La cartilla
Estamos en una delegación de la Seguridad Social. Tras hacer la correspondiente cola para informarse de cuál es la cola que a uno le corresponde, Miguel, el caballero doblemente feliz, espera su turno ante la ventanilla indicada:-Buenas. Que vengo a inscribir a un niño en la cartilla de su madre.
-Ah, entonces aquí no. Tratándose de una mujer, tiene que ir a la calle de Jacometrezo.
Miguel, que es doblemente feliz porque tiene una esposa a la que quiere y porque con la inestimable colaboración de la misma acaba de convertirse en padre, comete la torpeza de extrañarse:
-¿Y eso?
-Si fuera en la cartilla de usted, inscribiríamos al niño automáticamente. Pero, si es en la de ella, no.
-¿Por qué? -insiste insensatamente Miguel, espoleado quizá por ese estado de enajenación parcial que a veces provoca la dicha.
-Porque entonces es mucho más complicado. Necesita usted un certificado de convivencia.
-Pero eso es absurdo...
-Encima protestando, ¿eh? Pues1as reclamaciones, al señor. de la barba.
Miguel acude diligentemente al señor barbudo, que, como todo el mundo sabe, es el burócrata especializado en Quejosos e Impacientes.
-Pues sí, señor -explica el impávido señor Barba-, tiene usted razón, es discriminatorio y anticonstitucional, pero es una norm a del ministerio. Y, además del certificado de convivencia, tiene usted que hacer una declaración jurada de que renuncia a inscribir al niño en su cartilla y del porqué.
-¡Pero si no hay ningún motivo! Simplemente trabajamos los dos y la madre quiere poner al crío en su cartilla.
-Pues haga usted una declaración jurada explicando que no hay ningún motivo.
Total, que Miguel, el caballero doblemente feliz pero, un poco menos, lleva tres semanas en un desenfreno de impresos, en un mareo de pólizas. Que en el entretanto han de pagar al pediatra por su cuenta. Y que esto no es más que un sainete ejemplar con moraleja, a saber: no sirve una Constitución igualitaria con una Administración tan arbitraria.
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