Pescar y guardar la ropa
La flota pesquera española, vieja y sobredimensionada, se ve forzada al cambio
Todo ha cambiado en el mundo de la pesca, aseguran en el puerto de Vigo. Apenas hay lugar para la añoranza de aquellos amaneceres en el Berbés, cuando, entre una avalancha de pescado y gente, los noctámbulos impenitentes acudían a empapar la noche en las cantinas del puerto. No hay lugar para la aventura, la improvisación y la anarquía que ha caracterizado a los hombres de la pesca. Todo, tanto en aguas españolas como extranjeras, está cada día más reglamentado, más contingentado, más vigilado. Un cambio fundamental, que implica para empresarios y pescadores un cambio de mentalidad.El actual peregrinar de los pesqueros españoles por los mares del mundo tiene una primera explicación: la afición de los españoles al pescado, con la merluza como reina madre. En efecto, los españoles comemos 40 kilos de pescado por habitante y año, ratio sólo superada por japoneses y noruegos. Algo normal, se podrá argüir, teniendo en cuenta nuestros casi 4.000 kilómetros de costa. Lo que ya no resulta tan normal es que con esa superficie costera dispongamos de muy escasos caladeros a causa de la estrechez de nuestra plataforma continental, cuyo talud no permite actividades de arrastre excepto en una pequeña franja gallega. Ello obliga al exilio de lo más granado de nuestra flota pesquera.
Sobre esa troupe de exiliados cae como el pedrisco la moda de la extensión de las aguas jurisdiccionales a las 200 millas. La nueva ley del mar desarrolla su propia doctrina: los recursos contenidos en esa zona son competencia exclusiva del Estado ribereño, a quien únicamente compete su conservación y explotación. El pescado pasa a ser así un recurso natural más, como el petróleo o el mineral de hierro, cuya consecución hay que negociar en base a una serie de contrapartidas. El concepto de libertad de los mares se recorta drásticamente, y nuestros pesca dores, para su desesperación, se ven arrojados de caladeros en los que desde tiempo inmemorial ve nían faenando. Un cambio fundamental al que no resulta fácil adaptarse y al que, en última instancia, sólo se someten en razón a la fuerza del cañón de proa de los guardacostas. Así, además de pescar, los patrones españoles, poco dados a respetar legislaciones, se ven a menudo obligados a guardar la ropa de su seguridad física y la de sus hombres.
La crisis del sector pesquero español está, pues, dominada por ese factor político esencial de las 200 millas marinas, con otros aderezos domésticos de no menor significación, como el factor biológico. Los recursos pesqueros empiezan a escasear por la intensidad del esfuerzo extractivo desplegado y el volumen excesivo de la flota sin que haya existido una legislación preocupada por la conserva ción racional de los recursos. Está además, el factor económico. A la sobreexplotación señalada y la ampliación de las aguas jurisdiccionales se une el aumento de los precios del combustible derivado de la crisis del petróleo, combustible que representa por sí solo el 33% de los costes de explotación de un buque, lo que provoca la progresiva de sc apitaliz ación de las empresas. Finalmente, el factor social. La aparición de los sindicatos supone el fin del destajo, al amparo de las nuevas ordenanzas laborales, aunque todavía siga existiendo la modalidad de a la parte.
En este cuadro se mira una flota numerosa y vieja. A primeros de 1983 estaban censados, como faenando en aguas españolas, cerca de 17.500 barcos pesqueros de todos los tonelajes (lo que significa contar con más de cuatro barcos por cada kilómetro de costa), el 46% de los cuales tenía más de 20 años, y el 34%, entre 10 y 20 años. Otro tanto ocurre con la flota que faena en caladeros extranjeros, la de mayor tonelaje, y donde la construcción de nuevas unidades está practicamente paralizada al haberse agotado las líneas de crédito (el decreto de 21 de diciembre de 1983 se refiere a buques de entre 20 y 150 toneladas de registro bruto, TRB). Ello supone que en esos barcos viejos los gastos de combustible a menudo son excesivos; la habitabilidad, deficiente, y la seguridad, cuestionable.
Reducir la flota
Esta obsolescencia de la flota pesquera española es, curiosamente, una circunstancia que puede ayudar a hincarle el diente a la verdadera madre del cordero del asunto: la imperiosa necesidad de reducir la flota. Y es aquí donde se arma la de Troya. Porque en el marco descrito, de creciente intervencionismo de los países ribereños sobre sus recursos pesqueros, a lo más que puede aspirar España es a mantener, no incrementar, sus capturas, lo que, desde el punto de vista de la rentabilidad económica, implica menor número de barcos, aunque más modernos y eficientes.
La flota que trabaja en aguasextranjeras se verá así obligada a un proceso de reducción numérica y de modernización constante de sus unidades, "en función de los caladeros de que razonablemente se dispondrá en los próximos años", según el director general de Relaciones Pesqueras Internacionales, Luis Javier Casanova. ¿Cuántos de los casi 3.800 buques que faenan en el extranjero deberán desaparecer? Imposible cuantificar esa reducción de antemano, teniendo en cuenta que se trata de negociaciones anuales con otros países sobre recursos variables y exigencias imprevisibles, normalmente crecientes.
Sobre la flota que faena en aguas españolas, mucho más numerosa, planea el creciente intervencionismo administrativo, que trata de regular la actividad pesquera y proteger las especies, esquilmadas por la explotación intensiva. El futuro inmediato sólo puede deparar una reducción del número de barcos, su modernización y su reducción de la capacidad de pesca. "Si 1983 estuvo dedicado a la protección y defensa de los recursos pesqueros, a dejar que crezca el pez, 1984 estará dedicado fundamentalmente a la flota", asegura el director general de Ordenación Pesquera, Fernando González Blaxe.
Así, durante el pasado año, varias órdenes ministeriales regularon diversas modalidades de pesca en función del tamaño del barco, sus aparejos, las tallas mínimas de las especies, las zonas y las épocas (períodos de veda), con novedades como la de prohibir pescar en sábados y domingos, en busca de esa protección de los recursos y del descanso de las tripulaciones. Naturalmente, este cuerpo legislativo introduce un elemento coercitivo considerado a menudo intolerable por una propiedad, la mayor parte de las veces de carácter familiar, acostumbrada desde siempre a hacer de su capa un sayo. Un censo de la flota, realizado por la Administración en 1983, con carácter obligatorio para tener derecho a la subvención del gasóleo, arrojó 13.500 respuestas de otras tantas embarcaciones. ¿Dónde está el resto hasta los casi 17.500 citados? Misterios de una vieja desidia administrativa, del brazo de barcos que siguen faenando sin ningún tipo de registro, o de otros hundidos cuyos armadores siguen cobrando la citada subvención.
Adaptarse a la CEE
Pieza importante de la nueva política oficial en el sector es el decreto de 21 de diciembre pasado sobre ayudas a la flota, en el que se establece un circuito de financiación privilegiada para la construcción de pesqueros de entre 20 y 150 TRB, ofreciendo créditos por el 80% del valor del buque, al 12% de interés, 12 años de amortización y dos de carencia, más una subvención de 30.000 pesetas por TRB construida. Condiciones: que por cada tonelada nueva se aportara la baja de una y media en uso, medida destinada a reducir la flota y provocar el asociacionismo entre armadores. En dicho decreto figuran además otras ayudas, relativas a modernización de buques y a reconversión de sus artes de pesca.
En la costa, sin embargo, añoran las ayudas de los años sesenta y setenta: 83% del valor del buque, 20 años de amortización y 4% de interés. Los resultados están a la vista, con sobredimensionamiento de la flota, creación de los grandes imperios pesqueros vigueses, que absorbieron el 80% del crédito concedido, mientras la flota de bajura apenas dispuso del 20% restante.
La flota pesquera que navega en aguas españolas sólo puede tener una meta: adaptación a la estructura de la CEE en todas sus vertientes (tamaño, rentabilidad de las empresas, canales de comercialización, etcétera). Es preciso poner coto a algunas lacras que padece el sector y que, al final, paga el consumidor. Los armadores se quejan, por ejemplo, de que no pueden repercutir en las ventas los aumentos de precio del combustible. Cierto. En realidad son víctimas de una oferta de pescado muy atomizada, que se realiza en las lonjas de 225 puertos de España. Los asentadores, los grandes beneficiarios del tinglado, pujando en las lonjas a la baja, dan inicio a un proceso de intermediación que hace que un producto experimente incrementos de precio de hasta el 400% al llegar a los mercados centrales.
Parece necesario reducir esa oferta dispersa como primer paso para recortar el margen de intermediación del asentador. Ello, de la mano de un sistema de precios mínimos u orientativos. La experiencia del pasado año con la sardina y el bonito dio resultados positivos, estableciendo un precio de referencia para una determinada calidad por debajo del cual no se podía bajar, fijando además las toneladas a pescar por cada barco. La pesca, en suma, tiene su futuro, pero en ese futuro ya no queda espacio para la aventura, la improvisación y el libre albedrío que presidieron tiempos pasados.
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