Memoria de 'El unicornio'
Mi primer encuentro con Manuel Mujica Láinez, empezó de un modo no del todo afortunado. Fue hace 12 ó 13 años; un amigo había quedado con él en su hotel y me avisó que si quería unirme a la entrevista. Acepté y me presenté puntualmente, acompañado, además, por una novia que tenía yo entonces. A la hora de las presentaciones, mi amigo se excusó por mi improvisada incorporación al supuesto tête-à-tête y yo me disculpé por haber incluido también a mi dama en la cada vez menos íntima conferencia. Le oímos murmurar a Mujica: "Vaya, esto ya no es lo mismo...", y la charla empezó con tonos refrigerados. Afortunadamente, la cosa mejoró en seguida y pasamos una tarde muy agradable, charlando siempre en tomo a la obra del maestro Mujica, lo que contribuyó notablemente a dulcificar su humor.Me lo gané cuando le dije que prefería El unicornio a Bomarzo, aun siendo éste uno de los libros que más me ha hecho disfrutar. Se mostró de acuerdo e insistió en que El unicornio era, hasta la fecha, la mejor de sus novelas. Le conté la anécdota que, aparte de su calidad, la hizo para mí inolvidable. Cuando vinieron de madrugada a detenerme a casa de mis padres, a finales de enero de 1969, durante el estado de excepción destinado a reprimir las protestas por el asesinato policial de Enrique Ruano me hallaba a la mitad de la lectura de El unicornio. Las primeras noches en la minúscula celda de la Dirección General de Seguridad -donde seis personas, entre ellas mi desde entonces amigo fraternal José María Mohedano, teníamos que dormir por turnos y espasmos- las recuerdo pobladas de sueños medievales: Ozil de Lusignan, la ambigua y turbadora Melusina; el blanco unicornio galopando sobre un prado rojo como en cierto tapiz del siglo XV... Cuando volví a casa (no diré "cuando recobré la libertad", porque la libertad más importante, la mía, ésa no la perdí ni entonces ni nunca, y la otra, la pública y política, era desconocida en la turbia era franquista) completé en varias noches gozosas la lectura de El unicornio. Y en mis sueños, entonces, había portazos metálicos, y el alba fría de Piranesi en que llegamos a Carabanchel, y los niños-presos del reformatorio cuyo destino infame prometí no olvidar jamás...
Mientras terminábamos la copa -¿me engaña la memoria o Mujica sorbía con distinción un té?-, en la sala del hotel en que refugiábamos nuestra velada penetró la vulgaridad jacarandosa de un guateque nupcial. La pareja -de blanco y de negro, como mandan los cañones, digo los cánones- era muy joven y sus caras reiteraban una misma sonrisa, boba, linda, dichosa. "¡Cómo se parecen!", comenté. "Se diría que son hermanos...". Y Manucho añadió, con suavidad perversa: "¡Ay, que no será verdad!".
Se fueron aquellos novios y aquella novia mía, Franco, los años y ahora Manuel Mujica Láinez se va también, de improvisto, previsiblemente... Queda la memoria del blanco unicornio recortándose contra el cielo en llamas de las cruzadas. Y queda la cárcel.
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