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Unesco y Tercer Mundo

Desde que en 1970 empezó a debatirse en el ámbito de la Unesco un proyecto sobre un nuevo orden mundial de la comunicación y la información, Estados Unidos expresó su total desacuerdo con el mismo, y en varias ocasiones amenazó con retirarse de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. En junio de 1983, el presidente Reagan designó una comisión con el cometido de estudiar el problema, pero fue sólo a comienzos de diciembre cuando el informe estuvo listo. Curiosamente, no se propugnó en el mismo un abandono del gran foro cultural de las naciones; por el contrario, se sugirió un mayor desarrollo de la integración norteamericana. Al parecer, fue el secretario de Estado, George Shultz, quien, desechando el dictamen de la comisión, aconsejó fervorosamente a Reagan la radical medida de romper con la Unesco. También es posible que el presidente, fiel a su pretérito teatral, haya decidido no desperdiciar el más espectacular de sus mutis posibles, precisamente cuando se iniciaban las primeras escaramuzas con vistas a las elecciones del próximo noviembre.Pese a que aún no se ha hecho público el contenido de la carta explicativa que Shultz envió al director general de la Unesco, los medios informativos han adelantado que los dos principales motivos de la retirada serían la "postura anti norteamericana" de la Unesco y la eventual aprobación del proyecto de nuevo orden mundial de la comunicación y la información. En la mera difusión de la noticia pudo advertirse la pesada influencia que ejercen las agencias norteamericanas en el orbe de las comunicaciones. Hasta ahora no he leído ningún comentario que simplemente ponga sobre el tapete dos aspectos fundamentales del espinoso tema. El primero se refiere a la hostilidad sistemática y al antinorteamericanismo en los que, según Estados Unidos, habría caído la Unesco. Es cierto que en los últimos años se han incorporado a las organizaciones internacionales varais nuevas naciones de Asia, África y América Latina. Son países del tan vilipendiado Tercer Mundo que han sufrido en carne: y economía propias la rapacidad de las transnacionales y los monopolios norteamericanos o directamente del Departamento de Estado. Sus votos antinorteamericanos, en el marco de la Unesco, al igual que en el de la ONU, son pues, en la mayoría de los casos, la lógica consecuencia de una lancinante e imborrable experiencia.

Que en determinadas materias las votaciones arrojen resultados que Estados Unidos considera negativos para sus intereses es, después de todo, un riesgo verosímil de los procederes democráticos. Es evidente que, por lo menos a nivel Unesco, Estados Unidos ha perdido cierta capacidad de influencia, y el colérico rechazo del Departamento de Estado a esos pronunciamientos mayoritarios significa, en términos menos sutiles, que Washington es capaz de respetar los procedimientos democráticos sólo cuando lo benefician, pero no en el caso opuesto. Después de todo, existe por lo menos un claro antecedente de esta postura: cuando Salvador Allende fue elegido presidente de Chile como resultado de elecciones libres y garantizadamente democráticas, Estados Unidos, como es público y notorio, conspiró a través de la ITT y de la CIA, hasta que acabó con el Gobierno y la vida de Allende. Más recientemente, Reagan ha dividido virtualmente los Gobiernos de fuerza en dictaduras amigas y dictaduras enemigas. Ahora bien, se apoye o no la retirada norteamericana de la Unesco, ¿no habría al menos que señalar que se trata de una postura francamente antidemocrática?

Cultura de la pobreza

Hay un segundo matiz. Es frecuente que la protesta norteamericana frente al proyecto de nuevo orden informativo aparezca vinculada a una expresión que cada vez es más ambigua: libertad de prensa. Estados Unidos se opondría al nuevo orden porque éste atenta contra esa libertad. Forma sutil de mencionar sólo la mitad del problema. La otra mitad tiene que ver con las transnacionales de la información, que dominan el mundo de la noticia. Sólo dos agencias norteamericanas controlan el 70% de esa información internacional. Otro signo alarmante: siete de las más importantes agencias del Tercer Mundo transmiten en total sólo unas 50.000 palabras por día, en tanto que dos grandes agencias norteamericanas emiten un promedio diario de ocho millones depalabras. O sea, que el mundo se entera de cómo es, y además de cómo vive, lucha, sufre y muere, a través de ese gigantesco y casi exclusivo aparato de difusión. Sólo la gente que vive en cada sitio es capaz de juzgar si la noticia que desde allí se transmite se corresponde o no con esa realidad específica. Pero el resto de los mortales, a pesar de sus reticencias y decepciones, generalmente sucumben ante semejante bombardeo informativo y terminan creyendo a pies juntillas.

Es posible que el famoso proyecto de nuevo orden informativo incurra en exageraciones, pero también hay que comprender que cada país del Tercer Mundo podría fundamentar su voto con la publicación de sus agravios completos, que seguramente ocuparían varios tomos. La sensación de impotencia que tiene un pueblo que lucha denodadamente por su liberación económica y política, cuando es destinatario del aluvión de falsedades con que los monopolios de la información adornan el desarrollo de cada uno de esos procesos, lleva explicablemente al indignado rechazo de una extraña libertad de prensa que sólo beneficia a quienes los invaden, dominan o expolian.

Frente a la constante desfiguración de los datos reales; frente a la versión distorsionada de las propuestas y declaraciones de los líderes del Tercer Mundo;

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frente a la omisión o a la invención descarada de referencias estadísticas; frente a la simulación de objetividad y rigor para encubrir la filigrana del embuste y el cinismo de la calumnia, la cultura de la pobreza se defiende como puede. Es factible que el nuevo orden proyectado contenga un cierto número de injusticias, ¿pero acaso es menos injusta la impunidad con que el Gran Olimpo de la comunicación norteamericana desprestigia implacable y concienzudamente las arduas conquistas del Tercer Mundo, sus denodados esfuerzos por emerger del hambre y la ignorancia, su diaria gabela de vidas, su férrea voluntad de sobrevivir? Por eso, y aunque la letra del proyecto no entre en esos detalles, lo que el nuevo orden rechaza no es, en última instancia, la existencia de canales privados de información, sino más bien la todopoderosa y omnipresente estructura de las agencias norteamericanas.

Hace pocos días, el director general de la Unesco, Amadou Mahtar M'Bow, principal destinatario de las críticas norteamericanas, declaró sensatamente: "La Unesco no es un poder, sino un lugar de cooperación internacional. Y son sus miembros los que deciden". Es cierto que poco a poco los países progresistas van siendo mayoría en la ONU, y, en consecuencia, en la Unesco, pero también es cierto que en la Carta de las Naciones Unidas se estableció la norma parlamentaria de la mayoría de votos, sustituyendo así la unanimidad que virtualmente había impedido el funcionamiento y la viabilidad de la vetusta Sociedad de Naciones. También es verdad que hoy el voto de una nación que acaba de adquirir su independencia pesa igual que el de un estado de cultura pluricentenaria (el término ha sido acuflado por cierta Prensa antiUnesco), pero sucede que algunas de esas naciones de cultura pluricentenaria fueron (o son aún) pluriexplotadoras. De modo que tampoco es un noble antecedente.

A las metrópolis neocolonialistas cada vez les gusta menos esa presencia en la ONU y en la Unesco de naciones a las que hasta hace poco habían administrado y saqueado sin mayor problema. Cuando esas poderosas naciones y sus satélites eran los más, dieron su entusiasta aprobación al criterio de mayoría parlamentaria. Ahora, en cambio, no les gusta la fórmula. Tal desagrado sirve al menos para una demostración palmaria: que las metrópolis trilaterales no tienen a estas alturas la menor esperanza de volver a controlar las mayorías. Lo saben y les duele, claro. También lo saben los pueblos del Tercer Mundo; la pequeña diferencia es que a éstos les complace muchísimo saberlo.

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