Rumasa o la legalidad como pretexto
No se trata, por supuesto, de aducir ahora los motivos que desde una óptica jurídica pudieran justificar el sentido de la sentencia. De lo que se trata tan sólo es de plantear en sus correctos términos una problemática, consciente o inconscientemente enmarañada, que afecta a los supuestos medulares de la convivencia y de la organización política democrática.Para cualquier constitucionalista discretamente informado está claro que la defensa de la legalidad constitucional debe concebirse e interpretarse siempre en función de los valores que la Constitución proclama y que, en cuanto norma jurídica y política fundamental, aspira a proteger. Si no se quiere caer en un retoricismo semántico sin contenido alguno, cuando se habla de defender la legalidad constitucional hay qué entender siempre que esa defensa implica por lo menos la salvaguardia de tres supuestos políticos que están en la base de los modernos Estados de derecho. Esos supuestos son el principio de participación popular en la estructuración del Estado, el principio de garantía del sistema de los derechos y las libertades y el principio organizativo de la división de poderes.
Fiel a este esquema, a la hora de fijar nuestra Constitución, el artículo 161, sobre las atribuciones del Tribunal Constitucional, lo que hace en realidad es configurar tres competencias que otorgan viabilidad jurídica a la defensa de cada uno de esos tres supuestos rectores de la organización constitucional democrática. De esta suerte, si el recurso de inconstitucionalidad aparece como la garantía jurídica del principio democrático del poder constituyente del pueblo frente a posibles usurpaciones del poder legislativo ordinario, y si el recurso de amparo se presenta como la garantía jurídica del sistema de derechos y libertades, la competencia para dirimir los conflictos entre órganos no significa otra cosa que la protección jurídica del clásico principio político de la división de poderes.
Más pasión que rigor
Es desde estas elementales premisas desde las que resulta obligado plantear el conflicto Rumasa para entender en, su verdadero alcance el sentido de la sentencia del Tribunal Constitucional, comentada con más pasión que rigor y acaso con una dependencia ideológica e interesada mucho mayor que la que arbitrariamente se ha querido presuponer en los miembros del Tribunal.
Una primera constatación se impone. La expropiación de Rumasa se ha operado por dos órganos y en dos momentos procesales absolutamente diferentes. En primer lugar, por el Gobierno, a través de la técnica del decreto-ley, y en segundo término, por el Parlamento, a través del mecanismo de la ley ordinaria. Quiere ello decir que aunque el Tribunal Constitucional hubiera declarado la inconstitucionalidad del decreto-ley, la expropiación habría seguido adelante, porque la ley, entre otras cosas, no fue siquiera recurrida. Y he aquí la cuestión. ¿Qué sentido tiene recurrir el decreto-ley como inconstitucional y no recurrir la ley, que sustancialmente coincide con lo que en el decreto-ley previamente se había establecido? En buena lógica jurídica, y para no caer en el mundo de los despropósitos más absolutos, la respuesta no puede ser otra que la de entender que lo que ante el Tribunal, Constitucional se planteó no fue tanto un conflicto de inconstitucionalidad material como un auténtico conflicto de competencias entre órganos del Estado. Dicho en otros términos, el problema no consistía en dilucidar si las expropiaciones legislativas son constitucionales o no, sino en determinar si el Gobierno asumió con el mecanismo del decreto-ley funciones del Parlamento que no le correspondían y, en consecuencia, conculcó el principio de la división de poderes, tal y como viene establecido y consagrado en nuestro ordenamiento fundamental.
No se necesita demasiada perspicacia para darse cuenta de que las vulneraciones al principio de la división de poderes por parte del ejecutivo -siempre posibles y siempre peligrosas para el mantenimiento del Estado de derecho- por el único camino que no pueden llegar a producirse -si las instituciones funcionan normalmente- es a través del uso del decreto-ley. La razón es muy sencilla. El hecho de que los decretos-leyes sean normas provisionales dictadas por el Gobierno que no se integran definitivamente en el ordenamiento jurídico hasta el momento de ser convalidadas por el poder legislativo, coloca al Gobierno en una situación de dependencia perfectamente controlable por el Congreso. Si el Congreso no convalida un decreto-ley, la extralimitación o el abuso de poder por parte del ejecutivo no se produce, porque el decreto-ley pierde su vigencia. Y si, por el contrario, el Congreso lo convalida es porque entiende que no existe extralimitación alguna. Difícilmente se puede hablar de conflicto de competencias entre el ejecutivo y el legislativo cuando el Parlamento avala y ratifica expresamente lo que el Gobierno hace. Introducir como árbitro de un conflicto inexistente al Tribunal Constitucional y obligarle a decidir constituye sencillamente un dislate. Que un decreto-ley convalidado por el Congreso pueda en su contenido material ir en contra de lo que la Constitución establece, y que el Tribunal Constitucional tenga, en ese supuesto como es natural, competencia para declarar su inconstitucionalidad, es algo que nada tiene que ver con la posibilidad y la conveniencia de que al Tribunal Constitucional también corresponda dirimir los conflictos entre órganos que los propios órganos ni plantean ni entienden como tales.
Defectuosa redacción
Ha sido la defectuosa y equívoca redacción del artículo 86 de la Constitución española (que en lugar de transcribir literalmente el artículo 77 de la Constitución italiana, al que toma por modelo, lo complica y confunde absurdamente) lo que está condicionando unos planteamientos nada felices en lo que a la problemática del decreto-ley hace referencia. De tal suerte que, apelando a esa legalidad como pretexto, se pretende convertir al Tribunal Constitucional -y es lo que en el asunto Rumasa ha sucedido- en juez de unos litigios resueltos de antemano en la lógica política y constitucional del sistema.
Ampliar arbitraria y artificialmente las funciones del Tribunal Constitucional encierra el riesgo de desvirtuar su verdadera naturaleza y su auténtico significado en el marco de la democracia constitucional. Como guardián de la Constitución, al Tribunal Constitucional le debe corresponder intervenir solamente en aquellas circunstancias en las que los principios y valores que protege el ordenamiento constitucional corran un efectivo peligro. Presentar peligros ficticios y, sobre problemas inexistentes, apelar a la autoritas del Tribunal Constitucional no es prueba de una escrupulosa conciencia democrática, sino justamente de todo lo contrario. Por esa vía puede producirse también, desde un pretendido respeto a la legalidad, el asalto a las instituciones democráticas. Asalto del que, en formas varias y matices distintos, la historia más reciente del Estado contemporáneo ofrece sobrados y lamentables ejemplos.
Como nadie ignora, una sentencia de inconstitucionalidad del decreto-ley expropiatorio de Rumasa hubiese resultado jurídicamente irrelevante en la medida en que los efectos de la expropiación ya no dependían de él, sino de la ley votada en el. Parlamento. Sin embargo, y en contrapartida a esa escasa relevancia y significación jurídica, sus consecuencias políticas hubieran sido notablemente amplias, graves y excepcionales. Cierto que eso era lo que, en definitiva, se buscaba: convertir al Tribunal Constitucional en un órgano político, transformando la sentencia en una especie de voto de censura al Gobierno. Pero ¿con qué legitimidad constitucional y con qué criterios razonables se podría defender y explicar una situación de ese tipo?
Provocar la destrucción del sistema
Sólo desde la anormalidad patológica en el funcionamiento del sistema constitucional o sólo desde el deseo de quienes aspiran a provocar su destrucción se puede entender que alguien preconice y aplauda la actuación de un tribunal de justicia en circunstancias tales que sus sentencias resulten, al mismo tiempo, políticamente decisivas y jurídicamente inocuas.
Porque el planteamiento del asunto Rumasa ante el Tribunal Constitucional ha sido más un plantamiento político que jurídico, hora es ya de que en nuestra joven democracia se empiecen a llamar las cosas por sus nombres, sin fariseicos remordimientos de la conciencia jurídica colectiva. Nadie debería escandalizarse porque el Tribunal Constitucional, con mayor o menor acierto en su argumentación jurídica, haya renunciado a emitir un voto político de censura al Gobierno. Como defensor del orden constitucional, su primera misión es la de no dejar de ser un órgano jurisdiccional. Frente a quienes han aducido, impulsados por razón de partido, razones dé Estado como justificadoras del sentido de la sentencia Rumasa, acaso no esté de más recordar que la primera razón de un tribunal constitucional es la de no dejar de ser un tribunal de justicia. A fin de cuentas, en el régimen democrático el destino de los Gobiernos lo deciden las urnas y los Parlamentos, y no los tribunales de justicia.. Pero estas premisas, que forman parte de la conciencia de cualquier demócrata, son las que resultan difíciles de comprender a quienes no lo son.
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