Variaciones
Hace unos años entré en una inmensa tienda de discos de Los Angeles y encontré todo el ámbito ocupado por una música que no parecía de este mundo. Flotando en aquella ciénaga de belleza que me era desconocida por completo, me acerqué casi en puntillas al dependiente encargado de alimentar la música del ambiente y le pregunté con el alma en un hilo qué disco era ése, tan parecido sin duda a los que se escuchaban los domingos en el cielo. Era La creación, de Haydn. La revelación fue para mí un golpe de gracia, pues desde muy joven, cuando la música se me convirtió en algo tan indispensable para vivir como la comida misma, había tratado de borrar a Haydn de mi pensamiento por una razón que ninguno de mis amigos melómanos me quería perdonar: lo consideraba uno de los pocos músicos que infunden la mala suerte. El otro ―que todavía no ha podido demostrarme lo contrario― es Héctor Berlioz. Tan arraigada es esa superstición, que el viaje más terrorífico que he hecho en avión fue uno de Barcelona a Nueva York, en un jumbo cuyo programa de música tenía como plato fuerte a Harold en Italia, de Berlioz. Yo no conocía la pieza, por supuesto, pues la mala sombra del gran músico francés empezó a inquietarme desde mucho antes de que escuchara algo suyo. En realidad, no empezó por su música, sino por la imagen que me formé de él cuando vi por primera vez la célebre caricatura en que aparece dirigiendo una orquesta, entre cuyos instrumentos hay un cañón de guerra. La idea le vino tal vez al caricaturista por la sonoridad cataclísmica que Berlioz quiso darle a su orquesta mediante el recurso, no siempre eficaz, de aumentar el número de instrumentos, hasta el extremo de que para la ejecución de su Réquiem se necesitan cuatro orquestas suplementarias de instrumentos de metal. La sola visión de aquel dibujo me infundió tal terror por la música de Berlioz, que es, sin duda uno de los grandes creadores de todos los tiempos, como lo atestiguan tantos tratadistas que saben muy bien lo que dicen.
Por no conocerlo me dejé llevar por la melodía fragante que encontré en los auriculares durante aquel vuelo a Nueva York, y sólo cuando concluyó me enteré por el anunciador que era Harold en Italia. Lo había escuchado completo, y, además con un gran deleite, y a partir de aquel momento no pude seguir oyendo música, sino que permanecí pendiente de los cambios en los mínimos ruidos del avión, en sus movimientos menos pensados, y hasta repasé de memoria las instrucciones para el caso de accidentes en el océano, instrucciones que tantas y tantas veces les hemos oído a los auxiliares de vuelo sin ponerles la menor atención. Todo parecía indicar que el maleficio de Berlioz estaba conjurado, pues el cielo era diáfano hasta el infinito y la nave enorme parecía suspendida en el aire como un magnífico hotel de tierra. Sin embargo, al aproximarnos a Nueva York, el comandante anunció que las condiciones del tiempo no permitían el aterrizaje inmediato, y debíamos volar en círculos sobre la ciudad hasta que fuera posible. La verdad es que dimos vueltas durante tres horas ―además de las siete que ya habíamos volado desde Barcelona― y luego aterrizarnos en Boston para reabastecernos de gasolina, y volvimos a dar vueltas sobre Nueva York durante otras cuatro horas. No éramos los únicos, desde luego: por la ventanilla veíamos los otros aviones que esperaban su turno para bajar, y nos preguntábamos de qué sutil azar dependía el que no tropezáramos todos como un colosal fichero de dominó. A mí no me cabía la menor duda de que aquel contratiempo inconcebible se lo debíamos al hechizo de Berlioz, y lo único que me preguntaba mientras seguíamos girando en el cielo era si la mala sombra no sería tan intensa como para impedirnos aterrizar sanos y salvos.
La superstición de Haydn, en cambio, venía de conocerlo bastante bien. Admiraba y sigo amando su música de cámara, pero me parecía que no podía ser benéfica su afición por ciertos trucos que no tenían nada que ver con su arte. No podía soportar que en la mitad de una sinfonía ordenara un golpe de timbales que tronaba como un cañonazo sólo para despertar a la audiencia dormida, que hubiera hecho otra sinfonía para ser ejecutada con instrumentos de juguetes de niños, y que para recordarle a su príncipe la penosa situación económica de sus músicos hubiera hecho otra sinfonía en que los ejecutantes apagaban la vela de sus atriles y se retiraban uno tras otro de la escena, hasta que la orquesta quedaba exhausta y la sala en tinieblas. Esas cosas que a la edad de hoy nos parecen simples tomaduras de pelo, a las cuales tiene todo el derecho un artista del tamaño de Haydn, parecían insoportables en la juventud. Para decirlo con un término venezolano de la más alta expresividad, parecían cosas pavosas. Es decir: que por ser tan feas llevaban consigo la mala suerte, como las plumas de pavorreales en los floreros, como comer mondongo en copa o hacer el amor con las medias puestas. El hecho es que el descubrimiento casual del oratorio La creación arrasó de raíz con mi superstición contra Haydn, entre otras cosas, dicho sea de paso, porque la belleza en sus expresiones más altas es el conjuro más eficaz contra la mala suerte.
De todos modos, estas tendencias primarias suelen manifestarse en todos los medios y oficios, y lo que más me interesa no es hablar de ellas, sino de las relaciones que los amantes de la música sostienen con los compositores consagrados. Un amigo cuya cualidad más asombrosa es que detesta a Mozart ha dicho sin que le tiemble la voz: “Mozart no existe, porque cuando es malo es mejor oír a Haydn, y cuando es bueno es mejor oír a Beethoven”. Hay quienes no quieren oír hablar de Rachmaninof porque les parece un cursi ―y lo peor de todo: un cursi tardío― y en cambio hay otros aficionados muy respetables que lo consideran como uno de los grandes. Entre otras razones muy justas, porque su sensibilidad está a muy pocos centímetros de los boleros tropicales, entre cuyos fanáticos nos contamos muchos de los escritores ―buenos y malos― de este lado del mundo y parte del otro.
Durante muchos años, el machismo latino había repudiado a Chopin con el argumento inevitable de que la suya era música para maricas. Aparte de que no hay ninguna prueba de que los maricas tengan peor gusto que quienes no lo son, hoy no parecen ser muchos quienes se atrevan a negar que Chopin es uno de los más grandes músicos de todos los tiempos. Tanto, que se le reconoce su grandeza a pesar de la orquestación deplorable ―por decir lo menos― de sus dos conciertos para piano. Beethoven, con su creatividad inagotable, hubiera sido sin duda en estos tiempos uno de los autores más solicitados para hacer música para películas en Hollywood. Sin embargo, conozco a una señora muy inteligente y seria que lo repudió para siempre cuando supo que olía tan mal que en sus conciertos había que tener muy, buen estómago para ocupar la primera fila. Brahms ―que para mi gusto es uno de los más grandes― me merece todavía mucho mayor respeto por haber sido pianista en un burdel de Hamburgo. Tengo un amigo, fanático de Béla Bartók, que estuvo a punto de matar a alguien cuando dijo que su primer concierto para violín ―que ahora pasa a ser el número dos― era en realidad un concierto para gato y orquesta. Ernest Chausson, por su parte, suscita una ternura muy honda, no, sólo por el lirismo de su música, sino por el hecho triste de que murió atropellado por una bicicleta.
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