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Deber de utopía

Estamos en el palacio de La Valetta, a 21 de junio de 1977. Papandreu se instala en el quimérico horizonte de una Europa del Sur dirigida por Gobiernos socialistas, y desde él evoca las inmensas posibilidades de transformación de una sociedad, la capitalista, que ni sirve ni funciona. La audiencia -los representantes de los partidos progresistas y socialistas del Mediterráneo- se enardece, sueña. Seis años después, aquel fantástico futurible se ha avecindado en nuestro presente. Desde Lisboa a Atenas, sin solución de continuidad, el Ejecutivo está en manos que se afirman y se quieren socialistas. Pero la quimera, acosada por el principio de realidad, sólo ejerce de apagafuegos, sólo interviene como tapaboquetes, y se agota en el incesante apuntalamiento del orden que decía querer cambiar. Estamos en marzo de 1984, y desde Atenas a Lisboa, el tópico político que más circula es que no hay mejor derecha que una buena izquierda, y en Roma y París el chiste político de moda en la izquierda es que el más seguro garante del capitalismo en apuros es un socialismo realista y eficaz. Pero, ¿caben otros objetivos? Y antes que nada, ¿cuáles son los porqués de este desdecimiento socialista?Indudablemente, la crisis y la lectura que de ella hacen los socialismos en el poder. Por sorprendente que parezca, los Gobiernos del norte del Mediterráneo han hecho suya la interpretación neoclásica de la crisis, cuyo soporte capital es, en última instancia, la imposibilidad del no equilibrio del sistema de mercado competitivo. Apostemos a él y a sus mecanismos reguladores, nos dicen; eliminemos las intervenciones exógenas que son su principal causa perturbadora -si no la única- y evitaremos que las fluctuaciones económicas se conviertan en crisis.

La moneda, que escapa ya por sí misma a las leyes del mercado y a cuya manipulación tan proclives son los Estados, es el caballo de Troya de la crisis. Tengamos, pues, cuidado con su manejo. Cuando Friedman nos recuerda que la crisis del 29 comenzó siendo poco más que una recesión de coyunturas, transformada en dramática bancarrota por la intervención de las autoridades federales norteamericanas y su drástica reducción monetaria, o cuando Hayek predica que nuestros males actuales nos vienen de la manipulación a la baja de los tipos de interés durante la treintena gloriosa (1945-1975), están reiterando que la crisis tiene como centro de imputación el Estado y sus comportameintos monetarios: y en la década de los setenta los economistas neoliberales extenderán la malignidad estatal a todos los otros ámbitos de la vida económica y social.

Hoy la ilustración más socorrida del acierto de las posiciones neoclásicas y neoliberales es la ligera reactivación económica en EE UU. Olvidando que ese logro se basa precisamente en su contradicción. O sea, que el relanzamiento de la expansión económica coexiste con el colosal desequilibrio que suponen los más de 40.000 millones de dólares de saldo negativo de su balanza de pagos y los más de 200.000 millones de dólares de su déficit público. Y de aquí su inextensibilidad, la no generalización a otros países.

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Por lo demás, el componente keynesiano, que aún les queda, agrava, a los efectos de mi tesis, la opción neoclásica, en cuanto insiste en la función reguladora de la crisis, en su condición de proceso de adaptación del sistema a la exigencias de la coyuntura. El modelo funcionalista del sistema social, que soporta ambas concepciones, tiene como principio básico la racionalidad técnica, e instrumental que tan enérgicamente y con tanta razón ha denunciado Habermas, pues su despliegue y ejercicio han dominado la casi totalidad de los comportamientos teóricos de los últimos 100 años. Ni siquiera economistas marxistas como Boccara o De Bernis escapan, en su teoría de la acumulación intensiva, al primado de la adaptación y del funcionalismo. Para todos ellos, la crisis como regulación funcional (crisis cortas y cíclicas) o estructural (crisis largas reguladoras de las estructuras) es un dispositivo de perpetuación del sistema.

Este reduccionismo economicista que comparten neoclásicos, keynesianos y marxistas, y que funciona desde el supuesto de la hegemonía o, cuando menos, de la autonomía de lo económico, se empeña en ignorar el entretejimiento de la dimensión económica con las otras dimensiones de la vida en sociedad, y oculta que sólo desde esa interdependencia puede entenderse su funcionamiento, continuidad o transformación. Aún más, al concentrar en ella toda la atención y voluntad políticas y al orientarlas en el sentido de la estabilización del orden económico existente, cancelan y obturan los procesos sociales emergentes, induciendo -inevitable efecto perverso- una desmovilización general del dinamismo social de base.

Los intelectuales y la mutación

Responsabilizar a los ministros de Economía de este inmediatismo praginatista que, como acabamos de ver, no parece que pueda desatollarnos, es un recurso obvio y justificado. Lo que lo es menos es que funcione como exorcismo colectivo y que en él exulten los protagonistas de la crítica y de la utopía. Desde el catastrofismo apocalíptico de Baudrillard, que confía en exclusiva a la masa la purificación en el no-sentido del sin-sentido contemporáneo, pasando por los esnobs de la crisis para quienes el mundo es consustancial con ella, hasta las apelaciones últimas a la literatura como razón unánime de vida, los intelectuales han convertido en regla de oro la huida a sus quehaceres más privados o el enclaustramiento en las voluntades de sus partidos, abandonando la imaginación y el debate a los profesionales de la política. Y así, el recurso al estereotipo y a la retórica electoral presiden nuestra reflexión colectiva.

Con ocasión de la reciente polémica francesa sobre el silencio de los intelectuales en torno al socialismo y a la crisis, circuló como argumento explicativo fundamental el que a la mayoría de ellos los tenían en nómina el Gobierno y los partidos de la izquierda que lo apoyaban. Creo que la razón es muy otra y su consideración triple. La política socialista en las democracias mediterráneas, enmarañadas por la crisis y amarradas al consenso, ha hecho de la defensa del statu quo su primera divisa. Desde ella, cualquier disentimiento crítico es un crimen de alta traición democrática. En cuanto a los intelectuales, los que se acogen al libertarismo lúdicro -neoliberales radicales, nuevos filósofos y compañía- necesitan de la continuidad esencial del modelo como condición imperativa para poder vacar, sin sobresaltos, a sus ocios y a sus gozos. Y los otros, los enrolados en la causa política, practican el silencio y el aplauso como un estricto deber de solidaridad con el realismo de sus líderes y evitan cualquier referencia al proceso de mutación en curso como un acto de lesa utopía.

Y, sin embargo, sólo la crítica y la utopía pueden ayudarnos a comprender la realidad a que la crisis apunta. La dimensión críti

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Deber de utopía

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co-utópica, pues, no como antónimo del atenimiento pragmático a lo que existe, sino como complementaria práctica heurística de su transformación, como programada exploración de su futuro. La descalificación de "lo otro", de lo alternativo, de lo utópico, sólo cabe desde un presente de dirección única, colmado de seguridades, que administra todas las respuestas y decide sin apelación lo que puede y lo que no puede ser su mañana.

Puntas del iceberg

No desde nuestro glorioso y pobrecito presente, tan huérfano de certezas, tan a todos los vientos, cuyo complejo y azaroso suceder desagrega en fecundas perplejidades la compacidad a que siempre aspira lo que está sucediendo. Ocultarlas detrás de la firmeza y de la homologación de una ideología es un encubrimiento, que la capacidad crítica, que la potencia desveladora de lo utópico hace inútil.

No se trata sólo de afirmar el fin de las vulgatas -tecnocrática, marxista, cientifísta, liberal, etcétera- en que todos convenimos. Se trata de darnos cuenta de que avanzamos sin ellas. Porque la mutación está en marcha. Nosotros somos sus actores. Nosotros, mujeres de los últimos 20 años que hemos invertido el sentido y la dinámica de las relaciones interpersonales en casi todos los ámbitos de la vida social e individual, privada y colectiva; nosotros, imprevisibles agentes de la desobediencia laboral que, más allá de las rígidas prudencias de las burocracias sindicales, estamos creando nuevos modos de afirmación del mundo del trabajo; nosotros, menores de 20 años que hemos suprimido de un trazo la adolescencia saltando de la niñez a la edad adulta y juvenilizando al mismo tiempo a la población madura; nosotros, defensores del tiempo, de su espesor y su memoria, frente a la cronofagia de la máquina y al presentismo del sistema; nosotros, plácidos cohabitantes prenupciales de las sociedades posindustriales (en París o Milán casi el 20% de los menores de 30 años) que estamos reinventando el vivir parainstitucional en pareja; nosotros, creadores de la economía sumergida, que hemos decidido decirle adiós al Estado-nodriza; nosotros, orgullosos hijos ilegítimos de padres solteros y madres presidenta-directora general, que pasamos de certificados estatales; nosotros, disidentes del miedo, ex cautivos de la seguridad, que hacemos de calles, parques, plazas, el espacio social privilegiado; nosotros, debeladores de la frontera entre el trabajo y el no-trabajo, que estamos descubriendo la intercambiabilidad productiva de lo profesional y de lo cotidiano; estos y tantos otros comportamientos metanacionales; estós y tantos otros procesos transclasistas, con sus valencias positivas y negativas y su peso de realidad presente y futura, que los economistas y los ministros pueden considerar marginales y menores frente a la baja tendencial de la tasa de beneficio, pero que son, sin embargo, puntas del iceberg, paisajes sobresalientes de un continente que la brújula utópica nos ayuda a reconocer y a diseñar.

La confortadora paradoja de todas las pérdidas es que son liberadoras. Hemos perdido, queramos o no, los asideros de los grandes sistemas, la protección que suponía el recurrente aumento anual de las principales variables económicas del sistema capitalista, las tranquilidades de la affluent society que tanto irritaban a los estudiantes del 68. Pero hemos encontrado, ganado, procesos, vías, soportes, prácticas, expectativas que remiten a otra sociedad, y cuya emergencia, localizada y dispersa, no las priva, a poco que nos situemos en su onda -lectura utópica de la crisis-, de inteligibilidad conjunta, de fecundidad global e innovadora.

Enfrentarlas con reservas protegidas de un pasado que se traviste (sic) de moderno, descalificarlas queriendo someterlas al dilema de o aceptamos el pragmatismo de la tríada "más mercado, menos Estado, más tecnología", o nos condenamos a la regresión económica y social, son intimidaciones que convienen a la resistencia al cambio propia de todas las posiciones sociales de privilegio, pero que no deben contaminar la dimensión progresista que ha animado siempre al socialismo democrático.

Porque pragmatismo y eficacia no son patrimonio de quienes intentan ganar unos años a la historia, reiterando tautológicamente un pasado en desbandada, sino de quienes hacen mayéuticamente de su futuro, presente; de la utopía, realidad. Por eso, nuestro primer deber de realismo intelectual y político, es hoy un deber de debate, de solidaridad crítica e imaginativa con las fuerzas del progreso. Un deber de utopía.

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