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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Els Joglars y lo insípido

Atravesamos una era insípida. Los alimentos intelectuales -por lo menos en el teatro- han perdido su sabor. Desde que la izquierda se propuso no alarmar y el progresismo no progresar, y los rojos han asumido que su mote es nefasto, aquí falta algo. La derecha nota esa falta; provoca, clava sus banderillas negras en el rebaño manso, trata de excitar: necesita un enemigo y se lo inventa en donde no lo hay, y llama marxistas, rojos o comunistas a los suaves corderos humildes para poder tener alguna razón combativa. Sólo por esta breve ecología política se explica que el Teledeum de Boadella haya producido tanta indignación entre los adictos al clero y hasta en el clero mismo. Teledeum es un espectáculo insípido al que sólo la necesidad de combatir el anticlericalismo puede convertir en anticlerical y la ardorosa lucha contra la irreverencia puede convertir en irreverente. Siempre se ha inventado a tiempo el maniqueo. En el juego de la ecología política este espectáculo asume con entusiasmo las condiciones que le atribuyen; incluso ahora las amplía con una especie de coda en la que los personajes-actores le cuentan al público lo duros que han sido con ellos algunos obispos, algunos teólogos, algunos periódicos y un presidente de Generalitat.Aquí no hay más que una dulce y antigua broma. Broma de colegio de frailes o de monjas, pequeños chistes de curas como los que contaba Pemán a sus amigos, como los que cuentan los mismos curas en las tardes de tute. Teledeum es, como se sabe, la ficción del ensayo de un supuesto tedéum ecuménico para la televisión. Al fingir gestos litúrgicos para lo que sólo es un ensayo (no olvidemos esa escapatoria: sólo un ensayo y no un verdadero acto religioso), monseñores y acólitos aparecen como subordinados a los técnicos y hasta -al final- al bombero de servicio: primera apariencia de burla de un poder al que le llegan voces desde lo alto, invisibles y perentorias, como un más allá nuevo, de sustitución. Dentro de este orden de la ficción del acto religioso -el ensayo- como cobertura frente a la irreverencia, las disputas entre el clero de las distintas religiones cristianas por precedencias o pequeñas diferencias teológicas tienen un sentido menor. La situación es única del principio al fin, y el fin tarda en llegar. Quizá la confesión pública es el momento más desgarrado de la obra, pero también es moderada y medida. No llega, naturalmente, a la ferocidad de un Borowczyk, y en lo dialéctico se queda bastante más acá, de Vade retro!, de Fermín Cabal. Como la situación se agota a pesar de algún empujón o gag de cuando en cuando, casi siempre mas alargado de lo que daría de sí, se recurre a la antiquísima fórmula de las nacionalidades: imitación de acentos y costumbres, disputa de banderas y de himnos y con la bromita interna de la bandera catalana, que dicha por catalanes es también como los chistes de curas contados por curas. Por aquí entra otra parte de lo insípido: todos los clérigos son el mismo clérigo y todos, más o menos, están dentro de la caricatura del católico, que es el que, sin duda, mejor conoce Boadella o el que más puede haberle preocupado; y todos los extranjeros son el mismo extranjero. Quizá esto sea un intento de significación, ecuménica a su vez aunque sea por lo negativo, pero se queda en la superficie. Como naturalmente Boadella es un gran hombre de teatro-espectáculo, probablemente uno de los más importantes de España, hay aquí y allá muy buenos hallazgos teatrales, incluyendo el triple final: el de la aparición del bombero, el de la astuta coda en la que asume con felicidad la condición de anticlerical que le han prodigado los clericales, y el comienzo de la lectura íntegra de la Biblia mientras los espectadores salen, del local. Todo, siempre, un poco más largo, un poco más elástico de lo que conviene a los efectos o coups de théâtre, como se decía en tiempos.

Aparte de la obra en sí, cuya crítica ya hizo en estas páginas Joan de Sagarra (EL PAIS, 6 de enero de 1984), interesa ahora en qué condiciones ha llegado a Madrid después de su accidentada peregrinación por España y hasta con las inteligentes amenazas de bombas en la Sala Olimpia y la prudente presencia de la policía en la puerta, como una parte más del espectáculo y del curioso convenio tácito que surge por encima de todo: el del clericalismo con el anticlericalismo y sus reacciones. Se van el uno al otro maravillosamente, se potencian entre sí, dan la sensación de que ese enfrentamiento que no pasa de la cáscara tiene algún valor en la sociedad, se lo transmiten al público, que todo le parece menos insípido de lo que en realidad es y que a veces se regocija con razón -porque hay escenas, momentos, acciones regocijantes- y otras veces sólo por la contemplación de lo que se le da por audaz, por su convencirniento íntimo de que aquello que está viendo es enormemente atrevido, Dulce broma para tiempos de escepticismo y ayuda mutua para la magnificación de enemistades que en realidad no pasan del consenso.

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