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Galiana de Toledo

Disfruté de una placentera sobremesa hace pocas semanas en las orillas del Tajo en Toledo. Las antiguas ruinas del palacio de Galiana, hoy bellamente restauradas, formaban el escenario incomparable que servía de fondo a nuestra conversación. Envuelto en un bosquete de cipreses que se yerguen ante el visitante, advirtiendo de la hospitalidad de la dueña, Carmen Marañón, el castillo de traza mudéjar, todo de yedra revestido, evoca un pasado legendario en el que es difícil separar la realidad del ensueño; el hecho histórico, de la creación poética. La Huerta del Rey, que así se denomina el trozo de la vega feraz que se asoma al río, fue asiento de los reales de Alfonso VI durante el larguísimo asedio que precedió a la toma de la ciudad. Pero antes ya había sido jardín y pabellón de baños de los reyes musulmanes que levantaron sus palacios en el casco urbano sobre el puente de Alcántara, edificios que después de la conquista se convirtieron al cabo de los siglos en iglesias y conventos cristianos.¿Quién fue la Galiana que dio nombre a estos parajes? Hay tantos sedimentos superpuestos en la historia de Toledo que es difícil mantener intacto el hilo de la rebusca. Menéndez Pidal es la aguja imantada de los que bucean rincones oscuros de nuestro ayer. Galiana es la mora bellísima de la que se enamoran cuantos la ven, la entrevén o simplemente oyen hablar de ella. El joven Carlomagno, del que no se sabe nada a ciencia cierta hasta que cumplió sus 26 años, fue de estos últimos. Se enamoró de oídas de la bella Galiana. Eso dicen varios poemas épicos del ciclo carolingio. Carlomagno, como El Cid siglos más tarde,también tiene sus fabulosas e inventadas Mocedades. Viene el hercúleo príncipe franco-germano desde su palacio bordelés en la Aquitania a buscar pendencia y arrebatarle Galiana, hija de reyes moros, al gigantesco Bramante, musulmán también, que la tiene secuestrada. Descomunal es la batalla que se riñe en el valle Samorial. No solamente vence Carlomagno, sino que se lleva como trofeo la espada Durandarte, cuyo filo mágico garantiza las victorias. Galiana se marcha a desposarse con el vencedor. ¿Carlomagno tendría a partir de ahora una espada cuya hoja había sido templada en aguas del Tajo, incluso superior a la Joyeuse, que figura como suya en el tesoro y mausoleo de Aquisgrán? Don Ramón, minucioso siempre, encontró cerca de Cabañas de la Sagra un valle que se llama Salmoral por estar el suelo salobreño empapado de salitre. ¿Sería esta toponimia tan precisa una prueba de que el autor del poema, francés según algunos, toledano según otros, conocía al detalle los parajes cercanos a la ciudad?

Otra versión de Galiana es menos poética, pero quizá más verosímil. La senda Galiana era el nombre que se daba a la ruta que desde Toledo, orillando el Tajo, subía hacia Guadalajara, buscando los portillos pirenaicos en demanda de la Aquitania. Sobre la antigua calzada romana de Lisboa a Burdeos se fue creando una ruta que, con itinerarios algo distintos, llevaba al mismo término. Ese camino, o cabaña ganadera, se llamó la senda Galiana, es decir, la senda de los Galias. Era un segundo camino francés como el que se iba estableciendo en el Norte por los peregrinos jacobeos, el de Santiago, esa inmensa riada cultural y religiosa que fecundó nuestra arqueología y nuestro ser durante la temprana Reconquista. El alcalde, casi vitalicio, de Burdeos Chaban Delmas, que asistía a la tertulia y nos preguntaba sobre esos temas, quedó impresionado por la concatenación de las dos culturas, la hispana y la francesa, que demuestra el légamo de la historia común. Alfonso VI, que rescató Toledo del islam y dirigió la campaña de seis años desde este paraje, ¿no fue el más afrancesado de los reyes castellanos -"el más atormentado" lo llama Sánchez Dragó-, con su generosidad ilimitada hacia los monjes de Cluny? ¿No lo eran asimismo doña Constanza y el abad Bernardo, que cristianiza- Pasa a la página 16 Viene de la página 15 ron a la fuerza sinagogas y mezquitas? ¿No había en Toledo en el siglo XII una numerosa colectividad francesa casi tan importante como la mozárabe y la judía, que dejó nombre y rastro en la primitiva cal de francos?

Subimos a las galerías y terrazas del viejo palacio de los baños de Galiana restaurado. Desde los arcos abiertos hacia el río se adivinan entre las adelfas los restos de las clepsidras que medían el tiempo con el agua. Toledo fue siempre rico en artificios fluviales. Pero los relojes de agua vinieron a Europa desde la remota China, que los perfeccionó y los guardó en secreto para el uso exclusivo de los emperadores. Medir el tiempo era sujetar la vida. Controlar la existencia humana era un privilegio del poder político. Los árabes aprendieron de la cultura china los últimos adelantos de esta cronometría hidráulica. Las clepsidras de Galiana eran célebres en Occidente porque su constructor, Azarquiel, ideó un sistema de medición del tiempo lunar o calendario de 29 días en el que la gravitación de nuestro satélite hacía subir o bajar las aguas. Era un reloj de luna. Pero no a la manera del que existe en el claustro de la cartuja del Paular, que mide las horas nocturnas con el reflejo lunar. Éste era un reloj de mareas.

Otra historia se inserta aquí, entre los arcos y las finas columnas del palacio. Los capiteles nos muestran leones rampantes y calderos jaquelados del apellido Guzmán. Fueron los torreones de Galiana, en pleno siglo XIV, nido de amores y descanso estival de Alfonso XI y de doña Leonor de Guzmán, "que era en hermosura la más apuesta mujer del reino", dicen las crónicas. Ocho hijos tuvieron de su fecundo, ilegítimo y larguísimo entendimiento, del que salió una guerra civil y el arranque de una nueva dinastía, la de Trastámara, en nuestra nación. ¡Hasta dónde llega la continuidad del pasado en países de tradición antigua! Todavía la penúltima propietaria de la Huerta del Rey y de las ruinas de Galiana era una dama del linaje de Guzmán, emperatriz que fue de los franceses: Eugenia de Montijo.

El cielo se anubló y entró la lluvia a oscurecer la tarde. El sol se convirtió en un punto opaco de luz envuelto en halo, tras las nubes de la tormenta. Toledo mirado desde abajo se perfilaba como una crestería fantástica que recordaba a las vistas de Toledo con tempestad que pintara en ocasiones el Greco. Toledo es una ciudad secreta e inexplorada. Guarda más cosas que las que enseña al visitante. Fue símbolo de poder y de unidad. Y también plataforma de tolerancia. Cada piedra, cada rincón, rezuma memorias del ayer. Y late en ella un pulso de vida subterránea que habla de ocultos pasadizos, de escondidas galerías, de cuevas ignotas que acaso no sean sino metáforas del espíritu, del genio de la ciudad. Formas imaginativas de la España críptica a que obligaba en ocasiones la intransigencia del poder.

"Toledo duerme -no sé si sueña- encaramado en los rocosos y escarpados arribes del Tajo que se lanza desde las sierras que lo regozan en la meseta de Castilla la Nueva", escribió don Miguel de Unamuno. Yo he visto nacer el Tajo en el manadero inicial de Fuente-García, al pie del cerro de San Felipe, en tierra aragonesa limítrofe de la conquense. ¿No sería preciso que el poder público devolviera al fluvial cinturón que ciñe a la histórica capital de la Reconquista, hoy contaminado de los peores detritos industriales y orgánicos, su cristalina belleza originaria? ¿No lo merecen cuantos siguen viviendo, como dijo Garcilaso, "del Tajo en la ribera"? ¿No es el mínimo respeto que exige, ese río al que el poema del Cid califica así: "Tajo, que es una agua mayor"?

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