Una violencia crepuscular
BARCELONA SE ha especializado en los últimos años, de manera particularmente trágica, en una variante absurda y siniestra de la inseguridad ciudadana: Ias explosiones, variadamente atribuidas al gas o a causas menos conocidas, en viviendas del casco urbano, con inevitable pérdida de vidas humanas.Esta racha ominosa se inició contemporáneamente el 6 de marzo de 1972 con la completa destrucción de un inmueble en la calle del Capitán Arenas, siniestro en el que murieron 18 personas y que, rodeado de las más confusas circunstancias, acabó por ser atribuido a la deflagración producida por un escape de gas, sin que entonces ni ahora pueda considerarse verdaderamente cerrado el caso. Desde esa fecha, y hasta la explosión del pasado miércoles en la calle del Cinca, ha habido 42 muertes violentas, que no en su totalidad cabe atribuir a causas accidentales.
Es cierto que han pasado los tiempos de la rosa de fuego, aquellos en los que era verosímil oír a las autoridades civiles de la época que "en Barcelona no hacía falta preparar la insurrección, porque siempre está preparada". Eran los años del pistolerismo amarillo, del anarquismo, violento, mesiánico, revolucionario congénito a una estructura de la propiedad de los medios de producción que excitaba el individualismo y la atomización de las relaciones laborales. Pero, de esa Barcelona inquietante de principios de siglo ha pervivido un anarquismo residual, fuertemente teñido de simple bandolerismo en muchos casos, que hay que distinguir claramente de lo que resta del anarquismo oficial, encarnado en una fuerza sindical perfectamente respetable. Es un anarquismo sumergido, un tanto perdulario, cuyos flecos se mueven dentro del terreno de una u otra delincuencia, llámesele o no política.
De otro lado, parece como si la incapacidad de respuesta de las autoridades, ante el lógico encadenamiento de interrogantes que se plantea la ciudadanía, fuera el detonante más adecuado para excitar zonas especialmente sombrías de la imaginación. La falta de información, no ya a las pocas horas de ocurridos sucesos como los de la calle del Cinca, sino años después de una catástrofe como la de la calle del Capitán Arenas, contribuyen a espesar un clima de inseguridad y bulo amplificado. Para muestra basta un botón. Horas más tarde de la explosión del miércoles, en la que murieron tres personas, se especulaba con que la causa del siniestro podía ser la detonación de una caldera, y los servicios del ayuntamiento no podían determinar si tan siquiera había un aparato de esas características en el inmueble. Hace unas semanas estallaron tres petardos en Barcelona y, si bien uno de ellos fue reclamado por la organización terrorista Terra Lliure, los otros dos siguen siendo, a estas alturas, de padre desconocido.
El que esa violencia residual, espontaneísta y recóndita, sea apenas comparable en su concisa amplitud a la que siembra el terror en el País Vasco, no debe hacemos perder de vista la gravedad de unos hechos fantasmagóricamente repetidos en los últimos años. Al margen de los circuitos reconocidos de la violencia política, existe un poso crepuscular casi de salto atrás que nos vincula a tiempos pretéritos. Aquellos de la propaganda por el hecho. No todo el pasado ha muerto todavía.
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