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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El rescate de la historia

EL DESCUBRIMIENTO de una gran parte del archivo personal de Manuel Azaña constituye un fenómeno histórico y cultural de primera magnitud. La personalidad del último presidente de la II República española, político e intelectual de raíces profundamente españolas, el primer orador del siglo y uno de nuestros mejores prosistas, va a ser, a partir de ahora, mucho mejor conocida, y de esta manera se irán reduciendo las grandes capas de desconocimiento, manipulación e infamia que durante tantos lustros le habían rodeado en el interior de su propio país. Desconocimiento que ha ido cediendo paso, en los últimos años, a una información más justa, exacta y veraz, que contribuye al mismo tiempo a un mejor conocimiento de nuestra historia y del más reciente pasado español.Es curioso pensar que el primer español en iniciar esta gran tarea, una vez en el camino de la restauración democrática, fue precisamente el Rey de España, cuando en noviembre de 1978 selló en México, al abrazar a Dolores Rivas Cherif, viuda de Azaña, el principio de la reconciliación de todos los españoles.

Después llegaron las celebraciones del centenario del nacimiento, en enero de 1980, la reaparicíón de sus libros en el mercado, los actos y conmemoraciones de todo tipo, y hasta algún estreno teatral de importancia, que llevaron al mismo tiempo al gran público el resultado de los trabajos que investigadores, profesores e intelectuales estaban llevando a cabo sobre la obra de Azaña desde hacía ya bastante tiempo.

Manuel Azaña ha sido una de las figuras de la historia española que más ha sufrido la persecución de calumnias, insultos y vilezas de todo tipo, producto de la incapacidad del antiguo régimen y de sus corifeos para asimilar su propia victoria bélica, como si una especie de histérica mala conciencia hubiese recorrido durante cerca de ocho lustros el alma y las mentes de estos crispados vencedores que no supieron nunca edificar la paz que tan ostensiblemente pregonaban. Cabe pensar, después de estos últimos años, que la sociedad española vuelve a encontrarse a sí misma en la paz y en la libertad, que la historia se corrige y que, una vez más, el tiempo está dictando su veredicto final.

Pero todo este gran archivo documental, cuyo destino final son los herederos de Manuel Azaña en todo lo que tenga carácter privado y el Estado en los documentos públicos, está todavía incompleto. Producto de una rapiña, pues fue robado en Francia por los alemanes durante la segunda guerra mundial y puesto a disposición del régimen de Franco, todavía faltan los Diarios, que fueron robados en Ginebra por un joven diplomático traidor a la República y que sirvieron para montajes tan vergonzosos como el del repulsivo volumen que Joaquín Arrarás publicó en 1939 en España como si fueran las memorias íntimas del vencido presidente. Estos textos existen, su existencia está documentada y su paradero era conocido hasta el 20 de noviembre de 1975: el palacio de El Pardo, según el profesor Juan Marichal (ver EL PAÍS del 2 de julio de 1978). Restituir estos documentos a sus legítimos propietarios es una simple acción de justicia. Quien los tenga y no lo haga es un vulgar ladrón.

No sería malo que este descubrimiento sirviera de lección para aquellos a quienes tanto molesta la atención que la sociedad española está prestando a su inmediato pasado, a los tiempos de la guerra y la República, objeto de una constante labor de difusión, reexamen y testimonio en múltiples actos, publicaciones, libros, revistas, tareas académicas, reportajes periodísticos o televisivos que no buscan otro fin que el de conocer mejor nuestra historia reciente, manipulada hasta el ridículo por el anterior régimen. Quienes se rasgan las vestiduras y acusan de manipulaciones o de maniobras políticas a lo que no es más que una labor de limpieza histórica y desmanipulación de lo tantas veces manipulado durante casi medio siglo, tienen, en la resurrección de Manuel Azaña y de sus archivos, una prueba más de que la historia no se detiene, que no es monopolio de nadie y que la verdad se abre paso constante y tenazmente hasta el final de los tiempos. Al fin y al cabo, se trata simplemente de que las tesis históricas ya comúnmente aceptadas fuera de nuestras fronteras empiecen a ser ampliamente difundidas en el interior de nuestro propio país.

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