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El silencio de Vicente Aleixandre

En unos momentos como los presentes -de eclosión cultural y, en concreto, literaria-, ya ha sido señalado por algunos círculos el silencio que 10.5 prodea a la persona de Vicente Aleixandre, nuestro premio Nobel. Un silencio que está, en buena parte, fomentado por la habitual reserva del propio Aleixandre, por su modo de ser y también por ese silencio que la calle otorga, entre respetuosa y olvidadiza, a los personajes que han cumplido sobradamente su labor creadora. Una labor internacionalmente reconocida, en la que todos debiéramos sentirnos honorados e intelectualmente estimulados. Por ese silencio fácil, tal vez inconsciente, es por lo que este artículo también podría haberse titulado El silencio 'de' y 'sobre' Vicente Aleixandre".El silencio de Aleixandre no debe extrañar a nadie: viene de atrás, de su forma natural de ser y también de las muchas imposiciones de su mala salud de hierro. Creo que conozco a pocas personas que rehúyan más los falsos aplausos y las controversias del mundillo literario. Buero Vallejo, a raíz de la concesión del Premio Nobel, señalaba el hecho de que Aleixandre "jamás ha entrado en luchas de carácter literario", hecho bastante milagroso en un país que tiende con harta frecuencia a la mal dicencia gratuita, al cainismo verbal. Una postura de respetuoso equilibrio que entre nosotros no siempre defiende de esa agresividad incomprensible que, por ejemplo, aquel poeta excepcional que fue Juan Ramón Jiménez dejó caer contra los miembros de la propia generación del 27, contra quienes precisamente habían sido sus mejores discípulos.

En el silencio sobre Aleixandre pesa mucho, como he dicho, ese respetuoso distanciamiento hacia una obra madura y cumplida. Obra que, sin embargo, vemos continuamente renovada en algunos ensayos aparecidos en el extranjero, como la reciente edición crítica que se ha preparado en Italia de Pasión de la tierra, un libro nada fácil y, acaso por ello, muy poco estudiado; una obra superrealista por excelencia, fruto de unos años de avidez intelectual, cuando Aleixandre leía a Rimbaud, a Lautrèamont, a Freud, al mismo tiempo que Breton daba sus provocadoras conferencias. (Recordemos en concreto que Aleixandre conoce la obra de Freud a través de la primera edición mundial de sus Obras completas, la edición española de Biblioteca Nueva editada en 1921 a propuesta de Ortega y Gasset. Edición que el propio Luis Cernuda recuerda haber visto en la biblioteca de Aleixandre y que tanto había asombrado al propio Sigmund Freud.)

Pero lo significativo de la personalidad de Aleixandre no radica en ese sentido de modernidad literaria, en esa memoria prodigiosa y en esa lucidez que encontramos en todos sus compañeros de generación. Esa misma lucidez plena con que Guillén clausuró su vida hace pocas semanas, que brilla en los ensayos de Salinas o en los versos vivos que Alberti sigue transmitiendo en sus recitales, por hacer tan sólo referencia a tres ejemplos de actualidad. No se trata, en cualquier caso, de convencer a nadie de los valores de una persona y de una obra incuestionables. Tampoco se trata -quisiera dejarlo bien claro- de reclamar a estas horas homenajes o aplausos para una persona que no los precisa. Gestos, en cualquieir caso, preferibles a la necrofilia que nuestro país suele practicar con sus escritores, que pueden acabar haciendo propaganda a alguna entidad bancaria o figurando en los billetes de curso legal.

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Se trataría, pues, de no oír ese silencio -también ciertos silencios se oyen- tan poco natural que tiende a esterilizar las obras cumplidas y reconocidas. Callar en estos casos es valorar la creación literaria como una carrera (que, ya finalizada, no tiene razón de ser), y no como lo que verdaderamente es: como un proceso abierto y enriquecedor. Ese silencio de la calle que a veces, afortunadamente, se rompe en este país cuando a un escritor se le da el nombre de una calle, o el de un instituto de enseñanza media, o cualquier homenaje público. El escritor se nutre de la savia popular, y ésta es, a fin de cuentas, la verdadera fuente de su satisfacción.

Tampoco se trata de subrayar en este artículo todo lo que la persona de Aleixandre ha supuesto para tres generaciones de poetas españoles de posguerra, tan desposeídos de medios literarios y de maestros vivos y auténticos al alcance de la mano. (Siempre recordaré, a mediados de los años sesenta, uno de los últimos -si no el último- encuentros de Aleixandre con esas tres generaciones en el reducidísimo espacio de la librería Abril, que José Hierro animaba contra viento y marea.) No debemos olvidar tampoco su transparente trayectoria liberal. Todos sabemos muy bien quién era en España el primer firmante de los manifiestos -cuando los manifiestos se multaban- y cuál era el domicilio que recibía las primeras llamadas al orden cuando en la Universidad se programaba un homenaje a Miguel Hernández o a García Lorca.

Pero vayamos al verdadero motivo por el que he escrito este artículo. Pensaba yo en ese silencio tan poco natural, que a veces se torna en rencor, cuando el pasado mes de noviembre le hice a Aleixandre, una visita. Y hablo de rencor porque, entrando en su calle, vi sobre el muro -apedreada o machacada- la placa de mosaicos que le homenajea y que da nuevo nombre a la antigua calle de Velintonia. También había algunas pintadas negras. El otro mosaico que hay a la salida de la calle estaba igualmente destrozado.

Conversando ya con Aleixandre, no hablé de cuanto acababa de contemplar, pero inevitablemente habría de surgir en nuestro encuentro el tema del rencor en general y del resentimiento contra la cultura en particular. Le preguntaba yo a Aleixandre por algunos números de la revista Litoral, y él me dijo que precisamente estos números se contaban entre los pocos ejemplares que había logrado salvar de su biblioteca después de que ésta fuera destruida en los años de la guerra civil. Sin yo pedírselo, en pocas palabras, me fue dando cuenta de aquel hecho.

La casa de Aleixandre -la que todavía hoy habita- se encontraba en aquellos años en el mismísimo frente de guerra, en los altos del Metropolitano que miran a la Ciudad Universitaria.

Pasada la contienda se autorizó a sus propietarios a volver a aquella zona, obligadamente deshabitada, para recoger los restos de sus enseres. Fueron Aleixandre y su hermana, y les acompañaba un carro. De la casa sólo quedaban las cuatro paredes. Por tejado tenía el cielo, pues el techo se había hundido totalmente. Ventanas y puertas no eran más que enormes boquetes.

Quedaba todavía algún mueble, pero a Aleixandre lo que le interesaba era su biblioteca. Pasó al salón. Asombrosamente, los libros no habían sido ni derribados, ni robados, ni quemados. Los libros habían sido sometidos a una concienzuda y diabólica operación. Alguien había arrancado todas y cada una de las hojas de todos y cada uno de los libros de la biblioteca, de tal forma que sobre el suelo del salón había quedado otro suelo de papel, una espesísima capa de páginas arrancadas. "Después de tantos años", dijo Aleixandre, "todavía no me lo explico". No se explica fácilmente la minuciosidad y la parsimonia con que había sido llevada a cabo aquella labor destructora.

¿Qué odio contra el libro, qué profunda aversión hacia la cultura albergaba la mente de las personas que realizaron aquel acto? Curiosamenta, entre tantas obras valiosas e irrecuperables, entre tantas primeras ediciones perdidas de amigos, se habían salvado algunos pisoteados números de Litoral, de aterciopeladas portadas, y un ejemplar dedicado de Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca, ilustrado por el pintor. José Caballero, edición que Aleixandre conserva hoy en el mismo lugar en el que la encontró. El viejo celo inquisitorial ante la letra impresa había utilizado en pleno siglo XX un método más puntilloso, pero no menos feroz. Y no hubo, desde luego, aquel donoso escrutinio que el cura y el barbero habían hecho antes de arrojar a las llamas la biblioteca de Don Quijote.

Se ha hablado, y con cierta razón, de la innecesariedad de devolver a España los restos de aquellos españoles ilustres que murieron en tierra extranjera. Ellos serían símbolos dolorosos de una confrontación que no, debe volver a repetirse.

Yo no sé si a estas alturas, unos cuantos meses después de mi visita, estarán ya restaurados o no los apedreados mosaicos de la calle de Vicente Aleixandre. Quizá el no hacerlo, el no borrar esas huellas, pudiera ser también signo y símbolo de ese enquistado rencor contra la cultura que algún día quisiéramos ver desaparecer de entre nosotros.

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