Soborno
LA 'DIMISIÓN' de Andrés Hernández Ros como presidente del Consejo de Gobierno de la Comunidad Autónoma de Murcia guarda relación directa con la tentativa emprendida por Francisco Serrano, responsable de finanzas del PSOE y concejal del ayuntamiento de la capital, para sobornar a dos periodistas del diario La Verdad. Joaquín García Cruz y José Luis Salanova Fernández -redactores del diario murciano- denunciaron la entrega de medio millón de pesetas por el dirigente socialista, que pretendía comprar con dinero el apaciguamiento crítico de ambos periodistas en relación con el presidente de la comunidad autónoma. Los tribunales se pronunciarán en su día sobre el asunto. Entretanto, cada cual es libre de realizar sus apuestas, asumiendo la inevitable cuota de riesgo, sobre la veracidad de las declaraciones de unos y de otros en torno al vergonzoso asunto. No hemos podido encontrar ni un gramo de duda razonable que impida dar por sentado que los dos periodistas fueron objeto de un intento de soborno. Más insegura resulta, en cambio, la tarea de delimitar las responsabilidades dentro del PSOE a propósito de este sucio incidente. En cualquier caso, difícil lo tienen quienes propongan convertir a Francisco Serrano en el solitario chivo expiatorio de un asunto que implica, por imperativos de la lógica, a otras instancias. Porque no parece probable que el dinero destinado a los periodistas procediera del bolsillo privado del responsable de finanzas del PSOE de Murcia.Desde hace meses, las tentativas más o menos encubiertas realizadas por algunos medios oficiales -en su mayoría pertenecientes a las comunidades autónomas- para mediatizar a empresas y periodistas, son moneda corriente en el mundo de la Prensa. De esta maijera, el fracaso de la política informativa del Gobierno encontraría su reverso de eficacia a través de, una guerra sucia orientada a sobornar a periodistas para llevarles a defender las tesis, las posiciones o las imágenes de líderes que el razonamiento y la información les impiden amparar. La eterna discusión moral en torno a la distribución de las culpas entre los corruptores y los corrompidos resulta bizantina. Las responsabilidades políticas corresponden en este caso íntegramente a los cargos públicos que fueron elegidos por los ciudadanos para administrar los recursos presupuestarios y que acudieron a las urnas bajo los avales de los 100 años de honradez del partido fundado por Pablo Iglesias y del programa de cambio y reforma moral lanzado por Felipe González. Nadie puede olvidar, en este sentido, las enérgicas denuncias expresadas durante la campaña electoral de 1982 por el hoy presidente del Gobierno contra la utilización defondos reptiles por anteriores Gobiernos para corromper a la Prensa.
El PSOE es una formación política reconstruida desde sus cenizas a partir de 1974. En el congreso de diciembre de 1976, sus militantes eran sólo unos escasos millares. Los buenos resultados electorales obtenidos por los socialistas en 1977 y 1979 hicieron presagiar su acceso al poder a corto plazo. Las decenas de miles de cargos públicos -pertenecientes a las administraciones central, autonómica, provincial y municipal- en perspectiva constituyeron, sin duda, un atractivo aliciente para que un número indeterminado de oportunistas acudieran en ayudadel vencedor en vísperas de su triunfo. Pero los peligros de corrupción no proceden sólo de esos convidados de última hora al banquete. El ejercicio del poder parece haber desarrollado en algunos sectores de los nuevos administradores estilos de comportamiento lindantes con la patrimonialización del Estado, y prácticas de corrupción, como el intento de soborno producido en Murcia.
La única cuestión abierta a la discusión, en el terreno de los hechos, es la magnitud de esos fenómenos. Es probable que la corrupción entre los cargos públicos socialistas sea mucho menor de lo que sus adversarios de la derecha -algunos ocupados todavía en borrar las huellas de su anterior paso por el Estado- insinúan o proclaman. Pero los socialistas no están en condiciones de esgrimir el prindipio de la presunción de inocencia en el terreno de la administración de los recursos públicos, entre otras razones porque durante su estancia en la oposición no aplicaron el beneficio de la duda a sus competidores.
El Gobierno de Felipe González conserva un alto grado de credibilidad, entre otras cosas porque buena parte de los ciudadanos creen en la honradez del presidente y de la gran mayoría de sus colaboradores. Ese capital político y moral puede desbaratarse si el Gobierno y su partido adoptan ante este tipo de fenómenos degenerativos en la Administración una actitud pasiva o deciden protegerse de una supuesta campaña orquestada. El caso de Murcia debe ser investigado hasta sus raíces, aunque éstas se extiendan a insospechados lugares del PSOE y, pongan en diricil situación a quienes promovieron y ampararon a Andrés Hernández Ros y Francisco Serrano.
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