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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los homosexuales y otras exclusiones

Un reciente documento vaticano, que parece querer cohonestar el rechazo del homosexualismo con la comprensión hacia el homosexual, ha provocado la reacción de un comunicante (EL PAÍS, 10 de diciembre de 1983), consternado ante esa pretendida y, en efecto, poco comprensible cohonestación y que habla de "ir apeándose" de la iglesia a que pertenece. Es motivo de satisfacción el que, por fin, vivamos en una sociedad en la que es posible escribir sobre ciertos temas y opinar en contra de los poderes constituidos sin que ello suponga amenaza alguna. Pero me pregunto si el desconocido comunicante "católico y funcionario público" que, además, tendrá sus relaciones familiares y sociales, sería capaz de dirigirse con su carta en la mano a sus correligionarios, compañeros de trabajo, familiares y amigos para decirles con la misma valentía con que se ha dirigido a la sociedad: "Mirad, quien esto firma soy yo".Porque, efectivamente, una cosa es la sociedad y otra muy distinta el círculo inmediato que rodea a cada uno. El anonimato de que se goza en la sociedad permite el ocultamiento; el propio grupo no lo favorece: conoce a sus miembros, los juzga y, eventualmente, puede tomar represalias. Cuando el pluralismo democrático, que permite la formación de grupos humanos de signo distinto y aun opuesto, es negado al interior de cualquiera de estos grupos, el grupo pasa a convertirse en gueto. Así, se produce la paradoja de que, mientras el pluralismo ideológico, religioso o práctico es no sólo permitido, sino constitutivo también de una sociedad democrática, se lo niega, al mismo tiempo, en determinados guetos de diverso signo. Paradoja que se convierte en contradicción cuando esos guetos, para subsistir como tales, apelan a ese mismo pluralismo. Un gueto se define siempre por la palabra exclusión, con la diferencia de que dicha exclusión es padecida en unas ocasiones y ejercitada en otras. Si, por ejemplo, las juderías medievales o más modernas fueron guetos, víctimas de una sociedad injusta y excluyente, pueden existir guetos que se forman por excluir de ellos a la sociedad que les ha permitido nacer. Hay guetos, pues, que son formados y guetos que se autoforman. Los últimos se convierten en quiste de la sociedad, en parásito que chupa de ella la sustancia que les permite subsistir y se revuelve luego contra ella con lógica absurda e irracional que desnaturaliza su propia posibilidad de existencia, pues no existiría si la sociedad le aplicara el mismo principio de exclusión que él utiliza.

Guetos distintos

Está, por tanto, claro que no me refiero a los guetos producto de la injusticia social, víctimas o marginales de la sociedad, pero que en nuestro tiempo tienden, felizmente, a ser eliminados por integración, sino a los otros, a los que se autoconstituyen en tales.

El gueto se distingue del simple grupo humano en que el segundo se forma desde la libertad del individuo que libremente puede opta por entrar o por salir de él; mientras que el gueto se constituye por el principio contrario de la negación de la libertad en base a principios inamovibles, extraindividuales, a los que el individuo queda supeditado. No cuentan las personas, sino las ideas, de modo que no sólo se invierte el orden de valores, sino que se admite que un valor determinado -las ideas- es también supremo, con lo que ello comporta en el subsiguiente plano práctico Es la dinámica de la cristalización la idea se convierte en ideología ésta en dogma y el dogma se reviste de intangibles caracteres divinos. La persona individual pasa a ser un simple peón al que se maneja, se trae y se lleva sin consideración, con absoluta falta de respeto, ni se le reconoce el derecho al pensamiento autónomo o a la eventual discrepancia, so pena de excomunión o defenestración. Todo dogmatismo tiende a ser unívoco y a construirse sobre la rigidez y la inflexibilidad; excluye la variedad y el derecho a la diferencia porque se asienta sobre el culto al estereotipo; asesina la creatividad, si ésta se sale de lo que ya está pensado y programado de una vez para siempre; termina condenando a la reprobación, a la inferioridad o al desprecio a quien se atreve a salirse de sus módulos inamovibles y sacrales. Tales son sus lanzas y también sus baluartes. Como el placer solitario, egoísta, no compartido, todo dogmatismo es un solipsismo que comienza y termina en sí propio, construcción doctrinal blindada que se basta sola ni permite apertura o proyección alguna fuera de sí.

Dogmatismo y fanatismo

Es claro que el dogmatismo, cualquiera que su signo sea, no puede ser humilde. Se es humilde desde el momento en que admite, al menos, no ser el que más o no ser tanto. Luego tampoco puede ser tolerante, ya que todo dogmatismo, por su propia naturaleza, se pretende exclusivo. Cuando el dogmatismo ha logrado captar a la mayoría social, se convierte en fanatismo instituido en el que el sustantivo se camufla en los privilegios que le confiere el adjetivo. Si se trata, en cambio, de un dogmatismo minoritario, se convierte en secta que reproduce, a escala y en la medida que puede hacerlo, los caracteres del anterior. En cualquier caso, la historia humana, tan abundantemente regada de sangre y lágrimas, jalonada también casi a cada paso de cárceles y patíbulos, se convierte en una tremenda acusación contra el pasado y en un signo de interrogación para el futuro.

Que la Iglesia tiene un dogma, nadie lo duda. Que su dogmatismo tiene más que ver con su pasado histórico y cultural que con su carácter evangélico, va resultando cada vez más evidente. Que en su pasado no ha sido "rica en misericordia", ni con sus herejes en dogma ni con sus delincuentes en moral, no parece que pueda ser negado. Ahora, respecto a los homosexuales, se presenta como comprensiva y benigna. La benignidad es tal cuando se ejercita pudiendo no hacerlo; pero no se puede llamar comprensiva, misericordiosa o benigna a una conducta que se ve obligada a aparecer como tal en fuerza de las cosas. Mientras el poder civil le permitió hacerlo, entregó a sus disidentes al brazo secular para que los convirtiera en cebo de piras, en carne de horca, en existencias puestas a buen recaudo en prisiones lóbregas y no infrecuentemente perpetuas. ¡Qué sarcasmo resulta el privar a un hombre, en nombre de Jesucristo, de la vida, de la libertad y aun de la luz del sol!. Pero es ésta una frase equívoca: era la inercia misma del dogmatismo, que tampoco en la Iglesia desmiente su naturaleza y dinámica propias, la que utilizó el nombre de Jesucristo como una excusa para llegar a las últimas consecuencias. Difícilmente puede concebirse que la caridad, espina dorsal de la teoría y de la práctica evangélicas, adopte como formas de expresión la intolerancia doctrinal o la intransigencia moral, ni que se pueda llamar caridad cristiana la táctica de quebrar la caña cascada o apagar el pabilo vacilante. Si el cristianismo no es una ideología (como hace poco escribía en este diario González Ruiz), con demasiada frecuencia ha actuado como tal, incurriendo en las aberraciones que el admirado A. Fierro (también en este mismo diario) imputa a cualquier tipo de absoluto, incluido el de Dios.

Seguimos, además, estando donde estábamos. El dogmatismo, obligado hoy a prescindir de hogueras y calabozos, tiene aún el recurso del anatema. Y lo utiliza. En un alarde de facultades camaleónticas, sabe hoy desechar los tradicionales instrumentos de tortura y de muerte para seguir excluyendo y condenando, esta vez con comprensión: "Lo siento, pero te segrego, te excluyo, no te acepto, aunque no sabes cuánto te comprendo". Tal postura es la terminal de varias vías: una es que el dogmatismo está intrínsecamente incapacitado para negarse a sí mismo, pues dejaría de existir; otra, que en su escala axiológica el individuo tiene, al menos, otro valor por encima, no sé bien si es un Dios ideologizado o una ideología divinizada; una tercera, que ante un dogma que se autovalida y se autojustifica, al individuo sólo le resta abdicar de su facultad de pensamiento y de opción; de lo contrario, o es hereje o delincuente, un excluido en cualquier caso...

Ante el acoso de la racionalidad, el dogmatismo tiene dos vías: o se hace extrarracional, pretendiendo validaciones epistemológicas extra o suprahumanas para obediencias bien humanamente concretas; o, simplemente, sin pudor alguno, se convierte en irracional: si, por principio, la razón científica al servicio del hombre es valorada como inferior ante la fe dogmática al servicio de una idea, huelga, en caso de conflicto, toda discusión. El dogmatismo, como Narciso enamorado de sí mismo, se niega a entrar en diálogo que pudiera ser fecundo y, rehusando alimentarse de otra sustancia que no sea la propia, aboca fatalmente a la esterilidad y al suicidio.

Emili M. Boïls es poeta y escritor en lengua catalana.

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