La metamorfosis
Si damos por bueno el dicho popular de que "a falta de pan buenas son tortas", no hay que extrañarse por la pequeña tormenta periodística montada alrededor del lógico y aséptico, no smoking colocado en el hemiciclo del Congreso de los Diputados. Aparte de que el presidente de la Cámara tiene razón, en él fondo no deja de ser un asunto de relativo interés en relación con la auscultación de los cambios habidos en España desde que los socialistas, hace ya más de 500 días, ocuparon el poder político. Después de todo, hay que intentar saber lo que está pasando no sólo en los niveles estructurales, en trance de modesta y trabajosa modernización, sino también, mucho más abajo, en las pautas de comportamiento social de ese sector de la población que se ha llamado, probablemente de manera incorrecta, clase política. No es, evidentemente, una cuestión cualitativa ni siquiera importante, pero sí puede ser, por un lado, significativa, y por otro, definidora. Como en tantos casos, en el terreno de lo inaprensible la reflexión sobre las conductas nunca deja de tener interés. Y mucho.
El caso es que hubo un tiempo, no tan lejano, en el que España vivía la transición desde una larga dictadura hacia un sistema democrático. Fue aquélla una época compleja y apasionante, confusa y contradictoria. Un tiempo donde casi nadie y casi nada estaba en su sitio. Los políticos hacían parlamentarismo en los medios de comunicación, y muy especialmente en la Prensa. Los periodistas anteponían la política al periodismo, términos indisolublemente unidos. Los sindicatos se movilizaban por las grandes causas ideológicas. La cultura era un hervidero de protesta y de adhesiones partidarias. Los partidos irrumpían y se hacían presentes, más en la calle que en sus sedes, con eslóganes y banderas... Podíamos continuar así casi hasta el infinito para definir la ebullición del tejido social después de un letargo de 40 años. Aquí no hubo claveles, pero sí una peculiaridad: la heterogeneidad, la mescolanza, la ausencia de convencionalismo y de tabiques en las formas; se diluyeron los límites entre los distintos estratos y papeles. Todos juntos -y además revueltos- en el gozoso descubrimiento de la libertad. Un característico ejemplo de todo ello lo constituía el bar de las Cortes, convertido en el variopinto ombligo de la transición: un enjambre de políticos y periodistas, en amor y compaña, indiferenciados incluso en el modo de vestir: las chaquetas de pana, el sincorbatismo, los vaqueros y hasta las blusas que dejaban adivinar la ausencia (¿cómo se llamará ahora, cielos?) del sujetador.Hubo un modo de hacer, de sentir y de escribir la política en la transición. Los tiempos del "¡oye, Adolfo!" u "¡oye, Felipe!", que se escapaban en algunas conferencias de prensa para estupefacción de observadores foráneos, a quienes era difícil explicar que eso no suponía de ninguna forma falta de respeto. Este país realizó en esa etapa una de las empresas más arduas y serias de que tiene noticia la historia contemporánea. Pero lo hizo de manera rupturista en las formas, campechanarnente, distendida. Y con descubrimientos tan importantes como eso que Gregorio Peces-Barba llamó la "amistad cívica", expresión definidora de un clima donde la camaradería amortiguaba e incluso anulaba los enfrentamientos ideológicos. Un clima que hizo posible, ni más ni menos, la primera Constitución española no impuesta por unas fuerzas políticas sobre otras y aceptada por casi todos. El peso específico de los socialistas en la creación de ese singular ambiente no necesita ser resaltado. Libres de cualquier equipaje de convencionalismo s y de adherencias de poder -la mayoría jóvenes universitarios formados al calor de la protesta de 1968, sin lastres formales, antidogmáticos y frescos-, su talante tenía mucho que ver con su concepción dinámica de la política.
Han pasado algunos años, no muchos, y aquellos jóvenes locos montados en sus viejos cacharros se han hecho mayores. Y, sobre todo, están en el poder. No ha habido, por mucho que algunos lo propaguen basándose en datos sectoriales manejados arteramente, transubstanciación. Pero sí una cierta metamorfosis. Se han resucitado las formas y los form alismos. Los socialistas, lo dijeron siempre, querían dignificar el poder, y para eso algunos incluso lo han magnificado. Otros han sustituido la pana por bien cortados trajes de sastres de moda o por modelos de "la arruga es bella". Hoy día sería impensable el atuendo de Pilar Brabo que tanto dio que hablar en su momento. El Parlamento español es ahora como todos los Parlamentos del mundo: bar exclusivo para diputados, salas para no fumadores y visitas regladas para colegiales. Es absurdo pensar que eso responde a la voluntad de nadie. Simplemente, las aguas han vuelto a su cauce, y cada mochuelo, a su olivo. La vuelta de las formas es inevitable. Algunos quizá podrían ha ber alimentado la esperanza de que España, que llegó muy tarde a la democracia, podía haberse permitido el lujo de prescindir de ciertos convencionalismos, de seguir reivindicando parcelas de libertad individual en los comportamientos y en las costumbres. Dado que aquí había muchas cosas que no funcionaban -ni funcionan- con la precisión que en otros lugares, y que son bastante más sustanciales (tales como la enseñanza, la Seguridad Social, los servicios públicos, la Administración, la justicia y un largo etcétera), podía pensarse en la compensación -tan modesta, por otra parte- de una mayor libertad de com portamientos. Comportamientos que, por otra parte, sí eran rupturistas. Pero se ha preferido coger el rábano por las hojas. En realidad, no podía ser de otra manera. El poder necesita tanto de la norma como de la forma. De manera que cualquier tipo de nostalgia no tiene sentido. Hubo un tiempo en que se creía, ingenuamente, que podían darse excepciones y que el ejercicio de la política -y del periodismo, entre otras profesiones- podía hacerse lúdicamente. Ya sabemos que no. Ahora somos europeos. Y eso abliga, entre otras cosas, a estar preparados para que la reina de Inglaterra nos invite cual quier tarde a tomar el té. Todos tenemos que estar preparados.
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