Las provincias y el Estado de las autonomías
Hace unos días publicaba este periódico un segundo artículo sobre el coste de las autonomías, donde se reconducía un poco el debate hacia un derrotero muy interesante. Efectivamente, "tal vez el más grave error de las Cortes Generales de 1977 fue constitucionalizar la pervivencia de las provincias en vez de dejar abierta la cuestión hacia el futuro". Puede, entre otras cosas, aligerar bastante el coste, no sólo de las autonomías, sino también el de la propia Administración periférica del Estado; aparte, podría evitar la disfuncionalidad de los aparatos administrativos, de que también se trataba.Reformar la Constitución sería lo más sencillo, pero como no es éste el momento para tomar esa vía, habría que elegir otro camino. Éste no es más que el de, valiéndose del propio artículo 141, variar las provincias en su número, su gobierno, su administración y su cometido para el cumplimiento de las actividades periféricas del Estado.
Vamos a intentar desbrozar estos tres aspectos del citado precepto constitucional. En primer lugar, abrir un debate sobre el cambio de la acientífica y caduca división territorial provincial de Javier de Burgos, que Ortega y Gasset llamara "el torpe tatuaje de la Península".
Este cambio se ha de efectuar, según el repetido artículo 141, mediante ley orgánica de las Cortes Generales. A mi juicio, podría hacerse ejercitando las respectivas Asambleas legislativas de las nacionalidades y regiones su iniciativa legislativa o, en todo caso, siendo previamente oídas. Esto nos llevaría a solucionar contenciosos como el catalán, respecto de su actual división provincial; inadecuada a todas luces, atacada o evitada siempre por cualquier fuerza política mínimamente calalanista. Lo mismo en Galicia, Aragón y Valencia por la macrocefalia de sus capitales y el desequilibrio de sus respectivas provincias.
Provincias artificiales
Al ejemplo que este periódico mencionaba entre las dos provincias gigantes de Extremadura se le podría añadir el de Canarias, tensionado entre dos provincias artificialmente creadas, no por Javier de Burgos, sino, mucho más tarde, por la penúltima dictadura. ¿No sería mucho más lógico multiplicar la división provincial extremeña, por lo menos, al norte del Tajo -con capitalidad en Plasencia-, al sur de Badajoz y en la zona del curso alto del Guadiana extremeño? De igual manera, suprimidas las mancomunidades provinciales de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas, ¿no sería mucho mejor dividir el archipiélago, a los efectos exclusivamente constitucionales de la Administración estatal periférica, en cuatro provincias, Gran Canaria, Tenerife y otras dos, una con las islas orientales y la otra con las menores occidentales, agrupando así delegaciones minúsculas? Hace un año decía el señor García Verdugo, presidente del ente preautonómico castellano-leonés: "Soy contrario a las autonomías uniprovinciales. Creo que ha sido erróneo aceptarlas". Estamos totalmente de acuerdo con esto, así como con lo que se decía en la página editorial de que "sus órganos de gobierno son simples prolongaciones, aunque con mayores competencias, de las viejas diputaciones". Para eso no habría necesidad alguna de tanta parafernalia institucional, ni tantas expectativas, ni tantas ansias de grandeza, títulos y sueldos, sin conciencia colectiva, que han desembocado en tristes affaires como el murciano. Y no será el último.
Podríamos extendemos en estudios y proyectos diversos que se han hecho sobre el tema, como el adecuar la división periférica provincial a las veguerías o supracomarcas en Cataluña; a las siete grandes divisiones, subdivididas en 39 comarcas, de Aragón, publicada por el Partido Socialista de Aragón; de seis del País Valenciano, efectuado por Promocions Culturals, etcétera.
El segundo punto a considerar es el de simplificar el gobierno y la administración provincial suprimiendo las diputaciones. Solamente en el País Vasco -aunque algunos no estemos de acuerdo con la distorsionada interpretación historicista que el PNV está haciendo del tema-, Castilla y León, Andalucía y alguno más podrían subsistir las diputaciones. En la mayoría habría que seguir la segunda posibilidad de "otras corporaciones de carácter representativo". Si eso se ha hecho en Canarias y Baleares con los cabildos y consejos, no entendemos cómo no puede hacerse con los consejos de veguería, o como quieran llamarse en Cataluña, o en Aragón, Valencia y Galicia. Además, esta simplificación de la administración provincial debería ser, en todo caso, para aligerar y descentralizar la autonómica, no para superponerla, disfuncionarla o gravarla. Y lo que sí resulta evidente es que hoy por hoy, con la actual estructura de las diputaciones, sobran superestructuras, presupuestos, cargos, cuando no se originan rivalidades por la distinta correlación de fuerzas entre el Ejecutivo autónomo y el provincial. Además, todo hay que decirlo, las diputaciones, tanto las provinciales como las forales, han sido en su historia centros de caciquismo o, cuando menos, de clientelismo.
Administración periférica
Por último, está el tema de la administración periférica estatal. Lamentablemente, el Gobierno del PSOE, que podría haberlo acometido, dada su amplia mayoría en ambas Cámaras, ha sido incapaz de cambiar y modernizar el aparato decimonónico centralista en este terreno. Le ha faltado imaginación, como en el caso de la Ley 17/1983, donde al fijar la figura y competencias del delegado del Gobierno, bien podría haber suprimido la figura del gobernador civil, herencia del centralismo incompatible con las autonomías, como muy bien ha dicho muchas veces el señor Tarradellas: "Gobiemos, con el central y el autonómico bastan". .El Gobierno central socialista, de haber tenido ganas de cambiar el viejo aparato, habría creado, junto a la figura de delegado del Gobierno en la comunidad, la de subdelegado provincial, lo cual hubiera resultado mucho más congruente. Un subdelegado, más relacionado con el delegado, hasta en la denominación, realizaría las reducidas funciones períféricas que en una capital de provincia caben en un Estado de las autonomías. Haber mantenido hasta en la terminología el nombre de gobernador civil da idea de poco cambio, cuando ni siquiera la Constitución lo menciona.
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