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Tribuna:
Tribuna
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La cuestión nacional

La única revolución cabalmente europea -se enciende en París, extendiéndose por Alemania y el imperio austríaco, implicando prácticamente a toda la Europa central, con sus aledaños eslavos, magiares e italianos- es la de 1848. Los sucesos de este año crucial ponen de manifiesto que Europa se ha convertido ya -o, si se quiere, otra vez- en un espacio unitario. Un siglo antes de que las fuerzas sociales dominantes emprendan el proyecto de una Europa unida, los revolucionarios utópicos, demócratas y socialistas, la realizan en sus conexiones personales y apoyos mutuos. Vale recordar a los denostadores del pensamiento utópico lo pronto que en esta acelerada carrera de la historia las utopías más inverosímiles se convierten en realidad cotidiana.Pienso que esta revolución europea resulta clave para entender a la Europa contemporánea. La gran revolución de 1789 mantiene, desde luego, la primacía al haber roto los moldes ideológicos e institucionales de lo que ya va a ser definitivamente el antiguo régimen, pero fue un fenómeno exclusivamente francés que cogió de sorpresa al resto de Europa. La Revolución Francesa representa en la historia la irrupción de lo imprevisto; si se quiere, una verdadera mutación histórica que, no por cambiar la faz de Europa, pierde por ello su carácter de excepción. El error básico que arrastra la teoría de la revolución de Marx es, justamente, el haber erigido esta experiencia singular en ley universal de la historia. La revolución de 1917-1918 se revela, en cambio, desde la óptica actual, el último estallido de las ansias revolucionarias decimonónicas, cuajando únicamente en la periferia retrasada, en la lejana y anacrónica Rusia.

Importa señalar dos rasgos específicos de la revolución de 1848. En primer lugar, su carácter exclusivamente urbano: la revolución estalla en las grandes ciudades, sin lograr salir del término municipal. Su expresión gráfica son las barricadas en las calles. El verse limitada a la ciudad constituye la causa más ostensible de su fracaso. Obsérvese que todas las grandes revoluciones victoriosas han sido revoluciones campesinas. Aunque la francesa y la rusa surgieran en la, capital, lograron imponerse gracias al apoyo decisivo de la población rural. El carácter campesino de las revoluciones no europeas, corno la china, resulta obvio. Con la urbanización del territorio y correspondiente desaparición del campesinado, la revolución, por lo menos en el modelo hasta ahora conocido, ha perdido uno de sus componentes esenciales. En base a la experiencia de 1848 se comprende el odio, mezclado de desprecio, que siente Marx por el campesinado, clase que define como esencialmente conservadora. Otro error grave de su teoría revolucionaria.

En segundo lugar, la revolución de 1848 es la única prevista, cantada de antemano con unción por un puñado de revolucionarios que efectivamente acude a la cita a la hora esperada. Esta coincidencia da visos de evidencia a un doble espejismo del que Marx nunca logró librarse. Por un lado, corrobora la tesis sobre el carácter esencialmente revolucionario de la sociedad capitalista; su destino consiste en desembocar en un proceso revolucionario superador de sus contradicciones. Por otro, una vez experimentado el éxito de la profecía, se cae en la tentación de repetirlas periódicamente; han abundado los pronósticos precisos sobre la revolución inminente sin que desde entonces haya vuelto a la cita.

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La revolución de 1848 constituye la experiencia práctica que sustenta las nuevas teorías revolucionarias marxistas o anarquistas. El que haya traspasado las fronteras nacionales señala el carácter internacional de la revolución que se supone en ciernes; el que la burguesía mostrase en todo momento una ambigüedad extrema, para terminar inclinándose por el orden constituido, confirma el carácter proletario de la revolución futura. Llama la atención, sin embargo, la discrepancia entre la trascendencia crucial que tuvo el año de 1848 para Europa y la escasa huella que de: aquellos acontecimientos ha quedado en la memoria de los pueblos. Las revoluciones por antonomasia siguen siendo la francesa y la rusa, es decir, las revoluciones triunfantes. La revolución de 1848 fue una fracasada, y, los movimientos derrotados, por grande que haya podido ser su significación, suelen quedar relegados al olvido. La historia se ensaña con los perdedores.

Los dos temas que van a resultar decisivos para el destino ulterior de Europa, las llamadas "cuestión social" y "cuestión nacional", adquieren en 1848 su perfil nítido. Si con Marx centramos el enfoque exclusivamente en Francia, descuella la primera; si lo ampliamos a toda la Europa soliviantada, indudablemente la segunda. Desde la filosofía de la historia inserta en el idealismo alemán, que magnificaba a la Revolución Francesa como el eje de la historia universal y convertía a Francia en la vanguardia política de Europa, el error marxiano más grave, dicho con la brevedad simplificadora que aquí corresponde, consistió precisamente en limitar la mirada a Francia. Ello le permitió diluir la cuestión nacional en la social, proclamándola la única realmente revolucionaria. Se libró así de la problemática más abstrusa -las relaciones entre la cuestión nacional y la social esperan todavía una clarificación satisfactoria-, pero al precio altísimo de construir un modelo teórico todo lo coherente y fascinante que se quiera, pero que poco tenía que ver ya con la realidad,

Otra hora

En cuanto nos libramos de las anteojeras marxistas, el hecho incontrovertible que pone de manifiesto la revolución de 1848, y que ratifica la historia posterior, es la primacía de la cuestión nacional sobre la social. La conciencia nacional ha sido, y parece que continúa siéndolo, un factor revolucionario mucho más eficaz que la conciencia de clase. Una revolución social pura, desprendida de cualquier connotación nacionalista, se revela. pura entelequia. El internacionalismo proletario no tiene otra significación real que servir de instrumento, no demasiado operativo, a la política exterior soviética, La solidaridad internacional del proletariado, que al parecer no tendría patria, se desenmascara como uno más de los mitos del movimiento obrero decimonónico. Ello no es óbice para que la reivindicación primaria de un Estado nacional independiente a menudo vaya acompañada de un proyecto social revolucionario. El nuevo Estado nacional que se pretende construir se justifica también por el nuevo orden social que se establecerá tras la liberación del yugo extranjero, pero la cuestión social es una entre otras tanto o más importantes -la cultural, la religiosa, la lingüística, etcétera- que el futuro Estado nacional promete resolver en su día. La construcción de un Estado propio es el verdadero objetivo al que se someten todos los demás. De ahí la ambigüedad social que en último término caracteriza al nacionalismo; ambigüedad que, por otro lado, constituye su mayor fuerza.

En España, los relojes marcan otra hora histórica; la revolución de 1848 no traspasa los Pirineos. Con un capitalismo más que incipiente, apenas se plantean las dos cuestiones que la definen: la nacional y la social. La muerte, en 1833 , del último monarca absoluto todavía desencadena la guerra civil entre los partidarios del nuevo y del antiguo régimen. Lamentablemente, la invasión napoleónica no había cumplido su misión de enterrar para siempre al antiguo régimen, cuyos últimos estertores se prolongan con el carlismo a lo largo de todo el siglo. Para comprender la indudable peculiaridad española hay que dejar constancia de un desfase de varias décadas respecto al centro de Europa. Las dos cuestiones van a resultar también claves en la historia contemporánea de España, pero en otro tiempo y, por tanto, en otro contexto y con otro sígnificado.

El nacionalismo periférico, en su origen un movimiento exclusivamente intelectual, echó raíces políticas después del desastre de 1898. Cataluña perdía su mejor mercado por la inepcia y corrupción de una "Castilla" que "desprecia cuanto ignora". Los vascos, desentendiéndose de un Estado centralista que sólo recoge derrota tras derrota, empiezan a mirar con fervor a un pasado que imaginan libre y que acababan de perder, junto con los fueros, en 1839. Surge así, vigorosa, la cuestión nacional, a la vez que la social adquiere enorme virulencia ya entrado el siglo XX: semana trágica de Barcelona (1909), huelga general revolucionaria de 1917. En las tres primeras décadas del siglo, es decir, con manifiesto retraso, España se debate trágicamente con las dos cuestiones claves que la revolución de 1848 había puesto sobre el tapete.

Conocida es la historia de, cómo estas dos cuestiones, que escapan al control de los Gobiernos de Madrid, incapaces siquiera de formularlas correctamente, estallan en la última guerra civil. El liberalismo español -que había empezado tan brillantemente en las Cortes de Cádiz-, después de cosechar fracaso tras fracaso, sella su debilidad congénita en el abrazo de Vergara. El Estado moderno, que en sus repetidos intentos y arriesgados compromisos no pudo construir el liberalismo, se erige por fin, en la forma más débil y contradictoria, como Estado nacional de sabor fascista, que sostiene una férrea dictadura de clase. De los muchos malogros de la España contemporánea, el que a mí personalmente más me duele es qué no hubiera. podido realizarse el Estado nacional liberal que soñó Ortega,pero ésta es una posibilidad definitivamente perdida, y no cabe hacer política con ensoñaciones y añoranzas de lo que hubiera podido ser. Con todo, una historia contrafactual de la España contemporánea, en la que demos por supuesto no lo que realmente ocurrió, sino lo que hubiera podido suceder, además de un atractivo juego íntelectual, nos proporcionaría no pocas enseñanzas, entre ellas una que considero esencial: aunque la historia vista post festum muestre una falsa apariencia determinista, su verdadero meollo lo constituye la libertad. "Ni está el mañana, ni el ayer, escrito".

Tras la desaparición de la dictadura, en el período de la transicien sorprende tanto la moderación de la cuestión social como el radicalismo de la nacional. Y digo sorprende porque las teorías heredadas, únicas de que disponemos, resultan insuficientes para dar cuenta de esta doble reacción. No basta para dar razón de lo sucedido el que en el franquismo, con la amplia indus

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trialización de las dos últimas décadas, surgiera una nueva clase obrera, a la vez que permaneciese enquistado un, aparato estatal tan centralista como ineficaz. En tiempos de crisis cabía esperar que una clase obrera reciente, que de pronto ve frustradas sus aspiraciones -ha descendido su nivel de vida, sin contar con el paro acumulado en estos últimos años-, reaccionase de forma mucho más violenta y combativa. De hecho, las mejores cabezas marxistas, haciendo honor a su tradicional papel de falsos profetas, pronosticaban en 1976 una agudización creciente de la tensión social. El que la clase obrera española haya dado prueba de un comportamiento similar a la de los países nórdicos, muy alejado de las pautas de los países mediterráneos, y, sobre todo, la desaparición como por encanto de la vieja fuerza anarquista, ha contribuido decisivamente al milagro de la transición pacífica, pero no ha recibido hasta ahora explicación, satisfactoria. En todo caso, parece precipitado concluir que en este, campo ya no son previsibles sorpresas y que, por tanto, un modelo social,demócrata tiene asegurado el futuro.

No menos llamativo resulta el que la construcción del Estado de las autonomías no haya logrado erradicar las formas más agresivas de nacionalismo en el País Vasco, normalizando, en cambio, la situación en Cataluña. El hecho indiscutible -y políticamente más gravo- es que las distintas nacionalidades que integran el Estado español vivan un tiempo histórico distinto; obvio en Cataluña y el País Vasco, pero también válido, aunque en zonas más profundas, sin salir todavía a la superficie, en Galicia. Confiemos en que el. actual Gobierno de Madrid no caiga en los espejismos de los Gobiernos de la primera Restauración, de los Gobiernos centralistas de las dos dictaduras, y, rompiendo con, la tradición maléfica de los "Gobietnos de Madrid", se plantee la cuestión nacional con la radicalidad y en los términos reales en que está planteada. La fusión de la cuestión nacional con la social, tal como ha cuajado en el País Vasco, cuestiona hoy, la convivencia libre y pacífica de todos los españoles, pero de nada vale esconder la cabeza debajo del ala y suponer que estas cuestiones que puso de relieve la olvidada revolución de 1848 puedan resolverse con simples medidas represivas, como creyeron los Gobiernos de Prusia y de Austria de aquella lejana fecha, Algo debemos de haber aprendido, entre tanto, aunque sea poco.

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