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Moscas, pájaros y lobos

"Aquí nos sacamos los ojos unos a otros", repite obsesionada una amiga barcelonesa que me tiene una hora al teléfono para contarme que, a causa de una fuerte depresión, ha estado internada 13 días en una clínica especializada. El "aquí" es el centro de trabajo (de paro ya) en una conocida empresa que da los últimos coletazos.Los empleados, sin tarea y con la liquidación firmada, tienen todavía que acudir, un mes o quizá dos, a sus puestos, a sus mesas. Las mismas mesas de tantosaños, que fueron trincheras respetables y seguras, son hoy tablas carcomidas de naufragio que hay que abandonar sin remedio. Pero a los náufragos, a cada uno de ellos, les queda una mano libre para, al menor descuido, sacarle los ojos al náufrago de al lado, en la disputa por algunas migajas que algún dios tira desde lo alto.

Otra amiga (y compañera), aquí en Madrid, me descubre que un amigo común, "quién lo iba a decir", ha estado a punto de jugarle una mala pasada en la empresa en donde ambos trabajan. Y, naturalmente, con alevosía: "Pidió mi cabeza en una reunión de la dirección, y, días después, me cogió, cariñosamente por los hombros y me susurró: 'Gracias a que yo te defendí...'". Total, que la mujer -"el ambiente es mezquino y nos hace mezquinos a todos", se lamenta- está pensando en pedir una excedencia y huir a alguna selva de África o América, antes de que cualquier noche la sorprenda, peor que una pesadilla, el insomnio.

Es la crisis económica. En períodos de crisis se multiplican infinitamente estas historias y son raras las personas que no muestran catadura de barbo fusco y voraz. Lo que pasa es que, explicada por Boyer y demás expertos, la crisis se distancia, queda apresada en índices y tantos por ciento. Como si no fuera con uno. Pero esos datos de pizarra entrañan hechos espeluznantes que nos afectan directamente. Cualquiera conoce casos de ejecutivos convertidos en hombres-lobos; de chicos y chicas que vienen a parar en atracadores y prostitutas; de cuidadosas amas de casa que inexplicablemente dejan de teñirse el pelo; de jefes de negociado convulsos en la cola del cardiólogo; de parados, ancianos y limosneros... Cada uno con su nombre, sus dos apellidos y el lugar de nacimiento.

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En épocas de crisis como la presente, los humanos nos parecemos, en el mejor de los casos, a la drosophila melanogaster, una mosca pequeña que se ve en enjambres alrededor de la fruta podrida y que un científico americano, llamado. Pearl, encerró en número adecuado en una botella con el fin de comparar su comportamiento social y demográfico con el nuestro. Para preservarnos, los hombres retrocedemos a la agresividad antropófaga de nuestros antepasados del Paleolítico. Es un acto espontáneo. La agresividad, aun en tiempo propicio, es una virtud especialmente cotizada en el mercado laboral y comercial. Parece ser, pues -si atendemos al citado y parecidos experimeritados-, que los males que nos aquejan tienen un fundamento biológico. Se producen cuando la población crece por encima de los recursos disponibles. Y se resuelven -todo ha de tener solu- Pasa a la página 10 Viene de la página 9 ción- mediante la imposición de "derechos territoriales". Es decir: los individuos excedentes, sobrantes -dos adjetivos de dramática actualidad-, sean ellos moscas, pájaros o mamíferos, se ven empujados hacia zonas marginales a las que deben adaptarse o morir. Es así de sencillo. La especie se preserva y preserva su hábitat óptimo (expresión utilizada por los especialistas) a costa de una minoría de desplazados que resultan ser los más débiles o los que demuestran menos astucia. De esta manera se libran las zonas desarrolladas de la catástrofe maltusiana.

La verdad es que, aparte de discutibles teorías, resultaría, apasionante contemplar el planeta Tierra reducido a tamaño de botella; observar a través de un microscopio ese fenómeno que los demógrafos llaman "territorialidad"; ver cómo el hombre aparta y deja morir de hambre, más allá de una raya, a millones de criaturas de su especie apenas nacidas. Sobre la Península Ibérica tendriamos que averiguar, tras un gran foco totalizador y echando mano de científicos,o de videntes, lo que, por ejemplo, significa biológicamente la reconversión industrial. ¿Alienta en ella, tal como está planteada, el progreso de la humanidad, o es una simple contracción fisiológica del cuerpo social?

Sí, convendría saber qué sentido profundo tiene esta reconversión que nos aflige, y por qué los trabajadores defienden a la desesperada su "territorio" laboral, ese ámbito radical del quehacer diario que nos justifica social e individualmente y garantiza otros pequeños reductos de la vida privada, sin los cuales un hombre no es nada, o, dicho con lenguaje inconmovible, es "un tipo que no tiene dónde caerse muerto". Seguramente, podríamos advertir ta mbién que todas las disputas territoriales son de la misma índole y están relacionadas unas con otras: las de carácter internacional; las de barriada, para expulsar a unos gitanos; las que mantienen los burócratas por un despacho más grande, una mesa o un teléfono; las del obrero que se resiste saguntinamente a perder su puesto...

De esta relación se nutren los "internacionalismos" que, en estas época de abyección moral por la subsistencia, retoñan como una esperanza. Quiero decir que vuelve el espíritu universalista. El de san Pablo, el de los partidos comunistas fieles a Marx y a Lenin, el de cierto pasotismo doctrinario. Los desgraciados, los verdaderos parias de la Internacional -desengañados, rechazados, inutilizados por el juego de promesas y empujones que las oficinas reproductoras de poder alternan sobre ellos- sueñan a la intemperie y quieren creer que la Historia es algo más que biología. Quieren creer, de una forma o de otra, que todos somos hijos de Dios o que es necesaria y posible la concordia universal y la vida en paridad. Algunos, como mis amigas de las que he hablado al principio, terminan internados en centros psiquiátricos o huyendo a otras selvas.

José Luis Pérez Cebrián es periodista.

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