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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El fracaso de Bruselas

EL FRACASO de la cumbre del Consejo Europeo de Jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad Económica Europea (CEE) en Bruselas ha puesto nuevamente de manifiesto que la comunidad, tras 27 años de existencia, necesita una seria reforma para poder seguir funcionando. La terca realidad ha demostrado que el parón producido en diciembre en Atenas no fue una casualidad y que la política de parcheo es ya insuficiente para asegurar la supervivencia de esa sociedad de intereses que forman los 10 países del Mercado Común europeo. Pero, a diferencia de lo ocurrido en Atenas, el obstáculo ha quedado netamente delimitado en Bruselas por la actitud de la delegación británica. El enfrentamiento no se ha producido entre el Norte y el Sur, ni entre la derecha y la izquierda. El mantenimiento de la solidaridad entre el democristiano Kohl y el socialista Mitterrand concede mayor credibilidad a la idea lanzada por el presidente de Francia, en su calidad de presidente del Consejo Europeo, de convocar a los diez a una conferencia especial con el único fin de discutir el presente de Europa y su futuro. Esa eventual reunión podría equivaler, por la importancia de su objetivo (en este caso, el relanzamiento de la CEE), a la Conferencia de Mesina, que estuvo en los orígenes del Tratado de Roma.A la hora de valorar las causas del fracaso de Bruselas, la intransigencia de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, aparece, sin duda, como un factor decisivo. Ahora bien, la causa que apartó al Reino Unido de Bruselas no fue sólo el dinero (al final, la diferencia era de unos 40.000 millones de pesetas), sino también una cuestión de principios. Porque el Gobierno británico no tiene la misma idea de la CEE que el resto de sus asociados. En la ya larga historia de la CEE, sin embargo, no es sólo el Reino Unido quien ha bloqueado su funcionamiento. En febrero de 1966 De Gaulle impuso a los otros cinco países -en la Europa de los seis- el "compromiso de Luxemburgo", que significó el abandono del voto mayoritario para adoptar el criterio de la unanimidad en todas las decisiones importantes. Pero Mitterrand -que ha descubierto Europa con retraso, en el mismo momento en que Francia ha asumido la presidencia francesa de la CEE- parece dispuesto a cambiar el tercio y a volver a la regla del voto mayoritario, como único modo pragmático de concertar voluntades. La primera prueba de fuego llegará a principios de la próxima semana, cuando los ministros de Agricultura de la CEE voten la reforma de la política agrícola común (PAC) y los precios agrícolas para la campaña que se abre el 1 de abril.

Estos síntomas de derrumbamiento en Europa occidental no hacen sino reflejar los males de fondo que aquejan a la realidad comunitaria. La crisis económica ha fortalecido a los nacionalismos y en algunos países se vuelve a pensar en el proyecto de la Europa de las patrias. Si esos nacionalismos se abrieran, finalmente, paso, la situación no haría sino empeorar, y la CEE perdería el tren de la modernización económica frente a Japón, Estados Unidos o algunos de los países en vías de desarrollo. La política agrícola, cuyos aspectos sustanciales no han cambiado a lo largo de 20 años, es un buen ejemplo de ese alarmante estancamiento. En contraste, Estados Unidos ha cambiado cinco veces de política agrícola durante el mismo período. El resultado de ese anquilosamiento es la acumulación de ingentes excedentes en todos los sectores en detrimento de los consumidores. Las fórmulas para remediar esa crisis pueden variar, pero lo único seguro es que la Comunidad Económica Europea no puede limitarse a seguir siendo una sociedad de los agricultores, que se llevan un 60% de su presupuesto.

La idea de Mitterrand es encaminar los esfuerzos -si resultase necesario- hacia a una Europa a la carta, en la que participaran los países miembros de acuerdo con las políticas y los proyectos en que estuvieran interesados. Pero, bajo su aparente razonabilidad, esa propuesta se halla cargada de peligros. Es verdad que puede resultar tentadora la idea de dejar a Londres al margen de una Europa unida comercialmente, a fin de evitar los riesgos de una paralización. Sin embargo, la falta de unanimidad en algunos proyectos -como los basados en nuevas tecnologías, financiados casi en exclusiva por los países más ricos- introduciría un elemento de discriminación y amenazaría con partir la CEE entre los países del Norte y los del Sur.

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La cumbre de Bruselas había logrado, aun así, acuerdos condicionados, pero sustanciales, sobre un cierto número de puntos significativos, tales como el aumento de los recursos financieros de la CEE (de 1 a 1,4 puntos de la base imponible del impuesto sobre el valor añadido), condición esencial para el futuro ingreso de España y de Portugal. Ahora bien, si se recuerda que la propuesta de la Comisión Europea era doblar directamente las aportaciones de los miembros, el aumento resulta escaso y no demuestra tanto una voluntad clara de apuesta por el futuro de Europa como el propósito de alcanzar una fórmula de transacción para conseguir su salvación momentánea.

El papel desempeñado por la Comisión Europea, que preside Gaston Thorn, en la sucesión de fracasos comunitarios ha demostrado su degradación y su falta de iniciativa. Parece evidente que en ese organismo ha muerto la idea original de la supranacionalidad, convirtiéndose en un foro más de enfrentamiento de los intereses nacionales. En cualquier caso, el tiempo juega a favor de la reforma. La CEE está al borde de la crisis financiera, agotados sus recursos. A estas alturas se prevé ya un agujero del orden de los 260.000 millones de pesetas. No es aún la muerte de la CEE porque hay demasiados intereses en juego. Pero es su larga agonía.

El papel de España en toda esta crisis ha sido marginal. Ha tenido que aguardar, como mero espectador, el desenlace de la cumbre de Bruselas, en la confianza de que el comunicado oficial mencionase de modo explícito la voluntad de los diez de poner término a la negociación a finales del mes de septiembre. Pero la solemne confirmación no se ha producido y España tendrá nuevamente que fiarse de las declaraciones políticas. El fracaso de los países miembros a la hora de alcanzar un entendimiento sobre las cuestiones fundamentales ha impedido el acuerdo escrito en lo referente a la ampliación de la CEE. Las autoridades españolas han decidido, no obstante, proseguir la negociación bilateral y han presentado un documento agrícola alternativo, posibilista y sensato, que puede servir, mientras se resuelve la crisis principal, para avanzar en las conversaciones técnicas.

El presidente del Gobierno, en una valoración global, ha calificado los resultados de Bruselas de lamentables. Y también sería lamentable que España y Portugal no participasen como miembros de pleno derecho de un futuro europeo en esta nueva Mesina que propone Mitterrand. El tenaz esfuerzo y la acertada dirección del secretario de Estado para las Relaciones con las Comunidades Europeas, a lo largo de unas negociaciones técnicamente complejas y políticamente duras, han contribuido a que el horizonte de nuestro ingreso esté relativamente despejado. Ahora bien, hay variables independientes que el Gobierno español no puede controlar, ya que se hallan instaladas más allá de nuestras fronteras y se rigen por las complicadas luchas por la hegemonía dentro de la propia comunidad. En estos cruciales momentos será preciso exigir a todas las fuerzas políticas de signo democrático una redoblada voluntad para anteponer los intereses globales de España a los objetivos partidistas y electorales. Porque constituiría una grave deslealtad hacia nuestra colectividad que, en vísperas de la negociación final con las autoridades comunitarias, la posición española frente al exterior quedase delibilitada por los juegos de la pequeña política y por las maniobras que utilizasen los problemas derivados de nuestro ingreso en Europa como simples instrumentos para desgastar al Gobierno.

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