Encrucijada española
Lo que antecede no es una mera lucubración futurista. El futuro ha comenzado ya, y su reto es ya tarea presente. Bien cercano está el dictamen del Tribunal Constitucional sobre la controvertida LOAPA, que -le guste o no al Gobierno socialista- ha reconducido irreversiblemente el proceso autonómico español hacia metas nítidas de distribución territorial del poder político en España. Más reciente aún que lo de la LOAPA está el desastre de la cumbre europea de Atenas, que pone en serio peligro -no valen paños calientes- no sólo nuestra incorporación a la Europa comunitaria sino la existencia misma de la CEE, en cuyo seno se ha abierto una crisis de consecuencias imprevisibles.Los nuevos datos del problema español están sobre el tapete -de la historia. Por un lado, la viabilidad de nuestro sistema democrático (única forma de legitimidad de las sociedades políticas modernas) pasa necesariamente por una acertada resolución de los intrincados problemas que acarrea la construcción racional del Estado de las autonomías. Desde la preservación de la unidad nacional de España hay que aceptar lealmente las legítimas demandas autonómicas de nuestras regiones. El Estado de las autonomías tiene adversarios antagónicos en sus propósitos, pero coincidentes en su falta de realismo, que deviene fanatismo fantástico: los nacionalismos separatistas y el nacionalismo centralista, que no concibe a España sino como una unidad forzadamente uniforme. Dicho sea al paso, los mismos nacionalismos separatistas tienden a reconstruir en su territorio un nuevo centralismo mezquino a imagen y semejanza del tan denostado de Madrid. En este orden de cosas es digno de mención el esfuerzo de sabiduría histórica del PNV -por otra parte tan irritantemente ambiguo en tantas e importantes cuestiones- al promover la ley de Territorios Históricos, que supone una vuelta a las verdaderas raíces del problema vasco, al tiempo que una comprensión de la necesidad de descentralizar el poder político dentro de las propias comunidades autónomas. No he leído en la Prensa nacional comentario de categoría suficiente sobre esta importante cuestión.
En el otro extremo del arco del problema español, la cumbre de Atenas ha mostrado el agrio perfil de los nacionalismos insolidarios de los países embarcados en el proyecto europeo. La falta de conciencia histórica del europeo actual le ha hecho olvidar que Europa es una vasta sociedad unificada en sus principios intelectuales y morales desde su nacimiento. Esta tenue, pero existente, unidad fundamental precedió en el tiempo a los diversos países que la constituyen y es anterior a todas las formas de nacionalismo.
Las naciones nacieron en Europa, o sea, dentro de un ámbito territorial con una cultura ya existente. Por tanto, la tarea con que se enfrenta Europa es la de superar unos nacionalismos que en otros tiempos fueron su institución más avanzada históricamente. Sostengo la teoría, que puede parecer paradójica, de que en Europa no se han superado los nacionalismos porque se ha querido echar en el olvido una realidad clara: las sociedades saturadas y más plenas por excelencia son todavía las naciones, que durante siglos han logrado una estabilidad activa. Y la realidad siempre se venga si no se la tiene en cuenta en su exacta configuración. El nacionalismo actual europeo es un brote inoportuno derivado de no tener ideas claras sobre qué son las naciones. Esto ha llevado, por ejemplo, a la famosa y huera fórmula de la Europa de las regiones, nacida en porciones de nuestro continente que no han logrado una nacionalización adecuada, que no han cumplido plenamente el proceso de nacionalización. Al llegar a este recodo de mi discurso dialéctico, emerge necesario, promisorio al tiempo que conflictivo, el concepto de soberanía, que en mi criterio exige un limpión a fondo para que facilite el progreso de la convivencia política en toda Europa y en las naciones que la constituyen.
Soberanía compartida
En un mundo en creciente interdependencia hay que ir al análisis y establecimiento de un nuevo tipo de soberanía; la soberanía compartida. Ya no es posible ni deseable la soberanía aislada, desligada de toda conexión. No se trata de que estemos condenados a relaciones de subordinación de unos grupos humanos respecto de otros, lo que llevaría a unas indeseables relaciones de coloniaje. La soberanía compartida no disminuye la de los elementos integrantes, sino que, por el contrario, la hace posible juntos. Esta soberanía compartida no tiene nada que ver con la famosa soberanía limitada que se sacó de la manga Breznev para justificar la injustificable invasión en 1968 de Checoslovaquia por los soviéticos. La soberanía limitada de Breznev no es coordinación o dependencia mutua de la soberanía de los países del Este, sino dependencia de todos de Moscú, mejor dicho, del Partido Comunista de la URS S.
No es el caso de las sociedades occidentales, que fundamentan su viabilidad histórica en la legitimidad del pluralismo social, ideológico y político. En la soberanía compartida se trata de compartir la soberanía sin perderla. La soberanía compartida es el único remedio o vacuna contra los nacionalismos de toda laya.
La consideración de la soberanía compartida como principio activo en la regulación de las relaciones entre las unidades sociales y políticas insuficientes abre nuevas avenidas mentales para un pensamiento político a la altura de nuestro tiempo.
Las naciones del viejo continente tienen por encima de ellas la sociedad supranacional que es Europa, preexistente a las naciones mismas. Por debajo de las naciones están las regiones, cuya armónica articulación dentro del Estado nacional es hoy el problema político primordial de España. Desde nuestra circunstancia española, la pregunta política fundamental interroga sobre las condiciones de posibilidad de un Estado español de las autonomías regionales que esté abierto al proceso de unificación de una Europa desembarazada, de una vez por todas, de nacionalismos insuficientes y alicortos. Porque el problema de Europa es que hay una desgarrada desproporción entre su potencialidad y el formato de la organización, política en que tiene que actuar.
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