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El sugestivo proyecto

Perfeccionando la fórmula de Renan, para quien la nación sería "un plebiscito de todos los días", Ortega propuso entender la unidad nacional como "un sugestivo proyecto de vida en común". Definición cautivadora, pero insuficiente, porque nos deja en el trance de precisar cuál es el sujeto real de esa vida en común y hasta dónde llega la diversidad de los grupos unitariamente implicados en el sugestivo proyecto.Por sí sola, la lengua no basta para la satisfactoria trabazón mutua de esos dos términos de la definición. Ser enteramente suizo, por ejemplo, no consiste tan sólo en ser súbdito de un Estado confederal, es también ser ciudadano de una nación tetralingüe; ni los ginebrinos se sienten franceses, pese a Rousseau, ni se consideran alemanes los nativos de Einsiedeln, pese a Paracelso. En una reciente publicación norteamericana se anuncia que en el siglo XXI serán tres los idiomas en Estados Unidos: el inglés, el español y el lenguaje de las computadoras. Sin la coincidencia en un Estado unificador y sin la instalación en un american way of life, cuya peculiaridad y cuyo alcance habría que precisar, ¿podría subsistir de manera incuestionable la pertenencia de todos esos hablantes a la nación norteamericana? La comunidad idiomática entre España y la República Argentina, ¿impide acaso que uno y otro país sean naciones independientes y autónomas?

No. El uso de una misma lengua es, por supuesto, condición favorable para la existencia de una nación, pero no es condición necesaria y mucho menos condición suficiente. Algo más debe haber para que varios grupos humanos, algunos con lengua propia, se sientan mutuamente implicados en el sugestivo proyecto de una vida en común que realmente sea nacional; porque, apurando las cosas, también a la convivencia municipal podría ser aplicada la bella fórmula orteguiana.

Volvamos, pues, a Ortega; mas no al Ortega meditador en la calma de su gabinete, sino al que tan responsable y alertadamente asistió, en las Cortes Constituyentes de la II República, a la discusión del Estatuto de Cataluña. Ante el nervio del problema que ese estatuto planteaba, la convivencia entre los catalanes nacionalistas y el resto de los españoles, catalanes o no, Ortega encontró que la conducta de unos y otros debería cifrarse en el verbo conllevar; conllevarnos mutuamente -que los demás españoles nos conllevemos con los catalanes nacionalistas y que éstos se conlleven con nosotros- sería la clave más idónea para que España llegue a ser "esa gran unidad histórica, esa radical comunidad de destino, de esfuerzos, de penas, de ilusiones, de intereses, de esplendor y de miseria" que todos los españoles debemos construir. Conllevamiento o conllevancia -déjeseme recurrir a esta palabra, homóloga de importancia y arrogancia, a pesar de su leve ribete chulesco- sucesivamente mejorable, si a ello se aplica la voluntad de las partes implicadas en la acción de conllevarse.

Debo confesar que mi actitud ante este empleo del verbo conllevar ha cambiado con el tiempo. Comencé viendo en él, antes que toda otra cosa, lo que en él hay de cansina resignación ante lo inevitable; pero la relectura del discurso de Ortega, y con ella la advertencia de ese matiz procesual y perfectivo en la acción a que se refiere, y, por añadidura, la consideración de las tres acepciones que nuestro diccionario oficial asigna a tal verbo -"ayudar a uno a llevar los trabajos", "sufrirle el genio y las impertinencias" y "ejercitar la paciencia en los casos adversos"-, me lo ha hecho harto más aceptable; al menos, si en su uso como precepto político son tenidas en cuenta la nota perfectiva que el contexto de Ortega apunta y la integridad de su estructura semántica. ¿Cómo no aceptar una conllevancia con los grupos nacionalistas de Cataluña, Euskadi y Galicia, si su ejecución lleva consigo la mutua ayuda en los trabajos que el destino nos traiga, la dual aceptación de las ocasionales impertinencias a que nuestros respectivos genios puedan conducimos y el común ejercicio de la paciencia cuando las cosas vengan mal dadas, todo ello animado por la voluntad de hacer cada día más expedita y gustosa la conversión del mero conllevarse en resuelto cooperar?

Admitiendo, pues, como punto de partida ese mutuo y no resignado conllevarse, en mi fórmula para concebir la nación española se articulan unitariamente dos exigencias: la aceptación leal, en cooperante y deportiva conllevancia, de un Estado unificador (condición necesaria) y la permanente instalación de todas las nacionalidades y regiones de España en un sugestivo proyecto de vida en común; por tanto -si se me permite recurrir a la rotunda concisión de la lengua latina-, la entrega cotidiana a un animoso faciendum que poco a poco se vaya convirtiendo en factum valioso (condición suficiente). Lo cual nos pone irremisiblemente ante el nada chico problema de vislumbrar cuál podría ser, ya a la vista del siglo XXI, el proyecto de una vida en común que de modo sugestivo nos vincule históricamente a los españoles.

No tema el lector grandilocuencias. Porque para mí no es tentadora, no caeré en la tentación de encaramarme a un púlpito para dictar consignas a los españoles menesterosos de integración y eficacia. Hace muchos años, comentando una altanera frase de Paul Valéry -"no pretendo convencer a nadie; tengo horror al proselitismo"-, me decía yo: "¿Para qué habrá escrito

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este hombre, si es cierto lo que afirma? ¿Para qué escribe uno, sino para convencer, conmover, consentir, combatir, conseguir, concordar, conducir; para fines que llevan en su estructura el con de la compañía y la cooperación? Hasta los hombres que cantan líricamente cumplen, sabiéndolo o no, un destino comunal". Y a continuación, para precisar el contenido y el modo del con latente en mis escritos no estrictamente ¡profesionales, añadía que siempre serían "fragmentos de mi propia vida" -ni consignas, ni pregones- los menesterosos señuelos a que apelaría mi demanda de compañía española. Sigo en ello, y de nuevo declaro que el con que yo pretendo establecer entre mis prosas y el alma de sus lectores se mueve en la línea de las machadianas confesiones-consejos que mencionaba uno de mis artículos precedentes.

En términos de vida personal, mi interrogación dice así: "En tanto que español, ¿qué proyecto de vida en común puedo yo considerar realmente sugestivo? En esta recta final de mi vida, ¿cuándo sentiré que mi actividad como español me resulta gustosa y prometedora?"

Con el Ortega del discurso a que antes aludí, responderé que nuestro deseable proyecto de vida en común tiene como presupuesto la suscitación de un "entusiasmo constructivo", inmediatamente expresado como "alegría en el proyectar" y "seriedad en el hacer". Y, a mi modo de ver, las condiciones que hoy exige la seriedad de nuestro hacer, si en verdad ha de ser sugestivo y eficaz, pueden reducirse a estos cuatro vocablos: pluralidad, nivel, ambición y sentido.

Doble pluralidad: la ideológica que lleva consigo el ejercicio de la libertad civil -por tanto: la construcción de una cultura en la cual puedan ser responsablemente, expresadas todas las visiones del mundo vigentes en nuestra situación histórica- y la sentimental que impone la diversidad de las lenguas habladas en España; porque, como es bien sabido, la formación infantil en el seno de una lengua materna configura de modo muy hondo la instalación del hablante en la realidad. Pluralidad perfectamente compatible con el hecho de que un determinado idioma, el castellano, sea el único normal para la gran mayoría de los españoles y el común de todos ellos, y en manera alguna opuesta al imperativo de la necesaria vertebración entre las diversas partes que la componen.

Exigencia de nivel histórico. Para mí, una cultura no situada en la altura del tiempo correspondiente a este cabo del siglo XX no es, no puede ser sugestiva. Lo cual no supone que todo en la cultura haya de ser ultimísimo -no hay cultura nacional en cuyo cuerpo no existan varios niveles históricos, cosa tan notoria en la nuestra-, ni excluye la posibilidad de crear obras valiosas trabajando en la cantera de un ayer más o menos próximo. Moviéndose por debajo del nivel histórico de la matemática y la mecánica de la primera mitad del siglo XVI, nuestros nada brillantes calculatores de esos años hicieron posible la primera formulación de la ley de la caída de los graves, y algo análogo podría decirse de nuestros estimabilísimos botánicos de fines del siglo XVIII. "No hay temas agotados; hay, sí, hombres agotados en un tema", decía Cajal, sin desconocer, por supuesto, que la fecundidad de los temas tiene siempre su sazón. Y ya que hablo de Cajal y de nuestra ciencia, no será ocioso añadir que desde él -y desde Menéndez Pidal, Ribera e Hinojosa, en lo tocante a las Ramadas ciencias humanas- nunca los científicos españoles, haya sido eminente o exigua la calidad de su obra, han dejado de moverse en el nivel de su tiempo.

Necesidad de ambición. Hablo, claro está, de la relativa a la calidad y la importancia de la obra a que se aspira; no caigo en la necedad de afirmar que la meta de todo fisico deba ser hombrearse con Einstein y la de todo dramaturgo echarle un pulso a Shakespeare. La ambición que yo pido y que tantas veces echo de menos entre nosotros -magnanimitas, la llamaron los antiguos- consiste en esforzarse por hacer lo mejor dentro de lo que uno pueda realmente hacer; esa que, valga el ejemplo, supo imbuir Cajal a su amigo el modesto risicó Victorino García de la Cruz -léanse los Recuerdos de nuestro gran sabio- y a cuya vigencia en la sociedad española tah frecuente y corrosivamente se oponen la avidez de lucro, aunque sea escaso; de mando, aunque sea chico, y de notoriedad, aun cuando ésta no rebase las paredes del patio de vecindad en que se vive.

Querencia de sentido, tácita o expresa voluntad de que la obra colectiva se oriente hacia una meta humanamente valiosa. Cuidado: nada más lejos de mi intención y de mi gusto que la proclamación de un dirigismo cultural. Pienso que el sentido último de una obra humana, sea científica, artística o institucional, debe dárselo su creador, y admito en consecuencia la licitud de cualquier discrepancia. Pero yo nunca encontraré sugestiva una cultura en la cual no predomine estadísticamente, como resultado de un libre e indeliberado consenso entre quienes la hacen, la voluntad de servir a la plena dignidad de la condición humana. Res sacra homo, dijeron los romanos. Pues bien: ¿no es cierto que el mundo actual, llámesele posmoderno o como se quiera, pide a gritos un vivir histórico en el cual día a día sea lograda una versión inédita de la sacralidad del hombre?

Pluralidad, nivel, ambición, sentido humanamente satisfactorio. Todo esto debe llevar dentro de sí, para que de veras me resulte sugestivo, el proyecto de vida en común que tan urgentemente necesitamos los españoles.

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