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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El caso de Guatemala

HACE CUATRO años, el 31 de enero de 1980, la Embajada de España en Guatemala era asaltada brutalmente por las fuerzas de seguridad guatemaltecas, que causaron la muerte de 39 personas; la mayoría eran campesinos que habían buscado refugio en la sede de la Embajada como una forma de lograr que el Gobierno de su país atendiese sus reivindicaciones sociales; con ellas murieron, asimismo, el primer secretario de la Embajada, Jaime Ruiz del Árbol, y el canciller, Felipe Sáenz. Se conocen pocos casos en la historia de la diplomacia, de una violación tan descarada y tan inhumana de la inmunidad que protege en todo el mundo los edificios de las embajadas. Merece ser recordada la conducta, llena de entereza, del entonces embajador, Máximo Cajal, que fue herido y salvó la vida casi de milagro; ahora es embajador en Suecia y presidente de la delegación española en la Conferencia de Desarme de Estocolmo. La reacción del Gobierno Suárez, al tener conocimiento de lo ocurrido, y particularmente de su titular de Exteriores, Marcelino Oreja, fue, lógicamente, la de romper las relaciones diplomáticas; lo hizo con firmeza, pero, a la vez, con una gran moderación; se presentaron tan sólo, para el restablecimiento de relaciones, las dos condiciones siguientes: que el Gobierno de Guatemala asumiera la responsabilidad de los hechos y aplicara las sanciones debidas a los culpables, y que reparase los daños materiales y morales causados; por la desmedida actuación de las fuerzas de seguridad. Desde aquel 31 de enero las relaciones siguen rotas; es una situación atípica y conviene averiguar cuáles pueden ser las causas de que el Gobierno guatemalteco no haya estado en condiciones de satisfacer esas dos condiciones mínimas.En estos cuatro años, tres generales se han sucedido al frente del Estado de Guatemala: el general Romeo Lucas, que desempeñaba la máxima jerarquía en el momento del asalto a nuestra Embajada; el general Ríos Montt, que a los 16 meses fue destituido por el último golpe de Estado, que colocó al general Mejía Víctores, actualmente comandante en jefe del y líder supremo del país. Estos cambios reflejan un proceso de descomposición, una incapacidad de las diversas camarillas militares para crear una estabilidad, un mínimo de normalidad. Con la llegada al poder, en agosto pasado, del general Mejía se ha querido dar la impresión de que se superarían los excesos de la etapa de Ríos Montt, vinculada a un pintoresco fanatismo religioso de carácter protestante. Pero nada permite en la práctica confirmar esa expectativa. En realidad, el general Mejía era el ministro de Defensa de Ríos Moritt desde que éste se autodesignara presidente de la República, y asumió, por tanto, la responsabilidad directa de una política represiva, que continúa ahora con características muy semejante! a las anteriores. Esa política represiva es ya un mal endémico; corrompe al Ejército, pero no le permite poner fin a la actividad de las guerrillas revolucionarias, que se extienden por gran parte del país. Guatemala ha sido condenada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el mes de diciembre pasado, acusada de violar sistemáticamente los derechos humanos. Un reciente informe de Amnesty International, publicado en México, califica a Guatemala como un caso de la peor represión, a causa de los encarcelamientos por motivos políticos; las llamadas aldeas estratégicas, verdaderos campos de concentración, en los que millares de campesinos están encerrados; las desapariciones y asesinatos, incluso de religiosos.

El hecho de que el Gobierno de Guatemala haya cambiado dos veces de titulares desde la ruptura de las relaciones con España debería hacer más fácil a los gobernantes actuales un nuevo enfoque del problema para que, sin perder la cara, asumieran la responsabilidad indiscutible del Estado guatemalteco y se plantearan seriamente el fin del contencioso con España. Sin duda con esa esperanza, una delegación española ha realizado un nuevo intento, en la capital colombiana, de buscar una salida digna a un conflicto molesto, con la frustración de la falta de entendimiento como resultado. Parece como si la continuidad de un aparato represivo, desde Romeo Lucas a Mejía, pasando por Ríos Montt, fuese más fuerte que el interés político en llegar a un arreglo que, lógicamente, debería sentir el Gobierno guatemalteco. España debe actuar con el mayor sentido de la responsabilidad. Su prestigio es grande en esa parte del mundo, parte de nuestra herencia cultural e histórica y conservarlo intacto es más importante que restablecer o no, relaciones con Guatemala. El Gobierno González ha actuado con acierto al mantener una firme posición española basada en las exigencias antes mencionadas. Sería inimaginable que el Gobierno socialista renunciara al cumplimiento de las condiciones que estableció en su día el Gobierno de UCD.

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