (función a beneficio de los rehenes y demás presos políticos de Uruguay, en la que también participó el conjunto argentino Zupay) es imposible de lograr fuera del ámbito rioplatense. Aquí el público recibe la acepción completa de cada referencia, de cada entrelínea, de cada fecha, de cada metáfora.
Ellos y nosotros sabemos perfectamente de qué se trata, y esa concertación no sólo toma forma de aplausos, yo diría que sobre todo es palpable en los silencios. Un compacto silencio de 3.000 personas puede ser mucho más impresionante que un aplauso cerrado y previsible. Daniel (que hacía más de 10 años que no venía a Buenos Aires) y yo (que hacía más de ocho) nos pasamos desatando nuestros respectivos nudos de garganta. Y allí nadie podía sentirse ni remotamente vedette. Pocas veces hemos tenido, como en esta oportunidad, la impresión de estar todos, espectadores, cantante y poeta, en un mismo nivel.
Tras la función, vino a saludarnos la abuela de Anatole y Victoria. Sobre esos niños uruguayos, desaparecidos en Buenos Aires junto con sus padres en septiembre de 1976 y reencontrados tres años más tarde en la plaza O'Higgins de Valparaíso, hace algún tiempo que escribí un poema. El actor Julio Calcagno ya me lo había narrado pór carta y ahora la abuela me amplió la anécdota. Un espectáculo que Calcagno presentaba en una sala montevideana, incluía precisamente ese texto. Cierta noche, al concluir el poema, un niño que estaba en la platea se levantó espontáneamente de su asiento, corrió hasta el escenario y se abrazó a las piernas del actor. El público quedó conmovido, pero desconcertado, por lo menos hasta que la abuela se puso de pie e informó que ese niño era Anatole. En Buenos Aires la abuela me completó el relato, agregando que, a mitad del poema, el niño había dicho asombrado: "Abuela, están hablando de mí". ¿Como no erizarme?
Y está la gente que viene de Montevideo, por 24, por 48 horas, y me transmite *Su atmósfera de optimismo, de confianza. Tenemos que contamos todo lo que pasó en esos 10 u 11 años, todo eso que (llevando la prudencia a un nivel casi enfermizo) no nos atrevíamos a mencionar en las cartas y muchos menos a explicar por teléfono. En cada encuentro, en cada conversación, nos proponemos juiciosamente establecer y respetar un orden del día. Ciertas prioridades. Siempre empezábamos con ese buen propósito, pero a los cinco minutos ya se incorporaba el caos, como un convidado que no es precisamente de piedra. Un solo dato basta para convocar decenas de recuerdos, de puestas al día, de aclaraciones, de nostalgias, de irremediables cotejos y, sobre todo, de preguntas. Y cada pregunta cubre la anterior, casi sin aguardar la respuesta, quizá porque todo es una gran interrogante. La realidad se mueve a una velocidad arrolladora. Seregni está libre y se ha convertido en un personaje ineludible, fundamental. Ha salido de la prisión con un prestigio inmenso y ni siquiera los militares pueden ignorar que este notable general al que degradaron es hoy un factor de cambio digno y de estabilización.
No obstante, todo eso que hace tres meses era sencillamente inverosímil, ahora cede paso a datos todavía más asombrosos. El nombre de Raúl Sendic (líder tupamaro que hace 10 años cayó herido y llevaba otros tantos de incomunicación férrea, al igual que los otros ocho rehenes) hoy aparece en los titulares de los periódicos montevideanos y en las declaraciones de los partidos tradicionales, y hasta un ex senador colorado escribe un artículo en el que propugna su libertad. A los rehenes se les ha levantado por fin la incomunicación y ahora están en el penal de libertad. Es curioso que un ingreso en una cárcel pueda ser celebrado como una reivindicación, pero así es.
En la Feria Internacional del Libro aparecen decenas de nuevos títulos, sobre todo de autores argentinos y latinoamericanos. No hay nómina de best-sellers, pero en la computadora que registra las consultas sobre autores va primero Julio Cortázar, cuyo libro póstumo, Salvo el crepúsculo, ha aparecido en la feria, y fue definido por el autor como "discurso del no método, método del no discurso y así vamos".
En este ámbito firmo, durante horas y horas, ejemplares de mis libros, pero el rito no tiene nada que ver con su connotación comercial. La gente trae para la firma no sólo ejemplares flamantes, sino también viejos libros míos, gastados, con los bordes
Pasa a la página 10 Viene de la página 9
casi deshechos, visiblemente deteriorados por la humedad ("Mira, los metí en una bolsa de plástico y los tuve encerrados estos ocho años").
Por lo menos cuatro mujeres, en distintos momentos, cuando me alcanzan el libro sueltan el llanto y no sé qué hacer. Procuro confortarlas con un gesto o una palabra, pero también comprendo que esas lágrimas no guardan una obligada relación con mi literatura, sino más bien con ese ejemplar arrugadito, que acaso fue leído y anotado en sus márgenes por alguna hija o algún nieto que hoy están en el limbo atroz de los desaparecidos. Sólo una quinta mujer, que también empieza a llorar y ve mi gesto de fraterno asombro, alcanza a decirme: "No te preocupes: es de alegría".
No sé qué pasa exactamente en las altas esferas, pero la gente común, esa que llena los teatros y los estadios para escuchar a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, a Mercedes Sosa, Aláedo Zitarrosa o Daniel Viglietti, a Nacha Guevara y Alberto Favero, o que asiste masivamente a lecturas de poemas, a los diálogos con escritores, a las mesas redondas,- viene, entre otras cosas, a reconocerse a si misma. Tras ocho años de mordaza, cuando se le da la oportunidad de preguntar, de dialogar, tiene tantas cosas que decir, tanto que contar a su prójimo de todo lo escondido en el lapso ominoso, que ahora, cuando pide la palabra y se desborda, los adjetivos no le alcanzan para nombrar -sus esperanzas y angustias.
No, es tarea sencilla juntarse, de nuevo con la libertad. El argentino de 1984 casi no alcanza a reconocer su propia voz cuando la oye expresarse sin temor, sin resistencias, sin eufemismo. Quizá por eso la ciudad tiene un rostro de inauguración, una ale.gría de estreno. Los billetes de 100.000 pesos valen tan sólo 10. El consumido consumidor sabe que al país se le cayeron cuatro ceros, y no son ceros a la izquierda. Los billetes nuevos se mezclan con los viejos, y para quien llega de lejos es un gran lío. También los nombres de los que de alguna manera colaboraron con la dictadura se mezclan con los que se mantuvieron firmes y marginados, y para quien llega desde lejos ese es otro gran lío.
Los oportunistas hacen notorios méritos, pero, al igual que los viejos billetes, les sobran cuatro ceros (todos a la derecha) y se les nota. Evidentemente, no es tarea fácil juntarse de nuevo con la libertad. Una libertad que es generosa, pero no amnésica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.