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Reportaje:

En Málaga la procesión va por dentro

Desde hace 225 años, un preso es indultado por la cofradía de El Rico

Esto de la penitencia "menester es padecella por después vivir sin ella", dice el proverbio. Y así pensaba el preso Juan Morilla Román, de 31 años, mientras se quitaba el sudor frío del rostro antes de que se lo cubrieran con la caperuza negra.La tarde del Miércoles Santo era radiante. En una puerta lateral del Gobierno Civil habían levantado la tarima con micrófonos para los discursos, una mesa para la firma de la liberación y espacio suficiente para reunir a las autoridades políticas, militares y eclesiásticas, que ya habían llegado.

Miles de curiosos llenaban las aceras y otros se descolgaban de balcones y ventanas con la expresión de ansiedad. La banda uniformada de gala de la Policía Nacional abría paso a los gastadores, que traían palas y hachas de níquel en la espalda. En un trono de 4.000 kilos, el Cristo llamado El Rico se balanceaba sobre 180 cabezas, congestionadas, de cofrades que pagaron por merecer este honor. Hijas y esposas de policías, con peineta, mantilla y vestidos escotados, mantenían el equilibrio y la sonrisa subidas a unos zapatos de altísimo tacón.

El cofrade Francisco, funcionario de prisiones, tenía a su cargo al preso. Ahora estaban en una pequeña habitación que hay debajo de la escalera del Gobierno Civil. Dijo Francisco: "Juan, tú tranquilo, que no se te salga la nariz por los agujeros para los ojos". Y, ajustándole el cíngulo amarillo sobre la túnica negra, le pidió que se pusiera la caperuza: "¡Vamos, las autoridades están ya en su sitio!".

El preso, cristiano evangelista, movió la cabeza a un lado, y Ana María, su hermosa mujer, de 26 años, retrocedió para verle pasar hacia la tribuna, seguido de dos guardias muy cachondos: "Hale, tío, prepara la mano para llevar el cirio". Hubo un revuelo entre el público cuando le vieron salir. Juan estaba algo aturdido y triste: "Me acuerdo de un guardia civil que se quedó en la cárcel; está condenado a un montón de años y le gastábamos bromas: tú, cabronazo, a ti te sueltan este año, y va y no le sueltan a él, ni a una mujer de 60 años que está allí por homicidio; me da pena por ellos; ahí siguen con las chinches, que te desangran cada noche en el jergón".

Las autoridades se alineaban detrás de los micrófonos: el obispo Buxarrais; el general inspector de la policía, Alcalá Galiano; el gobernador civil y el presidente de la Audiencia; todos estaban tersos, pulcros y mirando al público. La doliente imagen de El Rico aguardaba instrucciones en el cruce con la calle del Císter. El preso fue casi subido en volandas a la tarima y lo dejaron, también de frente a los curiosos, al lado del director de la prisión. El preso Juan se atusaba, mecánicamente, la barba acrílica de la caperuza, sin duda preocupado por evitar que en un descuido se le escaparan las narices por los orificios de los ojos. Y eso debería evitarlo a lo largo de las cinco horas de procesión.

12 jamones y 12 botellas

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Los campanilleros hicieron sonar sus badajos de plata a las ocho en punto. Hubo silencio, relativo, como todos los silencios andaluces, en un acto que mueve a las masas a quedarse quietas durante 225 años de indulto ritual. El director de la cárcel, hombre dulzón, recordaba su protagonismo: "Yo le llamé el viernes pasado a mi despacho. Le pregunté: '¿Quieres ser liberado por El Rico? ¿No te importa siendo evangelista?'. Y él dijo que no, que es cristiano, que no había problemas. Pues nada, El Rico te dará la libertad".

Y ahora ya se la iban a dar, firmada, luego de algún discurso en el que se le recordó el delito de robo por el que Juan fue condenado a cuatro años, dos meses y un día. "Pero aquello fue injusto, yo nunca robé los 12 jamones ni las 12 botellas de whisky".

A los pies de la autoridad reunida en la tarima, fuerza que se veía compacta, la esposa del preso seguía atentamente la ceremonia de su iberación. Firmaron todos, incluido el preso, en el libro de actas. El público aplaudió y nadie sabía, viéndole esgrimir en alto su bolígrafo, si el hombre sería descendido al bullicio o ejecutado extrañamente en aquel patíbulo. "¡Viva el preso!", gritó una mujer. "¡Viva El Rico!", gritaron los cofrades.

El Cristo remontó el vuelo, bamboleante y sensual, entre el fervor místico del pueblo y el ardor físico de las masas. Sonaba el himno nacional y se arrodillaban todos, y entonces El Rico, como accionado desde el cielo, movía su mano y bendecía al recluso. Y más de un hombre lloró.

"¡Me cago en la leche! ¡Viva El Rico, viva!' "¡Que viva siempre!", vociferaron desde las filas de atrás, y el señor obispo se acariciaba su pectoral y el general inspector movía los guantes de piel blanca: "A mí no me ha llegado todavía la petición de medalla de oro al mérito policial que han pedido; todavía no llegó a la junta de seguridad. ¿Que si desfilan demasiadas tropas? Bueno, eso lo tienen que decir los malagueños. Si objetan algo, nos replegaríamos".

Bajaron al preso, le pusieron el cirio encendido en la mano derecha y arrancó a caminar con el cofrade Francisco delante de la imagen.

-¿Cuántos melones ha robado?

-Melones, no; jamones, macho, que no es igual. Doce. Le cayeron por cada tres un año.

-¡Se han pasado, macho!

Los reporteros radiofónicos seguían de cerca al penitente, siempre atusándose el faldón de su blando capirote. Una señora, Lucía Calvo Vega, de Valdepeñas, le gritó: "¡Hijo, por ti he pedido, para que ahora al salir tengas trabajo! ¡Y que conste que tengo un muchacho en paro!" Más allá, cerca de la farmacia del Sagrario, en otra santa calle, dos estudiantes le preguntan "si eres hombre o mujer" porque debajo de la tela todos parecemos igual."¿Hombre? ¿Y qué, salió por enchufe?".

A los gritos renovados de "¡Arriba El Rico! y ¡Viva El rico!", la solemne procesión se adentraba por la alameda, abarrotada de vendedores y público diverso. Los turistas bebían a caño las botellas de cerveza de a litro, como cada cuál. Y los cascos rotos llenaban de vidrio la difícil carrera para penitentes descalzos, con los ojos tapados y con cadenas. Dijo un penitente pobre:, "Es un voto porque me he curado de la circulación, las piernas se me inflaban".

Los niños se acercaban a preguntarle cosas al preso, a pedirle cera caliente (para hacer una bola) y, según casos, a suplicarle que les enseñara el1rostro: "¡Vamos, enséñalo un poco!". Juan no enseñaba. Juan parecía aprender y se volvía a mirar por los orificios de la negra máscara a su mujer, medio camuflada como reportera: "¡Lo que oye una aquí, Dios mío!".

Con ruido, inciensos e imágenes entre Dios y su pueblo, se aproximaba el preso al bar donde Francisco, el cofrade amigo, le llevaría en un descuido a orinar y a echarse un trago. Y mientras esto tan necesario hacía, la familia del preso le buscaba: "Yo soy su padre, no le veo, hemos llegado tarde desde Marbella por culpa del tráfico, ¿dónde está?".

Allá está. Otra vez delante del Cristo. Oyendo a los caballeros del trono que decían "¡Va, va."', cuando el capataz arreaba martillazos a la campana -y gritaba con desesperación:

-¡Pasito grande a la izquierda, jodé! ¡Señores, izquierda! ¡Que me quiten de ahí esos niños con las sillitas!

Los niños retrocedían empujados por las mamás. Miguel Gaspar, preso liberado el año pasado, lloraba abrazando al preso de la cosecha del año: "¡Enhorabuena.' ¡Ánimo!"

La ristra de capirotes morados arrastraba a Juan hacia la calle de Larios, donde el público paga por asiento y palco para ver desfilar al general de la policía, al gobernador civil y al presidente de la Audiencia, escoltados por mozas con peinetas y tacón afilado: "En el fondo, esto es un privilegio", dijo Juan, "un privilegio ir cerca de un general con tanto cirio".

"Hay que aprovechar"

Entre gritos de coca y fanta, gritos de graderío de corrida de toros, el preso vislumbró, al fin, la calle mejor iluminada y más fina de Málaga. Los adolescentes se apretaban en las esquinas y se besaban en los labios. Uno dijo: "Hay que aprovechar, que ésta es la única noche que a ellas les dejan salir hasta las cuatro".

Todo se vivía con magia salvaje, medio pueblo descalzo y oliendo a ajo, y el otro medio con mocasín, jeans de importación y la boca de paté. El brigada caballero legionario Evaristo García, de 34 años, dijo: "Cuando cambiamos la guardia al Cristo de la Buena Muerte logramos tres pasos por segundo".

En el centro de la calle, el preso, con signos de mareo, era guiado por el cofrade: "No creo que esto lo entendiera un preso que no fuera andaluz". Más adelante añadió: "Me chorrea el pelo de sudor".

En la plaza del Carbón, el cofrade Francisco sacó a Juan del desfile y lo metió en la peña Malaguista. Las señoras de rosario de plata en las manos le aplaudieron desde el balcón. "¿Será guapo?", preguntaba una. Gloria, la cantaora, le había dedicado una saeta desde la tribuna de las autoridades. Esta noche a Gloria le pagaban 3.000 duros.

-Bueno, Juan, quítate la caperuza, aquí no te ve nadie -ordenó el cofrade en la trasera del bar de la peña.

-Me rueda todo -balbuceó Juan- ¿Tienes agua para echármela?

A la una de la madrugada, el general Alcalá Galiano le tendió la mano: "Enhorabuena, y que seas buen chico". Juan abrazó a su mujer, que además es prima hermana suya, mientras ambos veían alejarse el trono de El Rico por la curva de la calle de Granada.

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