Líbano huye hacia la guerra
LOS RESULTADOS de la segunda conferencia de reconciliación de Líbano no pueden estimarse muy esperanzadores. El cónclave de líderes políticos había sido convocado en Lausana con el objetivo de crear un nuevo Líbano, para lo que se aspiraba a la formación de un Gobierno de Unión Nacional en el que la presencia de los principales grupos políticos diera prueba de la voluntad común de partir de cero, y a la reforma o eventual liquidación del sistema de cuotas por el que los grandes cargos electivos se distribuyen entre las distintas confesiones religiosas del país. En cambio, el único fruto de la misma ha sido la constitución de un comité para el mantenimiento de una tregua -que no se ha mantenido jamás- y una comisión constitucional que en el plazo de seis meses ha de concluir un proyecto de nueva carta política. Es decir, que la conferencia no ha hecho más que huir hacia adelante, dándose un nuevo plazo de interinidad durante el cual la política de las armas negocie ante la impotencia de los dispensadores de la paz.En términos generales, dos grandes alineamientos y una potencia externa de posición variable se han enfrentado en la mesa de negociaciones de la ciudad helvética. De un lado, el bloque cristiano -representado por el presidente Amín Gemayel; su padre, Pierre, jefe de las milicias falangistas, y el ex presidente Camille Chamun- ha defendido algún tipo de cantonalización que preserve la mayor medida de autogobierno para la comunidad de su afiliación religiosa, con el mantenimiento del sistema de cuotas en la cúspide del Estado, aunque reformado de manera que la artificial mayoría asignada a los cristianos deje paso a la paridad con los musulmanes. De otro, el bloque islámico -formado por los drusos de Walid Jumblat, los chiitas de Nabih Berry y, en menor medida, los sunitas de Saeb Salam y Rachid Karame- quiere acabar con la confesionalidad del Estado imponiendo una centralización democrática de sus estructuras que, presumiblemente, daría a Líbano una forma de Estado en el que quedara reflejada la verdadera composición demográfica del país, de amplia mayoría musulmana. Finalmente, hay que contar con la presencia como potencia observadora de Siria, representada por su vicepresidente, Abdel Halim Jadam, que hacía las veces de mediador entre las partes, apostando a su capacidad para hallar la bisectriz entre los negociadores que garantizara, al amparo de una paz siria, la formación de ese nuevo Líbano.
De los magros resultados de la conferencia hay que extraer varias conclusiones. La primera es la de que la mentalidad de los antiguos señores de la guerra -los veteranos maronitas Pierre Gemayel y Camille Chamun, y el ex presidente Suleiman Frangié, sólo coyunturalmente aliado a los musulmanes por cuestiones de rivalidad personal con los falangistas- no acepta la liquidación de los antiguos privilegios de religión; a saber: un sistema de cuotas y una presidencia del país asignada vitaliciamente a los de su confesión, aunque acepte retoques en el apaño. La segunda, la de que chiitas y drusos, líderes de segunda generación, entre 30 y 40 años más jóvenes que los anteriores, ante lo timorato de las concesiones cristianas, no aceptarán probablemente ya nada que no sea la liquidación del antiguo régimen, lo que significa la continuación indefinida de una guerra civil cuyo epílogo puede ser la desintegración de la misma idea de Estado libanés y la eternización de las ocupaciones militares, israelí en el Sur y siria en el Norte. También en este campo no faltan las matizaciones, pues los líderes sunitas, como secta islámica decana en Líbano y, por tanto, mucho más integrada en el establishment, aceptarían una reforma en el reparto de puestos que les resultara ventajosa. Por último, queda por examinar la posición de Siria.
Damasco ha actuado en el embrollo libanés un tanto como lo hacía el Reino Unido ante el equilibrio europeo de fuerzas durante el siglo XIX. Siria es la potencia insular que se alinea a la hora de la guerra con uno u otro bando para impedir que surja un poder hegemónico que desequilibre la pirueta confesional en el reparto del poder, pero que, llegado el momento de negociar la paz, puede cambiar tranquilamente de posicionamiento para impedir que se constituya ese núcleo fuertemente dominante. Desde esta perspectiva, Siria no apoya la reivindicación ultrancista de drusos y chiitas, de un lado, para no empeorar relaciones con Israel y EE UU, presumiblemente inquietos ante la emergencia de un Líbano demasiado musulmán, y de otro, para no tener a sus puertas un Líbano demasiado libanés. Por ello, Damasco aspiraría mejor a un divide y vencerás que contentara a unos y otros sin decantar decisivamente la balanza en favor de ningún bloque.
Del fracaso de la conferencia se deduce, por tanto, una impotencia para poner los cimientos de ese Líbano renovado, que pasaría por la celebración de un nuevo censo en sustitución del de 1934, en el que se basan los enjuagues actuales, y, al mismo tiempo, la incapacidad siria de consolidar en la paz lo que conquistó en la guerra, con la expulsión de los contingentes occidentales que, supuestamente, habían acudido para facilitar la negociación de un nuevo acuerdo de convivencia nacional.
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