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Daguerrotipos.

Herrero de Miñón, el adalid

Manuel Vicent

En aquella severa mansión donde él había nacido, frente a la Casa de la Villa, había armarios crujientes, hondos salones con tresillos isabelinos, consolas con espejos biselados y una gran biblioteca con más de 30.000 volúmenes repletos de filosofía perenne, en cuyo ámbito de silencio encuadernado siempre se oía a media tarde la mandíbula de un térmite, o probablemente el rechinar de dientes a cargo de un pequeño ratón que roía desde Aristóteles a Calderón de la Barca a modo de merienda. El padre de Herrero de Miñón, educado en la estirpe intelectual de Giner de los Ríos, había impartido la enseñanza de la literatura clásica en el Instituto Escuela y era un preclaro liberal con un moralismo de infusión de té a la inglesa y hojaldres de Viena Capellanes, uno de esos personajes con cierto perfume a tarro de farmacia de la Reina y a dinero antepasado, que logró una cultura refinada y un toque de modernidad sin dejar de ir a misa los domingos. Poseía en su especialidad la mejor biblioteca de Madrid, aquel profundo espacio taladrado por un rayo de sol con polvillo incandescente donde al caer el día se escuchaban en la penumbra de cuero los diminutos mordiscos de un roedor, enigma que tenía alarmado al insigne catedrático. ¿De qué voraz animalito podría tratarse? Había sus dudas. Pero sea cual fuere, a esas alturas, después de tantas páginas engullidas, bien pudiera haber ostentado ya el grado de doctor.-¿Qué clase de bicho se come mis libros?

-Cualquier ratita sabia amante de Galdós.

-O una polilla.

-¿La oyes?

-Ahora ha parado.

Lo mismo el marido que la mujer estaban inquietos, y una noche decidieron dar una batida por sorpresa. Se acercaron con pasos blandos, como los de la Pantera Rosa, por el corredor, y en la puerta ambos contuvieron la respiración. Luego, de un golpe, abrieron el recinto de la biblioteca, y allí arriba, encaramado en la cuarta estantería, encontraron a Miguelito, su único hijo, de 11 años, masticando lentamente unas obras completas.

Cargaba mucho de cabeza

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón había llegado a este mundo en Madrid, en 1940, sin que hubiera ninguna señal en aquel cielo del color de las lentejas con gusanos, aunque muy pronto sus padres supieron que el infante cargaba mucho de cabeza. No es que la tuviera gorda, sino densa. Era el niño que a la mínima caía derribado por el peso de la propia masa encefálica y quedaba con las patitas arriba, el cráneo pegado a la baldosa, y no había forma de enderezarlo. Obedeciendo al suave laicismo familiar, estudió el bachillerato en el instituto Ramiro de Maeztu, y eso significa que no se vio rodeado de curas en la hora temprana, cuando las mucosas de la fe son más sensibles y, por otro lado, nadie le recuerda mitad monje y mitad soldado, como aquellos centauros adolescentes de posguerra, que en los patios escolares aliñaban las salves a la Virgen María con himnos bélicos. Aquel muchacho de gafitas precoces y cresta de gallito empollón no jugó a la taba en las aceras sembradas de tísicos escupitajos del tiempo, ni se reventó los granos de la pubertad en los billares golfos, ni tampoco se inició en el misterio de la carne cabalgando un agrio camastro en la calle de San Marcos. En casa respiraba un liberalismo enfrascado, ese que en medio del clamor franquista no osaba decir su nombre. Miguel Herrero descubrió la vida en una larga y ciega travesía de libros, todos gordos y de primera calidad, que tenía al pie de la sopera, y lo demás fueron vahos de la realidad viva inhalados a través de la ventana.

Así iba creciendo en edad, sabiduría y también, delante de su padre y de los amigos de su padre, en un ambiente donde se cultivaba, en distintas macetas la memoria, el rigor mental, la libertad de pensamiento, la fiebre del bulbo raquídeo con una suavidad de pastel de nata con alcanfor. No es necesario recordar que el joven adalid obtuvo todos los sobresalientes posibles, tanto en el bachiller como en la carrera de Derecho o Filosofía, y cuando ya no había más premios extraordinarios para él, rompió el huevo cuya cáscara tenía el espesor del Digesto, sacó la cabeza por el Pirineo, vislumbró desde allí las luces de la cultura europea y comenzó a volar.

-Ahora quiero estudiar en Oxford.

-Sí,hijo.

-Y después, en Lovaina.

-Sí, hijo.

-Y luego, en el Collège de France, en París.

-Sí, hijo.

-Y en Luxemburgo, y en Ginebra, y en Escocia.

-¿En Escocia también?

-Sí.

-Lo que tú quieras, hijo. ¡Qué barbaridad!

Miguel Herrero era hijo único de padre católico y liberal, un señor fino que tenía complejo de Edipo con la diosa Minerva, cuyos verdes ojos paganos simbolizan la inteligencia, pero daba gracias al Dios de los cristianos por haberle enviado un vástago superdotado que, sin duda, se calzaría la oposición más difícil a la primera. Entonces, este joven vestido de diploma, que lo había leído todo, escribía excelentes relatos de misterio e iba por el mundo con ribetes de agnóstico luciendo una ironía ácida. Mientras su generación hacía el ganso con los Beatles, él se transformaba en letrado del Consejo de Estado con 26 años, y desde ese momento ya no pisó tierra, sino alfombras y tarimas. La belleza de los años sesenta comía salchichas de Francfort con tomate en las esquinas de Moncloa, los chicos de la trenka se casaban con extranjeras y en la calle se produjo la auténtica ruptura cuando estallaron las costuras de los vaqueros a causa de la nueva promoción de culos vitaminados, pero en ese instante Herrero de Miñón podía ser ya un pez gordo o algo semejante. Tampoco tenía necesidad de enmascarar su alma de progresista, si bien en aquel tiempo bastaba con dejarse barba para que en la academia de Conesa a uno le tomaran por revolucionario. Él no llevaba barba, ni siquiera bigote de Porfirio Díaz. Usaba tirantes que le barraban un tronco de donde le salía, una voz engolada y sabiondilla por debajo del desafío de su nariz, que le hacía temible o repelente, según los casos. Se trataba de un liberal rodeado de gatos en un caserón familiar, plantado en el Madrid del Diablo Cojuelo; de un joven subsecretario con novia digna y pura, de falda plisada, a la que festejaba con el rito aún decimonónico del paseo entre pastelerías y conferencias. Entonces el galán mandaba bajo seudónimo algún artículo a los periódicos, y en eso consistía su única clandestinidad: narrar en medio de la dictadura lances de derecho constitucional comparado, escribir europeísmos y hacer manitas con la libertad venidera, coqueteando ante el Tribunal de Orden Público.

-¿Usted qué es?

- Liberal conservador.

-Precioso.

-Son dos palabras llenas de dulce saliva. Te las puedes pasar por la boca como un caranielo. Prueba.

-Cierto. Saben a menta.

Cuando llegó la democracia, Miguel Herrero no pertenecía a ningún partido, secta o capilla. Era un alto funcionario del Estado no contaminado de franquismo, un técnico de rigurosa labia jurídica, y en ese plan llegó al Parlamento, arrastrado por la barrancada de UCD, cuya piragua gobernaba un simpático Tarzán de Cebreros que no había hecho oposiciones ni nada. No sabía derecho. Tampoco lograba enredar la lengua en sutilezas de reglamento, pero tenía olfato y cierta osadía de aventurero. A él, los jóvenes dorados de la coalición, constitucionalistas que cargaban el paquete genital hacia la derecha, le dejaron hacer el trabajo sucio. Mientras se desmontaba el decorado de carcomidos blasones y se pasaba la manga de riego por la leonera, todo el mundo parecía progresista. Y una vez terminada esta tarea se iniciaron las pasiones. En aquel tiempo: Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, jurisconsulto adalid, jugaba a la retaguardia en el interior dé ponencias, comisiones, grupos, juntas de portavoces, manejando el florete o soltando algún zambombazo jurídico con su voz paladial, llena de pedante satisfacción. Entonces él era él y no tenía ninguna necesidad de hilar secretas virguerías acerca de su alma.

Tiburones de secano

La caída de Adolfo Suárez es una historia de pequeños tiburones de secano, una lucha por el poder dentro de la propia charca donde se repartían certeros bocados entre compañeros de escaño con sonrisa cristiana. Probablemente Miguel Herrero comenzó el despegue por simple orgullo mental. La carnaza se hallaba cerca, y este joven sabiondo se creía, con toda legitimidad, el más preparado, leído, culto, mordaz, irónico, tecnicista, sutil y diplomado. No hay que creer demasiado en ese asunto del electorado. La opinión pública no era un desodorante que había abandonado a UCD por su política reformista, de un progresismo discreto. No se trataba de un problema de coherencia, sino de una herencia propiamente dicha de la primogenitura a cambio de un plato de lentejas. En aquella desbandada rebosante de dentelladas entre cabecillas de tribu y otros barones, Herrero de Miñón pensó encontrar su plato de lentejas en la parte alta de la derecha. A partir de ahí, este personaje no ha hecho más que acomodar el pensamiento a sus intereses.

-¿Qué opina usted del divorcio?

-Fatal.

-¿Y de la LODE?

-Peor.

-¿Y del aborto?

-Un asesinato.

Quién lo iba a decir. Aquel muchacho tan liberal, sarcástico, medio agnóstico, venteado por los aires de Europa, policromado por múltiples universidades extranjeras, metido ahora, en el lío de defender causas periclitadas en las que tal vez no cree. Ésa es la sensación que da. Cuando se le conoce un poco de paisano, uno ve al punto que es listo e incluso moderno, si mucho te apuran. Con Herrero de Miñón se puede hablar de Platón o de El Coyote, de Chateaubriand o de El Hombre Enmascarado, que bien podría tratarse de él. Pero al escucharle en la tribuna con tonadilla nasal de niño sabio alanceando fantasmas de la izquierda dentro de una armadura de vestíbulo de caserón, se llega a la conclusión de que el poder, al margen de la esquizofrenia, para algunos políticos es un bien en sí mismo. En ese estado de cosas, las ruedas de molino se toman sin bicarbonato.

Ahora, Miguel Herrero está sentado en este Sinaí de piedra pómez a la diestra de Fraga. Se supone que el líder de Alianza Popular ya lo sabe. Estos muchachos que usan tirantes son muy ambiciosos. Poseen la ira de los pálidos, destapan la caja de los truenos, pero duermen poco y van labrando en la oscuridad, a medio plazo, la misma trampilla por donde un día se despechó aquel Tarzán de Cebreros. No obstante, conviene recordar una cosa: si Miguel Herrero se pasara la garlopa sobre su diseño pedante, que ahuyenta hasta los mosquitos, podría con facilidad convertirse en un presidente de Gobierno de derechas. Eso tendría una ventaja: habría un presidente de derechas que ha leído 30.000 libros y no se ha vuelto ciego.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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