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DAGUERROTIPOS
Tribuna
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Juan Carlos o el Rey

Manuel Vicent
Juan Carlos es un rey actual
Juan Carlos es un rey actualMarisa Flórez

En la vieja monarquía los reyes desarrollaban un trabajo enorme. Se cambiaban de uniforme seis veces al día con sus correspondientes polainas de caña de antílope, lo que equivale a abrocharse mil botones cada jornada. Mataban conejos, perdices y patos salvajes en otoño, hacían bastardos en invierno, abatían ciervos en primavera o iban en mula a las Hurdes en compañía de algún cirujano sangrador, pasaban el verano en San Sebastián con cuello de porcelana, traje color hueso semientallado y sombrero duro con cintilla blanca, se fotografiaban en bombachos con una pantorrilla de rombos en el estribo del Hispano-Suiza y jugaban al polo o al bridge en aquel Madrid que olía a pellejo de vino. También visitaban a los apestados en cualquier epidemia o a los descalabrados de una guerra colonial y consagraban a sus súbditos al Corazón de Jesús. A pesar de todo, la vieja monarquía era un poco paisana. Mojaba las galletas en la taza de té, parecía fascinada por un casticismo de Ribera de Curtidores y celebraba los lances de Lagartijo. Los aristócratas palaciegos servían de enlace con el mundo exterior. En los saraos de palacio formulaban cuitas o maledicencias agitando los polleros a la sombra de los tapices entre un laberinto de espejos y durante las cacerías y otras merendolas campestres las camarillas ejercían su presión en torno a los íntimos aposentos. Los intereses de una clase llegaban por este conducto hasta la persona del rey.

-Majestad, se acerca un bando de becadas. Disparad cuando yo os diga.

-Estoy listo, Pacheco.

-¡Ahora!

-Le he dado. ¿Has visto?

-Su Majestad es un hacha.

-Pacheco, pídeme lo que quieras.

-Ya lo sabe Su Majestad. Mi sobrino Gonzalón...

-Concedido.

La monarquía de Juan Carlos I es otra cosa

Aquellos siglos se fueron en un destructor de la Armada por el puerto de Cartagena el 14 de abril de 1931. Con todos los jarrones intactos, el palacio de Oriente ahora se enseña a turistas de pies hinchados, pero la monarquía de Juan Carlos I es otra cosa. Si en este país hubiera vacas húmedas de ojos azules y ríos navegables, Juan Carlos sería un rey que va al supermercado en bicicleta. Haría expediciones de arqueología o restauraría incunables, podría entretenerse en el jardín hasta lograr una rosa malva después de cien injertos, como hacen algunos colegas suyos de Escandinavia. Por desgracia, en este solar sopla a veces un ardiente sur de fuerza seis que obliga al regio piloto, de rubio cariz, a ganarse el sueldo capeando unas pasiones bastante morenas. Ya no existe la historia. Juan Carlos se riega la propia planta cada día de una forma exquisita para que arraigue su empleo y hasta ahora tiene un dato a favor. Los antiguos monárquicos no le adoran, los pintores abstractos componen serigrafías en su honor, escritores republicanos de barba contracultural se visten alborozadamente de gris marengo antes de darle la mano, algunos rebeldes de imperdible dejan de picarse esa tarde de la recepción y las chicas del grupo rockero ensayan la media reverencia frente al armario de luna. La cosa funciona.

Juan Carlos es un rey actual que se permite la modernidad de romperse la cadera esquiando. El deporte es una ascética para gente de sangre azul y en este sentido la parte visible de su figura, la que el pueblo llano consume sentimentalmente por medio de las revistas del corazón, tiene algo de yate en Mallorca con regata incluida, un poco de squash, imágenes de Baqueira Beret, aquel resbalón en la piscina cuando se dio contra un cristal, su amistad con algún motorista campeón del mundo o con el tenista Santana las escapadas en motocicleta bajo el anonimato del casco, las cenas en el restaurante Landó o en Casa Lucio con los compañeros de promoción en las armas, las fotografías hieráticas en las audiencias o en maniobras militares con la guerrera abierta, la boina ladeada y el bocadillo de campaña. En España hay una monarquía sin corte. El palacio de la Zarzuela es una mansión somera, con hábitos de alta burguesía muy refinada, cuyo lujo en un país industrial está al alcance de cualquier mediano magnate del pollo frito. ¿Pero existen cortesanos? Sin duda alguna. Sólo que no se parecen a los de antes. Los palaciegos son seres que tratan, con suerte o sin ella, de influir en la voluntad del rey, de llevar la presión de sus intereses hasta el pie de la firma. En la antigüedad se les reconocía al instante por el plumero. No en sentido figurado. Ellos se adornaban con penacho y casaca con grecas de oro, botines de paño y bigote engomado. Iban en carroza por la calle del Arenal entre afiladores y perros podencos en dirección al palacio de Oriente, donde tenían un despacho de damasco y conspiraban detrás de los cortinajes, Tal vez los cortesanos de hoy están muy lejos. Como en otras cortes europeas, el palaciego podría ser el embajador influyente de un país que tiene la sartén por el mango, o el ejecutivo supremo de una multinacional que llama por persona interpuesta desde un rascacielos de Nueva York, o el jefe de la CIA, o el dictador suramericano que es capaz de comprar 500 camiones Pegaso a cambio de una visita de adorno en nombre de la Madre Patria, o el jeque árabe con un grifo de oro bajo la chilaba, o el banquero en apuros o el industrial boyante que quieren pedir favores o regalarle un biscúter, como a Franco. También están los pelmazos por cuenta propia, esos que el guardia detiene junto a la verja con unas cartas de tarot.

- ¿A usted qué le parece el Rey?

- Muy bien

-¿Y a usted?

- Que sirve. Es algo práctico

-¿Y a usted?

-Yo soy republicano. Luché en el frente de Gandesa, pero no me importaría darle la mano. Nos ha salvado del golpe.

-¿Y a usted?

Es rubio y campechano. Y sobre todo es más alto que otros jefes de Estado.

Una carcajada muy borbónica

Un buen día cesaron los chascarrillos. Cuando iba de príncipe de España la gente sabia que Juan Carlos era capaz de partir dos ladrillos con un golpe seco de kárate. Poseía una carcajada muy borbónica y callaba absolutamente, pero venía mal recomendado. El general Franco se lo había sacado de la manga como un rey de naipe y lo estaba vaciando en barro a su imagen y semejanza. Algo pudo aprender a su sombra. Franco tenía las virtudes menores del ser humano muy desarrolladas. Habilidad, constancia, picardía, desconfianza y un instinto de insecto para adaptarse al medio. En cambio carecía de los dones mayores que la naturaleza concede a los grandes y magnánimos estadistas. Dentro de esta escuela, aquel joven sonriente de piernas largas guardaba un silencio cerrado, de tipo técnico, y en ese tiempo las opiniones sobre el heredero de la dictadura se dividían en dos: unos decían que era listo, otros creían que Dios no le había regalado demasiadas luces; unos juraban después de haberlo tratado que un día podría dar la sorpresa, otros pensaban que el invento no tenía ninguna posibilidad de funcionar. Los jerarcas del régimen le pasaban la mano, lo veneraban como a una alargadera del dictador. La oposición se limitaba a hacer chistes acerca del caso, que es la forma con que la impotencia política se lame la llaga del costado. A pesar de todo, a los jerifaltes de antaño les silbaba en la oreja la consabida mosca a causa de su padre, don Juan, que había tomado una postura pública contra el régimen de Franco desde el manifiesto de Lausana, en 1945, y no podía variarla sin menoscabo de su autotidad. Juan Carlos había venido a España y no dijo nada, de modo que podía jurar todas las leyes que le ponían delante sabiendo en la intimidad que eran reformables dentro de un contorno. Se calló, pero lo pensó. Luego lo hizo. La oposición se había subido en lo alto del tobogán con don Juan en Estoril, la historia se deslizó suavemente y el cúmulo de demócratas cayó en brazos de Juan Carlos. Fue un lance político entre grandes maestros.

Primera y sublime decisión

Mientras tanto sobrevino aquello de los catafalcos y funerales, las pompas fúnebres de Ramsés, la homilía de Tarancón en los Jerónimos, el conato de jura de Santa Gadea a cargo de Girón después de aquel puchero estelar de Arias Navarro a la hora del último parte de guerra. Comenzó la transición con fuego real, la policía descorchó benjamines de Santa Bárbara y las sirenas rechinaron los dientes en los atardeceres de la ciudad. Entonces los pesimistas divisaban a un joven rey presidiendo de forma inmaculada un baño de sangre. Pero en la crisis del verano de 1976 hubo una jugada muy palaciega, de estilo Borbón. Estaba reunido el Consejo del Reino en un floreo de ternas y papelinas cuando Juan Carlos iba a tomar su primera y sublime decisión de nombrar un presidente de Gobierno con una idea propia. El Rey le dijo a Areilza:

-José María, cuento contigo.

-Gracias, Majestad.

Al conde de Motrico le estalló la gloria bajo los pies y fue largando la cuita del monarca. En su residencia de Aravaca se preparó el champán, se abrieron los armarios donde esperaban los ternos, las corbatas y el cuello duro del nuevo mandatario de la democracia. Después de todo, la cosa encajaba. Amigos y partidarios lo abrazaban repletos de gozo, pero entre ellos nadie sabía, y Areilza menos todavía, que cuando un rey te dice que cuenta contigo siempre es para algo malo. La lealtad sólo se exige en los casos arduos. Así que la bola de la tómbola recayó en Adolfo Suárez, una decepción que el tiempo se encargó de sanar.

Existe un viejo adagio acerca de los borbones: los reyes de esta dinastía no aprenden nada, pero no olvidan nada. No obstante, en la persona de don Juan Carlos se ha dado un caso insólito. Ha olvidado la vieja faramalla monárquica, el repollo con que se adorna la institución y la ceremonia grandiosa del vacío. Ha aprendido que sus cimientos están arraigados en la democracia. Por otra parte, reinar en Europa bajo una cruz de misiles en el firmamento es un empleo arriesgado, bastante sutil, aunque no más complicado que el de un ejecutivo de alto nivel, si bien hay que tener una esposa que adore a Mozart.

-¿Y usted cómo lo ve?

-Yo soy republicano juancarlista.

-¿Y ese intelectual con lañas en las patillas?

-Ése es ácrata monárquico.

- Y ese pasota?

-Ése quiere ser monarca del propio macuto.

En realidad, Juan Carlos se proclamó a sí mismo rey de los españoles a la una de la madrugada del 24 de febrero de 1981. De entonces le viene la auténtica legitimidad. A partir de ese momento fue coronado por intelectuales, artistas, políticos y el pueblo llano, el de la bota de vino. Desde esa fecha el mármol más sólido que lo sostiene es también el descrédito de algunos antidemócratas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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