La muerte es mentira
En Memoria del fuego, el maravillado y maravilloso libro del escritor uruguayo Eduardo Galeano, hay una bella leyenda sobre la creación del mundo, extraída de la mitología makiritare. La leyenda se titula La muerte es mentira, y en ella se narra cómo la mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando.Dios los soñaba, pues, mientras cantaba y agitaba sus maracas y se sentía feliz, y a la vez estremecido, por la duda y el misterio. Los indios makiritare saben que si Dios sueña con la vida, nace y da nacimiento. La mujer y el hombre soñaban que en el sueño de Dios aparecía un gran huevo brillante. Dentro del huevo, ellos cantaban v bailaban porque estaban locos de ganas de nacer. Dios, en su sueño, los creaba y, sin dejar de cantar, les decía: "Rompe este huevo y nace la mujer y el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir, y otra vez volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira".
La muerte es mentira..., éste es el mito más antiguo: soñar que la muerte no existe, que se vuelve a nacer. Y si nos tenemos que encarar, perplejos y azorados, a su desnudez, inmediatamente la disfrazamos. Y es así que desde la antigüedad más remota vestimos a los muertos con objetos cotidianos para que se acerquen a nosotros; les calzamos o descalzamos según el ritual; les dejamos comida para que no pasen hambre en el más allá; les cubrimos con imágenes o con tierra, bajo un árbol o en el desierto; les limpiamos el nicho y les dejamos crisantemos, bellos versos o una palabra que diga algo. Da igual la religión. Incluso los que no creen necesitan exteriorizar algún gesto de despedida, una canción una bandera, un clavel rojo, un puñado de tierra. Desde hace miles de años los seres humanos queremos darle un texto a la dramaturgia de la muerte, necesitamos signos externos que nos aproximen a la vida, gestos que ,mitiguen el dolor, la separación, la ausencia. Porque vaciar la muerte de esperanza, sea la que sea, convierte el tránsito en un infierno privado, en la nada.
Sin embargo, me da la impresión que a los muertos de los recientes desastres aéreos y a los de la discoteca incendiada no se les ha otorgado este derecho. Se han convertido en muertos colectivos, sin privacidad, cuerpos sin dramaturgia, abandonados a la voracidad de las cámaras, mezclados entre hierros y cables, revueltos entre escombros, cenizas, emergiendo del vientre desgajado de un avión o balanceándose en una manta. Como si en este caso la piedad fuese un lujo ante la necesidad de informar con prontitud. No se les ha concedido el derecho a morir con una apariencia cercana a la nuestra, con un rostro que nos pertenece en calidad de especie humana. Sólo pedazos mutilados, carbonizados, retorcidos. Sin el cuerpo que fueron, sin su identidad.
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Los medios de comunicación han defendido la profusión de estas imágenes en virtud de la llamada realidad objetiva. Hace años descubrí que nuestros ojos nunca son inocentes y que siempre plasmamos aquello que más se vincula a nuestra concepción del mundo. Ante catástrofes de este tipo puede haber distintas opciones, o bien correr para fotografiar un cuerpo hecho pedazos, calcinado y agarrotado, o bien sentir solidaridad por el ser vivo que le llora. Lo primero es un tipo de violación; lo segundo exige un trabajo más profundo. Y hay que elegir. A este ser que se ha quedado aquí con la ausencia hay que dejarle que viva la muerte del que se ha ido como le plazca, con lágrimas o con oraciones, con flores o con teatro. Una foto en primera página, o una imagen en un telediario, de un cuerpo que ya no es cuerpo ni consuela al que se queda ni evita las catástrofes. Ni siquiera informa. Ni tampoco da posibilidad de imaginar nuestra propia fragilidad. Es horror, miedo o asco.
Cierta Prensa que va creando escuela en nuestro país nos está acostumbrando al horror vacío de la muerte en el papel. Pero nunca sabremos si los muertos desean ser mirados para complacer la morbosidad de miles de miradas, que buscan este horror gráfico para mitigar su propio aburrimiento. Sólo los suyos pueden saberlo y nadie se lo ha preguntado. De todos modos, si la mayoría de la gente aspira a una muerte limpia y privada, también los cadáveres que antes fueron debieron de aspirar a lo mismo. Ni nuestra memoria colectiva está preparada para tanta oscenidad gratuita ni los que se quedan se merecen esta mala presentación visual de los suyos. Nuestra abuela es todavía aquella Antígona desesperada porque Creonte no le dejaba enterrar a su hermano Polínice, que, sentía terror a que éste fuese devorado por los cuervos.
No hay que negar la muerte, todo lo contrario, creo que hay que vivirla en todo lo que tiene de desgarro, de interrupción, de ausencia. Pero si la objetivamos en la desnudez de un desastre, negamos en realidad la vida. Lo que continúa, lo que está, los que se quedan. Dejemos que se desarrolle de nuevo y lentamente le dur désir de durer, como decía Paul Elouard. De otro modo, la vida y la muerte pueden perder su antigua trascendencia y convertirse en algo tan abusivamente monótono como las imágenes que ven todos los días millones de americanos USA, imágenes de muerte y desolación mezcladas con copos de avena en batidoras de tres velocidades. Por suerte, nuestra cuna sigue siendo Atenas y el Mediterráneo.
Dejemos que los vivos lloren a sus muertos como les plazca; que ellos elijan su ritual. Quizá algunos de ellos necesitan de silencio y paz para creer que la muerte es mentira, que en algún lugar perdido del Universo se vuelve a nacer. Y esto ya no incumbe a los medios de comunicación.
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