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El diván cambia de hombre

Primera advertencia a los fabricantes de referendos o tantas otras consultas: el orden de los factores, cuando, de cuestiones emocionales se trata, altera efectivamente el producto. Segunda: que tan decisivo como este orden es el vector o dirección del interrogatorio, es decir, quién pregunta y quién responde. Tercera: que la verdadera cuestión planteada no debe ser demasiado explícita y debe mantenerse en un casto segundo plano.Tres principios, claro está, que los maestros preguntadores -de Sócrates a Freud- han conocido desde siempre: dadnos la pregunta, vienen a decirnos, y os regalamos la respuesta. Lo que importa es quién se constituye en examinador o intérprete: no por casualidad el último deseo de Sócrates antes de tomar la cicuta es seguir "examinando y preguntando a los habitantes del otro mundo", es decir, seguir dominando aún entre ellos. E importa también cómo se manifiesta (o camufla) la pregunta misma Para enterarse de la personalidad y las ideas del bello Cármides, Platón finge estarle interrogando sólo acerca de la jaqueca que le da por las mañanas; para que el paciente suelte el secreto, que lo es también para él mismo, el psicoanalista no le pregunta por sus problemas, sino que le pide que asocie ideas libremente...

Hace dos años, con ocasión del encuentro de intelectuales castellanos y catalanes en Sitges, lo advertí ya a sus organizadores. En lugar de seguir hablando y pidiendo comprensión para el "problema catalán", lo que debía hacerse era simplemente invertir la cuestión: hablar y tratar de comprender, desde aquí, el "problema español". Una tradicional inseguridad y ansiedad había llevado a los catalanes a poner siempre por delante el tema de su identidad y la necesidad de que fuera comprendida y reconocida. Sólo que con ello, y aun contra su voluntad, estaban otorgando un injustificado protagonismo y ventaja a quien venía para comprenderla. Cataluña misma se constituía en tema: Cataluña era el caso, Cataluña era el proclamado paciente de sí misma. Con lo que parecía hacerse bueno el duro diagnóstico orteguiano de Cataluña como "quejido incesante", como "problema perpetuo", como "peregrina en la ruta de la historia en busca de un Canaán que sólo se ha prometido a sí misma".

Y es que lo importante, en efecto, es quién se echa en el diván y quién permanece en el sillón para entender al otro. De ahí que el solo enunciado Qué es España -el solo invertir los papeles y preguntarle a España, desde la periferia, cuál es su problema- haya abierto en el Encuentro de Gerona un nuevo tipo de discursos. Discursos que se hicieron más radicales sin pasar por ello a ser meramente ideales ni dejar tampoco de ser cordiales. Con razón se quejaba Sánchez Ferlosio, al principio de su ponencia, "de la pregunta que se me hace en este examen". Sin duda intuía que puesta así, y desde aquí, la pregunta delimitaba ya en cierto modo, la respuesta: que el medio se convertiría efectiVamente en el mensaje (en otro mensaje).

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Pese a haber asistido sólo al debate final, me pareció adivinar dos modos posibles de enfrentar desde Cataluña -y en general desde las nacionalidades históricas- la buena posición en que las situaba el planteo mismo.

Uno de ellos resultaba el contrincante-aliado natural del rabioso antinacionalismo de Rafael Sánchez Ferlosio (demasiado "rabioso", como él mismo reconocería, para no ser sospechoso), si más no por aquello de que para pelear hay que empezar abrazándose. Incapaces de aprovechar la ventaja que les daba el que la identidad en cuestión fuera la del otro, éstos seguirían insistiendo en declararse pacientes e incomprendidos, en plantear el problema de nuestra identidad catalana o vasca. Y tratarían incluso de defender ésta su vieja tópica, remozándo la con una retórica nueva. Ahora, Cataluña ya no sería la patria del cristianismo o de la sardana; no, ahora sería la patria de la sociedad civil. España representaría la guardia, y nosotros, la vanguardia: unos, la guardia civil; los otros, la sociedad civil.

Ahora bien, a mí me parece insostenible este intento de transformar la idea de sociedad civil (el más fluido y menos esencial de los conceptos hegelianos) nada menos que en la "esencia" o el "hecho diferencial" de Cataluña. Y por más de una razón. Ante todo, porque desconoce que el desarrollo económico de los sesenta, la modernización política de los setenta y la consolidación monárquica de los ochenta han limado suficientemente lo que en otro momento sí pudo ser una caricatural diferencia entre España y Cataluña (Pep Subirós). Pero también, como he señalado aquí mismo, porque aquel planteo devolvía a Cataluña al "diván" freudiano o al "tema" orteguiano de país enzarzado con el problema de su propia identidad. Y, en fin, porque resultaba irónico y paradójico que esta poética de la sociedad civil fuera hoy or-

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questada desde una Generalitat que, en lugar de estimular esta sociedad, ha resultado, en este sentido, de un españolismo a ultranza: que ha tendido a la reproducción "cIónica" de las estructuras administrativas centrales y a la réplica del patético cuestionamiento español sobre la propia identidad. Ambos "nacionalismos", en efecto, forman sistema y han acabado constituyendo un pacto cómplice. Un pacto que hay que romper por ambos lados para que, como decía Savater, "ser vasco deje de significar ser antiespañol o ser español manu militari"; o, para acabar, en términos de Trias, "con la irracionalidad metafísica del Estado y con la irracionalidad metafísica de la nación".

(¿Cuándo acabaremos, en fin, de exhibir lastimosamente nuestros complejos diciendo que "som els millors" o que "España es lo mejor"? Siempre que oigo en un país declaraciones de esta naturaleza, me pregunto cuál será su problema o su carencia. Países normales hay siempre tres, cuatro o cinco; sólo cuando un país no acaba de creer en sí mismo oímos decir que "como él no hay dos".)

Pero otro grupo catalán sí supo aprovechar en el Encuentro de Gerona la ventaja que el planteo mismo parecía ofrecer, y así se puso de manifiesto en las intervenciones, entre otros, de Subirós, Trias, Savater, Sádaba, Ramoneda, Mascarell. En ellas no se "hacía política", pero sí se hablaba en términos de distribución del poder. No se aceptaba la realpolitik, pero no se caía tampoco en una auto complaciente idealpolitik para uso de intelectuales. Se aprovechaba el hecho de que Cataluña y Euskadi no fueran el tema proclamado del encuentro para dejar bien claro (y ello de acuerdo con los representantes de Madrid) que el problema real era y había sido el de las nacionalidades históricas, y que las demás habían sido inducidas para neutralizar a éstas a partir de lo que, siguiendo a Fernando Morán en su crítica de Ortega, podríamos llamar la teoría del alveolo: "Montar un sistema general de las autonomías para que el problema catalán y vasco encuentren en él un alveolo". Se defendía igualmente (ahora con menos acuerdo de Madrid) que importa no sólo la "forma" democrática del Estado, sino también su "ámbito", y que, en cualquier caso, ambos problemas debían desacralizarse; es decir, ver la democracia como la negociación transparente de los intereses en conflicto, y la autonomía, como la distribución coherente del poder. Frente a un esencialismo, en fin, enzarzado en deducir el nacionalismo a partir de hipótesis geográficas, étnicas, etcétera, se llegaba también al acuerdo de que hay que inducir un nacionalismo liberal y pragmático, más al estilo de Rovira i Virgili que de Menéndez y Pelayo: un nacionalismo no basado en la identidad, sino en la voluntad, y confiado también en la nueva viabilidad que adquieren sus aspiraciones en un momento en que los Estados-nación europeos han quedado económica, militar y culturalmente fuera de escala.

Es desde esta perspectiva que se pudo afirmar -sin rubor, pero también sin agresividad- el derecho de toda comunidad tradicional sólidamente organizada a aspirar al status de Estado: no por casualidad, sugirió Aranguren, tienen ambas palabras la misma raíz. Un status o estado, continuó Aranguren, que en el nueVo marco europeo adquirirá necesariamente otro sentido que el que le daban el centralismo de unos y el irredentismo de otros. Así fue como en este Encuentro de Gerona, y por el arte de una pregunta invertida, pareció que las ideas más atávicas empezaban a dejarse perínear por el flujo de las cosas mismas.

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