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Los límites de la 'secularización' política

Yo nunca dudé en desear la más formal, trivial e inorgánica de las democracias posibles; en defender con pasión sólo aquello que fuese resultado de una convención; en sostener que el moralismo, sin ironía, podía acabar en cinismo legados ya a lo que Kierkegaard llamaba el "estadio ético" (el estadio de la normalización o institucionalización), pensaba que eran precisamente las actitudes éticas las que tenían que dejar paso a las políticas, las pasiones redentoristas a las formas democráticas, y la mítica defensa de un místico bien común a la pragmática y programática mediación de los intereses en conflicto.Esto pensaba al escribir Filosofía y l o política: subrayada de sobra la dimensión ética de la política, convenía ahora apuntar su posible dimensión estética (todo lo que la política tiene de representación en el sentido pictórico o teatral del término: de pacto cómplice entre votantes y oficiantes, de secreta convención entre ambos de que se trata de una ficción) o incluso su dimensión científica (el compromiso, común a demócratas y científicos, de limitar el capricho o las convicciones personales, limitándose al uso de reglas públicamente conocidas y establecidas). ¿O no fue acaso por la publicidad de estas reglas que empezaron ya a luchar y morir los plebeyos del Monte Sacro el año 440 de nuestra era? ¿Y es casualidad que de esta conquista emergiera una religión como la romana, que no podía ya, por ejemplo, ser desinteresado, sino tan sólo cumplir ciertas reglas en la busca y ejercicio del propio interés?

Todo esto creía y me preguntaba, pero ahora creo algo más: pienso que no se trataba de especulaciones más o menos académicas o sofisticadas, sino las asunciones mismas desde las que los ciudadanos de este país votaron y sostienen al Gobierno de la nación. En efecto: a nadie le habrá pasado por alto que estos votantes no se han puesto a pedir cuentas de todos aquellos proyectos electorales que han podido verse limitados por la crisis económica o por la situación geopolítica de España. Dando muestras de una insospechada madurez política luego de tan larga abstinencia, nadie se ha puesto a exigir las reformas ideales, y ni tan siquiera las literales.

Pero al no pedir aquellas reformas ideales, se han cargado de razón para no perdonar el incumplimiento o la laxitud -"las actitudes frívolas e incoherentes" de que ha hablado Alfonso Guerra- en la realización de las posibles. No han reclamado una mítica solución política a todos los problemas y, por lo mismo, están en condiciones de exigir una justa y buena representación de los intereses individuales y colectivos. Es, pues, su mismo posibilismo el que haría a nuestros ciudadanos implacables si vieran que los mecanismos democráticos no son venerados, sino instrumentados: que se pretende transformar aquella representación en una farsa.

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Y las reformas posibles, éstas que nadie podría aceptar que no se lleven a cabo hasta el final, pasan, por ejemplo, por una gestión administrativa racionalizada y no dominada ya por los intereses corporativos de las familias dentro de la propia Administración. ¿Cómo se podría aceptar que en un momento en que mucha gente ve peligrar su puesto de trabajo se crearan alegremente, como en Francia, más de 30.000 puestos de nuevos funcionarios numerarios, o aún, que la falta de control sobre algunos de ellos permitiera que se sigan dando los 30 casos verificados este año por Amnesty International? ¿Y cómo se podría entender que, a la hora de diseñar una ley de cooperación con los países menos desarrollados, los cuatro o cinco departamentos implicados fueran incapaces de empezar por coordinarse racional -y no gremialmente- entre sí mismos? ¿Quién entendería que un proyecto de esta naturaleza (altruista y, a la vez, indispensable para la imagen exterior de España) se viera ahogado o diluido en las luchas por cotas de poder vestidas para mayor escarnio de argumentos técnicos o ideológicos? ¿No era a eso a lo que habían venido los socialistas? Yo creo que, por lo menos, a eso sí.

O para referirme a otro aspecto, sin duda más formal, pero no menos fundamental. Un leve pero decisivo cambio de énfasis sirve, en efecto, para transformar lo que sería un lógico y justo desarrollo de las leyes en una instrumentación de las mismas. Para ello basta con tomar decisiones o establecer reglamentos con el fin de entorpecer la lógica emergencia de un partido de centro, o de periódicos y sindicatos independientes, o con organizar los grupos parlamentarios y los partidos más en función de su control desde arriba que de la vehiculación de los intereses que vienen de abajo.

Ahora bien, es aquí donde, incluso la decidida voluntad posibilista y secularizadora manifestada al principio de estas líneas, encuentra sus límites. Porque es evidente que no se puede emprender la plena secularización o desacralización de la democracia antes de que ésta se haya constituido y consolidado como tradición: sólo lo tradicional puede soportar -e incluso aprovechar- el transformarse en banal. En este país, sin embargo, la democracia no es aún lo bastante tradicional como para permitirse el lujo de su trivial manejo e instrumentación. Aquí la democracia tiene aún la función no sólo de representar a los ciudadanos, sino también de presentarnos o hacernos ver, tras muchos años de camuflaje, cuál es el auténtico mercado de los intereses en conflicto y cuál es el mapa social que dibuja el libre juego de las opciones y las opiniones. De ahí que a su valor político se añada entre nosotros un valor eurístico o epistemológico. Pero éste es precisamente un valor que se pierde por poco que la democracia no sea manejada con suma delica-

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deza, apenas un grupo o partido pretenda instrumentar y secuestrar sus mecanismos.

El primer deber en nuestro país resulta ser, pues -todavía-, el no usar el nombre de la democracia o el socialismo en vano. ¿Qué mayor descrédito para la idea misma de elecciones democráticas, en efecto, que verlas utilizadas en El Salvador para otra cosa, para intereses: que no son democráticos y ni tan siquiera nacionales? Y lo que de un modo trágico se produce allí, podría darse de un modo más suave, pero no menos dramático para la democracia, entre nosotros. ¿Pues qué otra cosa sería seguir utilizando una tópica y retórica autonómicas para neutralizar solapadamente las naciones históricas de este país a fuerza de implantar autonomías sin autonomistas y pretender luego reinterpretar -violándola- la Constitución a su medida? No, las leyes y la Constitución no pueden ser usadas en nuestro país contra su destino manifiesto sin abrir un peligroso abismo entre la legalidad y la legitimidad. Hoy y aquí, el auténtico desinterés de los gobernantes es aún una necesidad política y no sólo una virtud ética.

Una constelación análoga (y que puede servirnos quizá para aclarar la nuestra) fue la requerida para la formación de la ciencia geométrica. Muchos años llevaban los agrimensores y constructores egipcios juntando por sus extremos palos de tres, cuatro y cinco metros para conseguir ángulos rectos. Pero fue sólo la pura voluntad teórica de Pitágoras, su total desinterés por las aplicaciones prácticas, lo que le permitió descubrir y formular el teorema general (32 + 42= 52) que iba a abrir unas posibilidades practicas infinitamente mayores. "Nada hay tan práctico", decía Kurt Lewin, "como una buena tecoría" -ni nada más político, podría pensarse, que una buena y recta intención: una mano derecha que vendría así a complementar o corregir esa mano izquierda de la historia que Hegel describió como "astuta" y Adam Smith como "invisible"-. Pues bien, yo creo que hoy asistimos en España efectivamente a un círculo virtuoso de este tipo entre el desinterés y la eficacia: es el desarrollo y aplicación más desinteresada de las leyes las que están en el interés de la democracia española y de su prestigio.

Un prestigio que en otro caso puede venirse abajo, no ya entre los ingenuos soñadores en una democracia ideal, sino entre los más laicos y pragmáticos defensores de la democracia real y limitada que hemos sabido darnos: es decir, entre la mayoría de los españoles.

Xavier Rubert de Ventós es catedrático de la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona y diputado del PSOE.

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